Una tarde cualquiera
Andrés Esteban Acosta. Ilustración de Sara Serna Trujillo
A Castro
Así que la filosofía no podía ser solamente la lectura de un texto clásico señalado con notas a lápiz, bajo el amparo de una bombilla de luz amarilla y el sabor de un tinto oscuro sin azúcar. Con seguridad, Sócrates se aburriría en esa situación de habitante de hogar, sin la posibilidad de ir a participar de un banquete para hablar del amor y tomar vino. También se vendrían a menos los peripatéticos, que pensaban mientras deambulaban siguiendo y comentando las lecturas de Aristóteles. Para no ir tan lejos, Fernando González, andador a pie por trochas, filósofo de tertulias, se sentiría impotente ante la imposibilidad de emprender sus caminatas. La filosofía necesita el espacio público, la calle y los transeúntes, la retahíla de los vendedores ambulantes, las campanas de iglesia invitando al rito, el grito tras el ladrón que huye.
El profesor de filosofía, a punto de recibir su jubilación, no soportó más el ambiente de encierro y abandono extendido durante tres meses. La normativa nacional obligaba al confinamiento y al uso de tapabocas con el fin de contener la propagación del virus. Se lanzó a las calles en su bicicleta Campagnolo clásica, la misma que le había regalado su padre cuando vino de El Santuario a estudiar a Medellín y con la cual recorría en semana la distancia que lo separaba de su casa al trabajo en la universidad, la misma con la que los fines de semana coronaba el alto de Las Palmas. Señaló el pasaje de la carta seis del libro Cartas a Lucilio de Séneca y lo transcribió en una hoja de libreta que guardó en el bolsillo de su camisa: “Sin embargo, la palabra viva y el trato directo te harán más bien que el discurseo; conviene que acudas a la vida real, primero porque el hombre da más créditoa los ojos que al oído, después porque el camino de los consejos es largo y el del ejemplo es corto y efectivo”. Asumió esta frase como un modelo, la máxima final de toda una vida entregada a la lectura y a las clases. La filosofía estaba afuera. Comenzaba en el encierro, en la soledad, pero rápidamente exigía incorporarsea la ciudad, al mundo.
Su pasión por el ciclismo le venía por un tío queparticipó en carreras departamentales. En conversaciones de infancia el tío le decía que el ciclismo era como la vida. Nunca aclaró por qué esta similitud, pero la frase escueta le dejó muchas preocupaciones al muchacho.
Ya adulto, cuando salía a montar en bicicleta pensaba siempre en la frase de su tío y ensayaba respuestas. Mientras fumaba sus cigarrillos President y soplaba un tinto, intentaba una salida a esa frase enigmática. Alguna vez, en medio de un congreso de filosofía antigua, presentó un trabajo que sorprendió a los académicos invitados: “Sócrates hubiera sido ciclista”. En su ponencia defendía que Sócrates fue el primer filósofo del sacrificio, de la entrega total por la existencia, el primer gregario, sin afán de una vida para el éxito. Sócrates fue el prototipo de ciclista, convocado a la reflexión y a la lucha con el camino o con la carretera.
Filosofía y bicicleta se conjugaban como pasión y estilo de vida. Fue una tarde de sábado cuando el profesor salió de su casa en la calle 9 en El Poblado, una cuadra abajo del parque. Ciñó su casco a la cabeza, arremangó una de las botas del pantalón color caquiy se despidió del argentino y del italiano, vecinos dueños de una charcutería y una pizzería del sector, que hablaban con sus tapabocas a medio ajustar de la difícils ituación de sus negocios.
El trayecto en bicicleta se fue convirtiendo en una revisión de los lugares de encuentro o de refugio cuandolo que se busca es proteger la soledad. La tienda del barrio Manila donde hay que tomarse la cerveza afuera por escasez de mesas, el tinteadero de la avenida ElPoblado donde se lee el periódico y se comentan los resultados deportivos. Los lugares tradicionales de un típico habitante de los escenarios de la reflexión coloquial, esos que para muchos son lugares para borracheras y desocupaciones, pero que en realidad son epicentros de una que otra frase bien dicha, destellos de lucidez en medio de tanta palabrería.
Ya en la ruta de Las Vegas aparecieron más personas. Trabajadores que no podían darse el lujo de perseverar en el encierro porque de su día a día dependía el sustento de un hogar, mecánicos con el tapabocas engrasado cambiando llantas o aprovechando la sombrapara la conversación. Progresivamente se configurabael ambiente del Centro. En San Juan ya eraevidente que un asomo de multitud estaba desplegado en la ciudad como si se habitaran los días de la llamada “normalidad”. Además de los atuendos de seguridad, lo extraño eran las cintas en las entradas de algunos locales, las rejas cerradas de lugares tradicionales. Entre ellos, para dolor de ese espíritu nostálgico que se movía lentamente por la vía señalada para las bicicletas, el famoso Málaga, salón que frecuentaba algunos viernes en la mañana para reunirse en una tertulia de música vieja.
Y mucho más dolor cuando recorrió Junín y no encontró los viejos que se apoderaban desde las horas de la mañana de las sillas de madera a unos pasos del Astor. Algunos resistían con el obligatorio tapabocas, quizá otros permanecían en casa ilusionados con el regreso a la calle más famosa de Medellín a sentarse y ver pasar el tiempo. Versalles, el típico restaurante de empanadas argentinas y jugo de mandarina, el acopio de escritores del ayer y alguno que otro de los nuevos, a medio abrir con sus mesas selladas y su famoso segundo piso a oscuras, esperando que tal vez con los días y la suerte retornara el ruido de fondo de las conversaciones.
Y al final, el Parque Bolívar. El profesor compróun café en Versalles y se dirigió a una silla cercana al CAI. Se sentó cerca de un embolador que tenía el tapabocas sobre su caja mientras se fumaba un cigarrillo. Él también encendió uno y sorbió el café.
Sacó su libreta mientras el embolador limpiaba sus tenis y cantaba un bolero que sonaba en un radio de pilas sintonizado en la emisora Claridad.Anotó: “Tenía razón Aristóteles: ‘nadie elegiría vivirsin amigos incluso aunque poseyese todos los demás bienes’. Las calles del centro se amontonan de personas que evitan cruzar sus rumbos. Si antes nos ahogaba el aire contaminado, ahora nos ahoga la sospecha. Hace falta la palabra amiga en este paisaje. Alguien que nos devuelva al afecto. Es difícil encontrarnos en el miedo”.
El profesor caminó alrededor del parque y subió por Caracas, giró por Sucre hasta Ayacucho. Bajó al pasaje La Bastilla y preguntó por su amigo librero con el que solía hablar de literatura. Le dijeron que seguía en casa, que solo un par de veces había pasado por el local a sacar libros. Siguió la vía del tranvía, dobló por El Palo en contravía y paró en Adiós muchachos, un bar de tangos que le gustaba. La cinta amarilla de “peligro” separaba la barra de los clientes. Solo venta de tinto y mecato. Tal vez, por el olor, un trago de licor en un pocillo. Sana costumbre. Un saludo rápido y el regreso a casa derecho por la Oriental hacia el parque de El Poblado.
Parque de El Poblado. Descansó en una silla mientras un perro negro olía la llanta delantera de su bicicleta. Anotación en la libreta: “Tarde lluviosa. Pasan pocos autos por la avenida. Una señora saca su carro para vender tinto y empanadas a los taxistas. Una pareja joven se abraza en las escalas del parque mientras se cubren con una chaqueta. Recuerdo rápido de un amor del sur que empezó en estas sillas. Un reciclador pasa en una bicicleta cargando dos costales al hombro. Tenía razón el tío, el ciclismo es como la vida. La ciudad tiene movimiento, se reconfigura en las cotidianidades, se resiste a ser un espacio olvidado. El camino termina en un punto de fatiga y de anhelo. Ensayos de filosofías mínimas”.
El profesor tomó su bicicleta y la llevó impulsada con sus manos hasta la puerta de la casa. Su acto filosófico por la ciudad había terminado como si fuera una tarde cualquiera.