Recuerdos futuros
Eduardo Berti. Fotografías por el autor
Vivía el presente como si fuera un recuerdo.
Marcel Bénabou, Por qué no he escrito ninguno de mis libros
Recordaré a la joven empleada de
la aduana del aeropuerto de Pekín
mostrándole a su colega, sentada al
lado de ella, la foto en el pasaporte
de mi hijo y recibiendo como respuesta
inmediata una sonrisa cómplice.
Recordaré haber pensado que viajamos, entrediversas razones, para ver si somos bien recibidos.
Recordaré que hace tres años, la última vezque estuvimos en Pekín, el metro costaba dos yuanes, mientras que hoy ciertos trayectos llegana los siete yuanes, lo que equivale a un euro.
Recordaré que vi en la línea 1 del metro dePekín al primer chino albino de mi vida.
Recordaré el restaurante de la calle fantasma de Pekín donde los mozos se visten como en tiempos de Mao.
Recordaré el gusto a ciruela del vino amarilloy esa antigua costumbre según la cual los padres compran un puñado de botellas de vino amarillo siempre que nace una hija: botellas que solo abren años después, cuando esta hija se casa.
Recordaré mi propia voz gritando con fuerza fu wuyan (camarero), como por cierto lo hace todo el mundo con tal de no convertirse en el hombre invisible del restaurante.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para hacer cosas desacostumbradas, para jugar, para imaginar lo que sería otra vida, para creer por un momento que vivimos, en efecto, otra vida.
Recordaré la hermosa librería San Lian de Pekín, abierta los siete días de la semana, veinticuatro horas sin pausa.
Recordaré que le dijimos a nuestra amiga Jinran que hace tres años había un enorme supermercado en la zona de Wangfujin y un café muy simpático en pleno barrio de Xidan, pero que ya no existen más, a lo que ella nos respondió:“Sí, no es fácil encontrar puntos de referencia sólidos en Pekín”.
Recordaré a las muchachas y a los muchachos delgados como el bambú.
Recordaré la expresión sai che, equivalente a embotellamiento o caos de tránsito. Tres horas y media para hacer 110 kilómetros. Demasiados coches, mucha polución.
Recordaré las luces de la ciudad de Pingyao.
Recordaré las antiguas murallas de Pingyao.
Recordaré que ir a Pingyao es hacer un viaje al pasado.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para viajar no solamente en el espacio. Para engañar, aunque sea imposible, al tiempo.
Recordaré que me cuesta horrores diferenciar los nombres muy parecidos de ciertas comidas chinas, como jiaozi y baozi.
Recordaré, al menos por algunos meses, la cara del obeso peluquero de la ciudad de Xi’An,y mi cara en el espejo, y el peluquero y yo tratando de comunicarnos, de entendernos. Y de haberme dicho, frente al espejo, que un corte de pelo en un país donde no hablamos la lengua es como poner nuestra cabeza en manos de lo impensado.
Recordaré a la tortuga viva en el supermercado Ren Ren Le de Xi’An. Ahí estaba ella, muy sola en su jaula de cristal, a la derecha de unos grandes peces nadadores, a la izquierda de unas pechugas de pollo inmóviles y lustrosas: entre la vida y la muerte.
Recordaré a la madre de mi amigo Shumin recitando de memoria, como si fuese un poema, la lista cronológica de las dinastías, sobre todo las últimas: Sui, Tang, Song, Yuan, Ming, Qing.
Recordaré que para los chinos el pasado se sitúa detrás, mientras que el futuro se encuentra delante. Un viejo poema de Cheng Ziang lo ilustra magníficamente: «Delante, no veo al hombre pasado/ Detrás, no veo al hombre por venir».
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para mantener viva la sorpresa, para no olvidar la abundancia del mundo y la variedad del hombre.
Recordaré haber comido los fideos de Xi’An diciéndome: “Son los mismos que ha probado Marco Polo en esos tiempos lejanos y asombrosos, cuando en Italia no se conocía la pasta”.
Recordaré para siempre la visita al Hua Shang, uno de los cinco montes sagrados del país, acaso el más célebre de los cinco. Hace dos años tendieron un cable de más de cuatro mil metros para subir los últimos ochocientos metros del monte por medio de un teleférico, y así alcanzar la cima a unos dos mil metros de altura. Un viento más potente que lo normal y el teleférico hace una pausa, suspendido en el vacío, como un pájaro perdido. En la cabina que se mece, apretados, vamos ocho pequeños seres humanos. Nadie dice una palabra durante cuarenta segundos.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para ver otros cielos.
Recordaré a mi mujer y a mi hijo jugando al bádminton en Xi’An con la tía de nuestro amigo Shumin, y a nuestro amigo Shumin explicando que en China llaman tío o tía, sin excepción, a todos los amigos más o menos próximos de los padres.
Recordaré las multitudes en las estaciones de tren.
Recordaré los trenes chinos de alta velocidad: blancos, largos y delgados como un interminable cuello de cisne. Y el hecho de que, en cada vagón, unas máquinas ofrecen agua caliente para un té o para que así rebroten los fideos deshidratados.
Recordaré, no tengo la menor duda, a mi vecina de al lado en el tren que fue a poner agua calienteen su envase plástico de fideos instantáneos y, volviendo a su lugar, derramó todo el contenido en mi asiento. Recordaré, especialmente, que la vi acercarse con el envase y me puse de pie como si hubiese previsto el accidente.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para vivir esa clase de experiencias
que, si no, solemos buscar en los libros.
Recordaré haber leído un artículo periodístico sobre la superpoblación en los cementerios chinos: las personas que mueren cada año en Shanghái equivalen a la mitad de la población de una ciudad como Burdeos; los cementerios se ven tan abigarrados que se han empezado a construir torres donde apilan a los muertos; los visitantes son tantos que en muchos sitios han dispuesto o empiezan a disponer que los familiares vayan un solo día por semana o un solo día por mes; o sea, un sistema que calca las restricciones a los coches en los centros de las grandes urbes.
Recordaré haber pensado que muchas cosas que ocurren ahora mismo en China ocurrirán en el futuro en otros países, como si China hoy quedase en una especie de futuro.
Recordaré a la ciudad de Kaifeng y al tío de mi amigo Xiaosheng (un tío de verdad, por fin) todo orgulloso porque en Kaifeng, durante el apogeo de la dinastía Song, inventaron el fútbol y la imprenta con caracteres móviles. Todo hace miles de años, antes de Gutenberg y Messi. Recordaré también que el inventor chino del fútbol fue un eunuco.
Recordaré las cigarras y los saltamontes asados que comí en Lankao y su sabor a papa frita con tocino. Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para jactarnos de ciertas audacias, que casi nunca lo son tanto.
Recordaré la almohada hecha jirones del padre de mi amigo Xiaosheng, puesta desde hace unos tres años, desde el preciso día de la muerte del padre, sobre el tejado de su casa natal, como lo exigen las antiguas tradiciones.
Recordaré la palabra zhong y a la madre de nuestro amigo Xiaosheng contándonos a mi mujer y a mí que en tiempos de su querido Mao (de quien conserva una enorme foto, junto a su televisor de pantalla extraplana) se bailaba públicamente una danza cuya coreografía buscaba imitar la forma, casi tortuosa, del ideograma zhong: fidelidad, lealtad en chino.
Recordaré haber leído en un periódico un síntoma ilustrativo del boom económico chino: que más de cincuenta ciudades están creando ahora, al mismo tiempo, su red de transporte subterráneo. Recordaré que mi mujer me suplicó, tras una cena, que nunca más me sople la nariz cuando estoy en la mesa porque esto es visto aquí como una grave falta de educación y de cortesía.
Recordaré que en China, cuando uno quiere comer un helado, debe pedir un pinchilín.
Recordaré el inglés aproximativo en las camisetas que usan los jóvenes chinos: “Handcore dap mades me high”. ¿Hardcore rap makes me high?
Recordaré que un profesor universitario, amigo de nuestro amigo Xiaosheng, nos contó que acaba de comprarse una casa en Pekín y que esto significa, según las leyes en vigor, que será propietario durante setenta años. Muchos creen que las leyes cambiarán pronto y se volverán propietarios para siempre. Mientras tanto se consuelan con un chiste muy conocido: las propiedades chinas están tan mal hechas que ninguna, de todos modos, se mantendrá en pie por setenta años… Y si de milagro alguna lo hace, sus propietarios morirán antes debido a la polución.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para no permitir que muera “el placer juvenil de la expectativa”, como dijo una vez Italo Calvino.
Recordaré el tren que perdimos en Zhengzhou y, mucho más, el tren que debimos tomar en su reemplazo, uno popular, un tren “verdadero”: cien personas sentadas y cien personas de pie en cada vagón. Gente que deambula a lo largo del tren. Vendedores que empujan y son empujados. Y el milagro de llegar, allí, de pie, en medio de la ruidosa multitud, a tener algo semejante a una idea: que finalmente este tren harto de gente no representa ni siquiera el 0,0000000001 por ciento de la población total de China. Algo equivalente a un taxi vacío en un pequeño país.
Recordaré la palabra jia (familia) y la historia de los pájaros que construyeron su nido sobre un gran ideograma jia en relieve, encima del cartel publicitario de un negocio en el centro de la ciudad de Zhengzhou.
Recordaré que una ciudad de un millón y medio de habitantes puede ser vista, en determinado contexto, como una ciudad pequeña.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para sacudir la anestesia de la rutina o de lo habitual. Para “renunciar al renunciamiento”, como he leído en un libro de Jérôme Orsoni.
Recordaré las antiguas ilustraciones de propaganda gubernamental en los muros de una antigua aldea rural, a pocos kilómetros de Lankao. Ilustraciones acompañadas de eslóganes como: “¡Búrlense de las parejas no casadas que tienen un hijo!”. Recordaré al taxista de Tianjin que escuchaba un CD con mantras.
Recordaré los edificios art nouveau de Tianjin, los rascacielos hipermodernos de Tianjin y las gallinas paseando en medio de las calles del centro de Tianjin.
Recordaré haber visitado la casa donde vivía el último emperador Pu Yi, cuando ya no era emperador, en la zona de la antigua concesión japonesa, y haber visitado también el espléndido hotel Astor donde, como su nombre parece sugerirlo, Pu Yi y una de sus concubinas concurrían a bailar el tango, allá por 1920.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para olvidarnos de nosotros mismos. O para pasar un rato en un lugar virgen, un lugar del que no tenemos recuerdos, lo que en cierto modo equivale a estar más a solas con nosotros mismos. Recordaré que basta y sobra con alzar la mirada en Pekín, en Xi’An, en Tianjin, en fin, en todas las ciudades chinas, incluso las más modestas, para ver uno, cinco, diez inmensos edificios en construcción, cada cual con su monstruosa grúa.
Recordaré el fenómeno de los wedding planners en China: más de tres o cuatro tiendas en cada centro comercial, cada cual con su nombre pseudoeuropeo en la fachada: Wedding Dream, Amore, Paris Mariage.
Recordaré que una funcionaria estatal, amiga de nuestra amiga Jinran, nos contó que hay que pagar una multa si una pareja tiene más de un hijo, pero que están exentos de pagarla las parejas donde uno de los padres es hijo único.
Recordaré que la funcionaria nos dijo que el gobierno estudia flexibilizar estas leyes, pero que entre tanto ella, como todos los empleados del Estado, no puede ilusionarse con un segundo hijo. “Por ahora, un funcionario pierde el trabajo si tiene un segundo hijo”. Recordaré que dos días después de haber visitado Tianjin se produjo allí una terrible explosión. Una colosal bola de fuego en el cielo nocturno. Mucha gente pensó que era una bomba atómica. Fue un depósito de productos químicos.
Recordaré que al leer la noticia de la explosión en Tianjin pensé en un anciano que tiene un restaurante muy cerca del río Hai Hei. Fuimos dos veces a comer allí.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para sentirnos vivos.
Recordaré el estado lamentable del hotel Ibis de Qingdao y recordaré, más aún, al recepcionista que, antes de darnos la llave de nuestra habitación, nos preguntó dos o tres veces si realmente estábamos seguros de querer pasar cuatro noches en el hotel.
Recordaré que para los chinos el hotel Ibis es el “Ibizzzzuu” y el hotel Mercure es el “Meiyyyyuuu”.
Recordaré que mi hijo olvidó su reloj en la mesa de un café de la ciudad de Qingdao y que una hora más tarde el reloj continuaba ahí.
Recordaré que pasamos dos días enteros en Qingdao, yendo de playa en playa, de barrio en barrio, sin ver un solo occidental, un solo lao wai.
Recordaré las brochettes de estrella de mar que no tuve el coraje de probar, pese a mi audacia con los saltamontes.
Recordaré que fuimos a la casa en la punta del puente Zhan, la misma que aparece en la etiqueta de la cerveza Tsingtao.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para ver de cerca, palpar o admirar objetos y lugares cuya existencia nos resulta fabulosa, casi imposible.
Recordaré que los chinos usan a menudo unos nilong mianju: unas máscaras que algunos también denominan facekini porque protegen, principalmente en verano, el rostro de su exposición al sol.
Recordaré las algas verdes en las playas de Qingdao, recordaré haber nadado en el vasto mar Amarillo.
Recordaré haber leído al día siguiente que hay muchísimos tiburones en las aguas falsamente calmas del mar Amarillo y que por eso, en las playas, instalan grandes redes de protección.
Recordaré a los vendedores ambulantes que, tan pronto como nos veían, nos saludaban al grito de hello, como vulgares imitadores de Lionel Richie.
Recordaré a muchas familias (padre, madre e hijo, o, en menores ocasiones, padre, madre y dos hijos) vestidas en forma idéntica, como un equipo deportivo en gira, y también a muchas parejas de novios con la misma camiseta, como dos empleados de una misma empresa.
Recordaré a la joven vendedora de Qingdao que preguntó si éramos norteamericanos. Mi mujer le explicó que éramos argentinos. La vendedora nunca había oído hablar de la Argentina. Y, sin embargo, usaba una camiseta gastada con una imagen de la provincia argentina de Santa Cruz.
Recordaré que devaluaban el yuan, día tras día, para devolverle a China su mano de obra barata y su poderío exportador, y para nosotros, en consecuencia, las cosas resultaban paulatinamente menos caras. Recordaré a mi hijo de ocho años explicándome que los chinos son unos copiones. Está la falsa casa de Gaudí en Qingdao, está la reproducción del puente Alexandre-III de París en Tianjin, está la rueda a orillas del río Hai Hei que imita a la rueda de Londres. Y está, por supuesto, la muralla china, simple copia del muro de Berlín.
Recordaré que jamás hay que regalarle un reloj a un chino porque la palabra zhong (reloj) suena igual que la palabra en mandarín para funeral.
Recordaré el momento en que me dije que olvidaré, sin dudas, todas las cosas y todos los episodios que quedaron fuera de esta lista de recuerdos.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para atesorar nuevos recuerdos.
Recuerdos para el futuro, un poco como el arquitecto de los nazis, Albert Speer, que concebía edificios que fuesen a dejar, siglos después, ruinas hermosas.
Recordaré el parque Lu Xun de Qingdao, con su gran dragón de piedra, y también la leyenda según la cual hay que lanzar una moneda de un yuan y hacer que entre en la boca del dragón, puesto que solamente quienes lo logran regresarán pronto a China.
Recordaré haber lanzado cinco, ocho, doce monedas. Recordaré haber decidido hacer de cuenta que me olvidé el resultado.
Recordaré haber pensado que viajamos, entre diversas razones, para ver si somos capaces de volver. De volver tanto a nuestro punto de partida como a los sitios donde hemos sentido eso que se llama felicidad.