Fue Álvaro Mutis quien dijo que en cada ciudad latinoamericana había un Lezama Lima oculto. Muy culterano, homosexual a la manera antigua y hermético hasta el delirio. De igual modo, hay montones de Bukowskis diseminados en los pueblos y urbes del continente. Que yo sepa, hay uno en La Habana, otro en Cartagena de Indias, otro en La Paz y otro en Lima. Dicen que son legión en México y en Sao Paulo por evidentes razones de demografía literaria. Afectos a lo escatológico, misóginos de envergadura y, al mismo tiempo, fornicadores de gran calibre. En esta dirección, Bolaños han empezado a brotar, como silvestres flores malditas, en las comarcas andinas, selváticas y caribeñas. El fenómeno es atractivo y, de algún modo, renovador, porque han empezado a quedar atrás las influencias dejadas por los grandes jefes del boom.
Al publicarse Los detectives salvajes en 1998, la ola Bolaño empezó a expandirse con un vértigo muy similar al que atraviesa su mundo narrativo. Se nos dijo que surgía una voz nueva. Una voz original donde la erudición libresca se mezcla con el formato de la novela negra; donde el crimen atroz cabalga al lado del humor corrosivo, donde la marginalidad literaria se abraza a la desesperanza política. En fin, aparecía un universo en el que sexo tórrido, mafias tercermundistas, talleres literarios y revoluciones fracasadas bailan de un modo nunca visto en la feria letradas del mundo.
Se creyó que Bolaño había llegado para ocupar el pódium que han tenido García Márquez, Fuentes y Vargas Llosa. Y es muy posible que, en razón de su éxito editorial, de su aceptación en las aulas académicas de América Latina, Estados Unidos y Europa, y por supuesto del número de sus imitadores, ya esté en él. Rápidamente se puso a Los detectives salvajes de Bolaño en la misma línea de Rayuela y Paradiso. Novelas apoteósicas en su lenguaje y su estructura narrativa, nos explicaron claramente. Y precisaron, igualmente, que la enormidad en ellas obedecía a su magistral aliento caudaloso.
También hubo quienes pensaron que Borges tenía en Bolaño un continuador formidable. La Literatura Nazi en América escrita por el chileno brota, sin duda, de los primeros cuentos infames del argentino. Pero aquí el émulo se atrevía a dar un paso adelante. Sin ningún arredro, confabulaba su sapiencia literaria con peripecias sexuales bien condimentadas. Y, de alguna manera, entendíamos que si Borges, por esas justificaciones polémicas que plantean que los narradores son los autores mismos, había sido algo así como un impotente sexual, Bolaño aparecía bastante plantado y suficientemente garoso. Y cuando los premios surgieron, el Herralde y el Rómulo Gallegos, y el autor de Estrella distante se elevó en Barcelona como el gurú mayor de la nueva narrativa latinoamericana, comprendimos mejor el fenómeno que él y sus compinches se alistaban a representar. Un fenómeno que consiste, palabras más palabras menos, en construir la imagen de un continente delirante y aberrante, caldeado y subdesarrollado, en el que el mal es casual y no causal, y muy propio para satisfacer las angurrias literarias del público europeo.
Ave Bolaño!, se empezó a exclamar cada vez que salían como un sombrero de mago, aunque sería mejor decir de editor, la serie inacabada de sus novelas póstumas. Y la exclamación sonaba con más ímpetu al saber que un mediocre poeta marginal, un errabundo oscuro sin procedencias familiares conspicuas, emergido de una de clase social baja, era el nuevo jefe de nuestra narrativa. Narrativa, como bien se sabe, pródiga en zalamerías de diplomacia y herencias culturales de familias prósperas. Y, además, estaba Flaubert. Porque Bolaño también tenía algo del huraño francés. Porque Bolaño, eso se dijo aquí y allá, era una milagrosa síntesis de todos. De los escritores franceses, por ejemplo, tenía demasiado. Era descendiente digno de los poetas malditos. Y en sus obras hay desparramados homenajes a bardos vanguardistas y a escritores galos pertenecientes a la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero si Flaubert revisaba hasta el cansancio y no publicaba lo que creía incompleto, Bolaño casi siempre se mostraba desdeñoso con las labores de la corrección. Y su escritura se caracteriza, ciertamente, por una desidia que salta a los ojos. Como muestra este botón: “Un día se disgustó con mi amiga porque supo que era mi amiga o tal vez se acostó con mi otra amiga y ésta le dijo so tonto ¿no te has dado cuenta que la amiga de Guillem es su amiga?”.
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O este otro: “… cerraba los ojos y pensaba en todo lo que había pasado esa noche, todas las cosas violentas y luego todas las cosas bonitas y cómo las cosas bonitas se habían impuesto a las cosas violentas y eso sin ni siquiera haber tenido que volverse violentas, digo, las cosas bonitas…”. Los detectives salvajes, no es blasfemia afirmarlo, está tachonado de genialidades de este orden. Ahora bien, frente a lo que se debía o no publicar, se argumentó que el autor de Amuleto pensó en su familia que se iba a quedar sin estipendios. Por ello ordenó a su editor editar postreramente todos sus manuscritos. En fin, todo padre tiene derecho a pensar en el futuro de sus hijos, no faltaba más, e introducirse en ese saco es ocuparse de asuntos extraliterarios.
Digamos pues, aunque sea brevemente, algunas apreciaciones sobre la saga detectivesca de Bolaño. La novela que, según muchos ha partido, y una vez más, la fragmentada historia de la literatura latinoamericana. En primer lugar, no creo que sea una obra maestra. Las obras maestras son aquellas representaciones artísticas que no se marchitan en tan poco tiempo. En literatura son las obras que dejan la sensación de que todo está acabado con justeza y ocasionan en el lector esa inolvidable sensación de plenitud dolorosa. A Los detectives salvajes los atraviesa, en realidad, un trazado basto. El coloquialismo juvenil que lo nimba, su inclinación por los malabares sexuales y los mundos podridos, la torna irreverente acaso, pero también pobre en precisión, repetitiva, tediosa, insulsa. Su parte central, aquella que está conformada por muchísimos testimonios sobre los avatares de esos dos personajes medio oscuros y bastante planos — Ulises Lima y Arturo Belano— es excrecéntrica. Es, si se quiere representar con los códigos del real visceralismo, códigos que vienen en línea recta del sombrero-serpiente de El Principito de Exupéry, algo así como un par de líneas cortas separadas por una abrumadora giba.
Su propuesta polifónica, por otra parte, no es del todo eficaz. Esas voces hablan más o menos igual. Las gringas, las francesas, los mexicanos, los chilenos, los judíos mexicanos, los guatemaltecos, los austriacos, los peruanos, los catalanes, tienen la misma tonalidad, el mismo humor flojo, la misma desazón existencial cansina, y todo esto se expresa con acentos que caen en la monotonía y, por tal razón, no son del todo convincentes. El lector termina sintiendo, por allá en la página trescientas y pico, que ha caído en el regodeo verbal, en esas ganas, muy bolañudas por cierto, de contarlo todo, y en la faena excesiva que no parece jamás finalizar. De manera que, terminada tal sección encumbrada, uno queda como esos corredores maratónicos que llegan a la meta con el corazón en la boca, las manos pidiendo el aire y las piernas temblantes, pero no de emoción sino de mera lasitud.
El tiempo es el que dirá la última palabra sobre la vigencia de la salvaje novela de Roberto Bolaño. Ahora parece ser el emblema mayor de las jóvenes generaciones y ellas la siguen como, en cierta época, se iba con frenesí tras las andanzas psicodélicas de Andrés Caicedo. Entre tanto, a la espera de que lleguen tales veleidades de la recepción literaria, volvamos a las obras que salen ilesas de las lides de la relectura.
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