Miedo y asco en Cuernavaca
Paula Camila O. Lema. Ilustraciones de Cachorro
Llevo cuenta de este largo cautiverio en semanas. Digamos: semana siete, última de enero: ya un chino comió sopa de murciélago en un mercado de animales en Wuhan, China; ya cerraron el mercado y la ciudad entera, la enfermedad misteriosa se identificó como un coronavirus y la cifra mundial de muertos supera el centenar en la docena de países adonde ha llegado. Hace siete semanas, cuando el paciente cero ya presentaba síntomas, ese que debía ser mi único óvulo fértil dejaba entrar a un espermatozoide para dar forma a un cigoto del que no tuve cómo deshacerme porque, pese a ser abortera sin condiciones, yo misma lo invoqué, y cómo se deshace una de algo que deseó con tanta fuerza, casi sin querer. En la Organización Mundial de la Salud seguro ya saben que habrá que confinarse, pero en el planeta son apenas un rumor esos casos de neumonía sospechosa altamente contagiosa. Yo no sé nada, o quizás ya escuché hablar de un virus, pero la preocupación se diluye entre las gripes aviar y porcina, que nunca me tocaron, y la moridera del primer trimestre, que ya me tiene encerrada, con un infinito asco, un asco terrible, de todo y de todos, los vegetales al vapor, el aguacate, la quinua, el divino atole y el aliento de mi perra, única compañía diaria con la que cuento en este pueblo de este país que no es el mío al que vine a estudiar hace poco más de un año y medio: Cuernavaca: la Cuauhnáhuac de Malcolm Lowry, la verdadera “Ciudad de la Eterna Primavera” —de la que fijo alguien robó el eslogan—, corazón del estado de Morelos, en México lindo y querido, tierra de maíz, frijol y nopal que sigue sin ser de quien la trabaja aunque así lo haya conjurado Emiliano Zapata hace más de un siglo.
De Cuernavaca amigas y amigos tenían como referencia las telenovelas: donde quedaban las casas de veraneo de los ricos del De Efe, ahora Ciudad de México, que queda a una hora y media si no hay tráfico. C., maestro devenido en amigo, recordaba a Lowry, el bar del cónsul de Bajo el volcán, de donde prometí enviarle foto, sentada ante un mezcal, y que en realidad no existe. Ya no podré enviar recuerdo, ni de la cantina La Estrella, donde una placa recuerda que por allí pasó el escritor inglés, ni del Hotel Bajo el Volcán, donde debió hospedarse. ¿Hablará de la increíble luz de Cuauhnáhuac ese libro impotable donde se mezclan indistintamente las milpas morelenses y el volcán Popocatépetl, “don Popo”, que en realidad está a 63 km de Cuernavaca y se divisa hacia el occidente sólo cuando el día es diáfano? No solo no encontré el bar del cónsul, sino que tampoco pude digerir más de un capítulo del libro de ese escritor borrachísimo que nunca olvidó este pueblo de guayabas, aguaceros nocturnos y furiosos vientos.
Lo del asco es una de esas cosas que no te dicen las mamis: que antes de los antojos, los calambres y las estrías llega el asco, el infinito y terrible asco, de todo y de todos. La mía me tuvo que ver demacrada, harta de las náuseas, para contarme que ella sufrió lo mismo, tras años de romantizar mi gestación, rematada sin excesivo dolor en la clínica León XIII después de un parto de tres días. Los malestares duran hasta el tercer mes, te dicen, pero cierta gentuza menciona a aquella conocida que los padeció todo el embarazo, como si al asco tuvieras que sumar la desesperanza. Yo espero ansiosa a que pasen, sin contarle a tantísima gente que gesto, en la cama más que todo, dormida o leyendo o viendo series o películas de Studio Ghibli en las que a duras penas puedo concentrarme. Salgo sólo al medio día, a poca distancia de casa, a comer en uno de mis tres lugares predilectos de “comida corrida” —el “corrientazo” mexicano—, pues por decirme a cocinar fue que le agarré asco, infinito y terrible asco, a los vegetales al vapor, el aguacate y la quinua. Después de los cinco tiempos, en los que omito el agua fresca para evitar el vómito y el postre incluso si es arroz con leche, tengo que quedarme sentada e inmóvil al menos una hora para no dejarlo todo en el inodoro.
En uno de esos días malos, después de una semana entera de regurgitar y lloriquear bajo las cobijas, ya casi sin poder caminar, voy a urgencias. Como cada vez que me desplazo en bus —“ruta”, le dicen en Cuernavaca—, vomito, pero esta vez llevo bolsa y no le salpico el pelo ni la cartera a la muchacha bien vestida y perfumada del puesto de adelante. “Hiperemésis gravídica”, diagnostica el médico, un señor muy amable que decide internarme para que me hidraten. Ya decía yo que no podía ser normal esta moridera. En el turno nocturno de urgencias ginecológicas del seguro social, una médica desgraciada me trata mal y la ira me desata tres ataques de ansiedad que me hacen berriar y agarrar a puños la pared del baño —“usted no opine, señora”—. En los entretiempos, alguna parturienta grita de dolor, la muchacha de la camilla del lado pide a su mamá, la que le sigue cuenta del niño malformado que no pudo abortar, confiada, a sus dieciséis años, en que la tecnología le dará a su segundo hijo lo que la genética le negó. En el quirófano un bebé saluda con llanto este mundo en el que todavía andamos sin tapabocas ni miedo al virus que en los próximos meses colapsará los sistemas de salud de numerosos países por falta de respiradores artificiales. “Que mejor se vaya a llorar a su casa”, me da de alta a la madrugada la médica malparida, pero no me dejan salir hasta que van por mí las únicas dos amigas a las que puedo recurrir en tales casos, ya casi al mediodía. Vendrán más días de basca, arcadas y repelencia, aún sin miedo a la exposición en contextos hospitalarios. Pero, como les digo a las enfermeras de la mañana antes de abandonar urgencias: “Yo por acá no vuelvo”.
En la semana trece, a principios de marzo, G., padre de la cría, viene a cuidar de mí unos días; a cocinar, mercar, jugar con la perra, esas cosas, mientras yo termino la tesis y el libro, requisitos para coronar con éxito la maestría. Ya no vomito casi, solo cuando algo me sienta mal: se equivocaba la gentuza y no seré una de esas infortunadas vomitonas panzudas. Todavía no le hablo al beibi, como me aconsejan, porque aún no aterrizo en que eso que llevo adentro no es solo un cuerpo extraño que mi organismo se esfuerza por reconocer, sino “otro”, un ser que en unos meses estará completo y podrá vivir sin mis nutrientes ni la sangre que ahora bombeo con el doble de fuerza. Me alegra mucho poder salir a la calle por gusto y no por necesidad, digamos a comerme una nieve del zócalo mientras paseo la panza, que ya se atisba por encima de la ropa. Me siento muy montañera por gemir de deleite ante una arepa de los cuatro paquetes que me trajo G., o un pandequeso de la media docena de la Panadería Caracas que me mandó A., pero otro día llevo a G. a probar chiles en nogada y pruebo unas enchiladas de huitlacoche que me recuerdan lo que tengo acá y me ayudan a olvidar por un momento todo lo que echo en falta de allá.
Cuando G. se devuelve a Colombia, a mediados de marzo, ya es preocupante la alarma por el virus, transmisible entre humanos y bautizado covid-19 desde mediados de febrero. Aprovechando la flexibilidad de las aerolíneas por la contingencia, G. trata de cambiar el vuelo pero no lo logra, cosa que luego habremos de agradecer. Las redes estallan, la ansiedad colectiva se dispara, las autoridades improvisan según van aprendiendo de la tragedia en países como China, Irán, España e Italia. Los que estamos de este lado de la pantalla tenemos miedo y aún no sabemos bien de qué. Por fortuna ya me hice los exámenes del primer trimestre y puedo volver a cocinar, de modo que puedo confinarme sin excepciones para buscar comida corrida. Igual, en este pueblo es como si no pasara nada.
A mediados de abril, semana diecinueve, cuando ya se han confirmado más de dos millones de casos y ciento treinta mil muertos en el mundo, y ya hay más de tres mil millones de personas encerradas, la aerolínea —mexicana, económica— cancela mi vuelo de regreso debido al cierre de la frontera aérea colombiana. Desde marzo saldé mis deudas académicas y puedo, con autorización por virus y gravidez, regresar a Colombia, para no seguir gestando sola en medio de esto tan raro —una “pan-de-mia”, admitió la OMS a mediados de marzo— y en un país ajeno donde no tengo más que un par de amigas a quienes recurrir, con algo de vergüenza, si hay derrumbe. Ya confirmó una ginecóloga que es niño, como supo con toda certeza el progenitor casi al enterarnos de que íbamos a ser mami y papi. Por fin el vómito ha dado tregua y me deja salvar la distancia que tan digna y amorosamente ha soportado Tita, la perra, pero casi trasboco de pánico cuando pienso en la posibilidad de parir acá, quizás con la médica desgraciada del turno nocturno de urgencias ginecológicas que rompe fuentes con violencia y trata con desidia a las parturientas, prácticamente sola, sin G., sin mami, sin mis amigas, sin los seres queridos que ya comienzan a recoger y a guardar herencias de otros críos, propios y ajenos: ropita, cunas, el moisés, el cargador, el fular, el extractor de leche…
Me aconsejan amigos y parientes que me comunique con la embajada, pero en la embajada me remiten al consulado y en el consulado nadie responde. Toca apelar, como siempre, a las amigas, para conseguir uno, dos, tres contactos directos. En el consulado me incluyen en una larga lista de “connacionales varados”, pero me aclaran que no soy prioridad porque mi permiso de residencia de estudiante vence en julio, al igual que la beca que me ha permitido vivir estos casi dos años. Que no importa la gravidez, dicen, ni el trastorno de ansiedad y depresión por el que estoy medicada hace dos años, y que apenas un año atrás me costó un marido, un perro y toda la felicidad que esperaba tener en México, que al final se convirtió en algo más: una soledad grata, llenadora como un atolito de arroz con un tamal de pollo y salsa verde de un changarrito en la calle.
Como la ansiedad no es solo mía, con el papi de Joaquín Antonio, como se llamará la cría, recurrimos a amigos, medios de comunicación y redes sociales, mediante una carta escrita por él, un video con mi rostro y panza, bulla en todas partes: la pobre está encinta y medio loca y necesita regresar. Por esos días se anuncia el primer vuelo “humanitario” de repatriación de México a Colombia. Estoy ya tan panzuda, tan embalada para cosas simples como trapear, lavar trastes o agacharme a recoger la caca de Tita, que casi confío en que seré incluida en ese vuelo: cómo no, si llevo la vida adentro, he salido ya en dos canales nacionales y uno local, y soy objeto especial de protección de la preciosa constitución de ese país en el que tuve la desgracia de nacer. Como no me dicen ni sí ni no, el viaje está cada vez más cerca y no me concentro en nada, no duermo, apenas como, me levanto el teléfono del cónsul de Colombia en México, un man del partido de gobierno que no solo no se ofende porque lo llamo a su número personal, sino que me dice que puedo llamarlo cualquier día, a cualquier hora, después de ofrecerme el cielo, qué tipo tan pero tan querido. Yo le creo todo. Le creo cuando me dice que no me incluye en el vuelo porque es de alto riesgo, pues viajan muchos turistas colombianos provenientes de países europeos en el pico de la pandemia que terminaron en México porque es uno de los pocos sitios que aún no cierra a cal y canto sus fronteras aéreas. Le creo cuando me jura que mi niño no nacerá en México, que no pariré en soledad, que no pasaré sola el puerperio; que lo que me haga falta, él me lo va a dar. Le creo cuando me cuenta que mi caso ni siquiera es el más crítico, pues hay viejos, gente hambriada, una señora con un cáncer terminal que quiere pasar sus últimos días con los suyos, en fin, más de tres mil personas con afán de regresar para que el fin del mundo las agarre en el lugar donde nacieron. Le digo sí, claro, cuando me pide que calme los ánimos en Twitter, donde su gestión y sus pobres y sufridos funcionarios, que trabajan sin descanso, son blanco de todo el odio del colombiano. Agradezco tanto la respuesta, la larga explicación y el buen trato que por supuesto lo hago. Y aprendo así que a veces la vulnerabilidad es el origen de toda la candidez —e idiotez— del mundo.
A principios de mayo, cuando Joaco ya tiene veintidós semanas y el tamaño de un coco, se anuncia otro vuelo “humanitario”, para el quince. Lo informa un congresista del partido de gobierno que ha sabido aprovechar la contingencia para hacerse a un capital político importante, y que, vaya paradoja, es el hijo de un cónsul encargado en España que semanas después una mujer denunciará por acoso sexual durante el ejercicio del cargo. Han sido días tranquilos, incluso felices: ya puedo sentir a la cría moverse. Al principio parecía un pedo de tantos —la gravidez también son gases, muchos gases—, delicado como un movimiento de tripas después del desayuno, pero era él, diciendo acá estoy, mami, bien aferrado, en cautiverio pero creciendo, ajeno al pavor por ese microorganismo que no está vivo ni muerto pero igual podría matarnos. Saber del vuelo, no obstante, me jode otra vez los nervios. Con G. retomamos el escándalo en redes y volvemos a salir en radio y televisión: la mami gestante medio loca que no quiere parir en el extranjero. Otra vez horas y horas de responder mensajes llegados por todos los canales, unos más afortunados que otros: de conocidos de tiempos remotos con los que había perdido contacto, gente que ofrece ayuda, amor y compañía, señores que hacen mil preguntas porque creen que sé mucho de trámites consulares, señoras que se apersonan de la causa y escriben todos los santos días a preguntar cómo estamos y a recordarme que no me puedo dar el lujo de estar mal porque eso no le sienta bien al beibi, cuya fama resulta francamente agotadora.
Para navegar las aguas de la ansiedad y no dejar nada por hacer, presentamos también una tutela, aunque me cuido de avisarle antes al cónsul, casi pidiendo permiso, casi disculpándome por ejercer ese derecho, nomás por no arruinar esa relación que, pienso, eventualmente podría salvarme, en medio de este desamparo de “connacional varada”. Apenas dos días después de interponerla, la magistrada ordena una medida preventiva que ni cancillería ni consulado acatan: repatriación inmediata. En conversaciones con algunas mujeres que por mí interceden, el cónsul insiste en que no soy prioridad porque no soy turista varada. Tras mucho pensarlo, dos o tres días antes del vuelo, lo llamo de nuevo para mendigarle un lugar en ese avión: ya no me quedan defensas contra esta soledad con panza, tanto chillar me da como unos coliquitos, ando muy triste pese a la meditación, la terapia y la orientación solidaria de ese par de bellas señoras, con la mitad de la medicación y un cansancio infinito por ser, sin quererlo pero necesitándolo, el centro de tanta atención.
El tipo que me contesta es otro. Se ofende mucho porque lo llamo a su número personal, pregunta cómo lo conseguí en tono de puro fastidio. Si no resultara increíble, pensaría que ya no recuerda a la preñada viral del hashtag de Joaquín, famoso desde hace días en la burbuja tuitera colombiana pese a tener el verbo antes del sujeto, principio de una ola impresionante de solidaridad con la causa de los papis primerizos, separados y azarados que desde distintos frentes luchan por la repatriación de mami. Comienzo a lloriquear y le explico que está dura la cosa y necesito viajar. Y él me explica, como me mandó a decir antes y le ha dicho a varios de mis defensores, que sigue sin considerarme prioridad y que la decisión de incluirme en el vuelo es de cancillería y presidencia, donde no funcionan bajo presión, para mi desgracia, dada la alharaca que hemos hecho, que ya los tiene cardíacos y, en su opinión, ha resultado contraproducente. Según él, soy mentirosa, no escucho razones y lo tergiverso, porque me niego a aceptar argumentos como el de que accedí a no ser incluida en ningún vuelo de repatriación, cuando solo acepté no viajar en el del 27 de abril. Cuando le recuerdo que fui conciliadora pero ahora le estoy pidiendo la ayuda que ofreció, dice son sorna: “Tan conciliadora que puso una tutela”. Ojalá pudiera encajar el golpe, pero quedo hecha un trapo. Tanta brega para volver a ese tierrero donde un cónsul le habla así a una mujer preñada y con un ataque de nervios.
El día del vuelo me dedico a llorar mientras veo mensajes y fotos de los viajantes en los grupos de colombianos varados. Ya no le temo al virus aunque el hospital del seguro social haya pasado de un piso a tres de enfermos de coronavirus, los infectados ya sean cuatro millones y en las noticias exhiban sin pudor los cadáveres que se acumulan en las calles de Guayaquil. A lo que le temo es a esta incertidumbre, a este deseo doloroso de que alguien me haga el desayuno, a esta certeza de que aunque todos quieran ayudarme los únicos que en realidad pueden hacerlo no lo harán, ni con tutela de por medio. Lloro, más que por este vuelo, por el siguiente, anunciado por el mismo congresista para dentro de cinco días, reinicio del ciclo de ruido, ruegos e incesante espera de alguna noticia, una llamada, cualquier señal, otra vez.
El cónsul insiste. A una de las mujeres que intercede por mí le dice que sigue sin considerarme prioridad, y se queja por la presión: que lo llamaron aquel periodista muy famoso y dos o tres congresistas, que en las redes lo acosan, que la tutela. A otra le pide que me diga que va a hacer lo posible por incluirme en ese tercer vuelo, pero solo si me quedo callada. A mí me llama, dos días antes del vuelo, para decirme vea, le voy a ayudar, desinteresadamente, pero no le puede contar a nadie, ni a su esposo, porque puede perder el cupo y yo mi puesto por no respetar órdenes de mis superiores, le pido toda la discreción del mundo. Y yo tengo que fingir que no lo aborrezco, ser solícita, casi servil; y luego, dedicarme a mentir. Cuando pregunta mami si ya sé algo del vuelo. Cuando preguntan los suegros. Cuando preguntan esas mujeres que se gastan horas y horas llamando a todas partes para que yo pueda viajar: no, no estoy haciendo el equipaje, no estoy repartiendo herencias, no estoy cerrando a la carrera mis asuntos acá, no estoy dejando de despedirme como es debido de este pueblo cuya luz y ventarrones y cacomixtles y tianguis y elotes no voy a olvidar nunca, y que me dio todo hasta la confianza en que puedo criar a un niño.
Algo parecido le pasa a Kelly Gabriela, una indígena nasa con una hija de cinco años que la espera en Colombia, de quien me haré amiga luego, ya en Bogotá, en la vagoneta que derramará a los repatriados por los lugares de la localidad de Chapinero donde guardaremos cuarentena obligada. Pero ella, lista y desconfiada, graba, y días después divulga en un noticiero, una conversación con el cónsul, donde él dice cosas como “yo no creo en los derechos de los afro, de las comunidades raizales y de los indígenas que quieren ser diferentes. Ustedes son los que se tratan como diferentes cuando exigen derechos diferentes”. Supongo que la misma lógica aplica para las mujeres embarazadas. En cualquier caso, las dos viajamos, por unos trescientos dólares, que es más de lo que he pagado, con poca antelación, por un viaje de ida y vuelta en temporada alta. En el aeropuerto evado al señor para ahorrarme la hipocresía, pero él me reconoce y me dice que por mi estado y la perra —“mascota de apoyo emocional”— me va a poner en clase ejecutiva. Me lo vuelvo a cruzar en el pasillo de abordaje, después del muchacho que reparte el kit sanitario (tarrito de desinfectante, tapabocas y par de guantes) y antes del que le toma fotos con algunos viajantes, mientras entrega generosamente un refrigerio de sánduche, galleta y juguito de caja para que no pasemos hambre en ese vuelo en el que tan generosamente nos incluyó. Como se hace el bobo y desde que perdí el asco tengo hambre todo el tiempo, me acerco a pedir lonchera y él me dice, mientras nos toman la foto que luego subirá a Facekk, mirándome a la cara cubierta por el tapabocas, sin sudar ni un poquito, que ahora sí le sirve que ponga algo en redes sociales. Y yo que antier en la noche recibí el fallo de tutela, “amparo concedido” por una magistrada que desestimó todos los argumentos de los demandados, en particular los de cancillería y consulado, quienes recurrieron a mi relato público y lo adobaron con una sarta de mentiras, como que yo había dicho que estaba dispuesta a esperar la apertura de Eldorado y que era consciente de que “lo mejor” para mí era “permanecer un tiempo más en México”. Ja. La magistrada, salvavidas en medio del desconsuelo, dijo: “Llama la atención de esta Sala que tal entidad use en contra de la tutelante, claramente desesperada por el suplicio que atraviesa, sus palabras que, en todo caso, no cambian las circunstancia que la rodean, ni difuminan la evidente amenaza que se cierne sobre sus derechos fundamentales y los de su hijo por nacer”. Le digo al cónsul sí, claro, yo le ayudo con eso, y sigo caminando, sanduchito en mano, hacia mi lugar en el último puesto del avión, en la ventanilla izquierda de la última hilera, donde por seis horas y media —debido a una escala en Cancún— cargo panza y perra en qué estrechez, me aguanto las ganas de orinar para no incomodar a mis dos compañeras de viaje, duermo un poco, como otro poco, lloro como una cursi patriota cuando suena la cumbia que así se llama y contengo la risa cuando el piloto pide un hurra para la tripulación de la aerolínea que desde el segundo viaje acaparará los vuelos “humanitarios” de repatriación, sin competencia ni control de precios. “¡[Inserte acá nombre de la aerolínea] seguirá volando!”, gritan casi todos los pasajeros. En dos semanas viajaré a Metrallo, último destino, en un servicio especial muy bueno pero carísimo que una solidaria mujer desconocida ayudará a cubrir, en uno de los muchos gestos de amor y solidaridad que me han asombrado desde que empezó este susto.
Para la semana 32, a mediados de julio, ya instalada con marido, perra, gatos y ropita, cunas, el moisés, el cargador, el fular, el extractor de leche…, y con quince kilos de más, seré enorme como un trasatlántico. Seguiré de este lado de la pantalla, devorando noticias, sin conocer a ningún contagiado pero temiendo lo peor por la alta ocupación de las UCI del país, bajo nueva y severa cuarentena con la que se buscará aplanar la curva que desde hace meses amenaza con llegar pero no llega y ahora al parecer sí. No habré hecho ningún curso prenatal, no sabré cómo respirar durante el trabajo de parto, cómo dar a luz, cómo dar teta. Y sobre mi cabeza penderá cada día el miedo a toparme una médica como la del turno nocturno de urgencias ginecológicas del seguro social mexicano, aun mayor al de parir justo en el pico de la pandemia en un hospital invadido de virosos. No sabré un culo de estimulación temprana, aunque le hable y le cante y G. le hable y le cante y nos quedemos mirando la panza, mientras ondea como si en ella bailara un pequeño alien que, según los médicos, será grande y acuerpado, por herencia quién sabe de quién porque papi y mami somos los dos bien tacuacos. Con G. nos amamos pero a veces nos costará aguantarnos porque estaremos juntos veinticuatro horas diarias, siete días a la semana. Mientras se pueda, me volaré a dormir donde alguna sista para que él nos extrañe un poco, pero con el tiempo iré perdiendo las ganas de moverme de casa porque cualquier gesto o movimiento implicará un gran esfuerzo y hasta las breves caminatas con Tita me dejarán agitada y sudorosa, y un poquito orinada. Cambiaré de lugar el papel higiénico porque inclinarme para agarrarlo en mis cien micciones diarias hará que la tripa tire y duela. La piel se estirará como se estirará la cuarentena, que para entonces ya irá hasta agosto, el mes en el que tendrá que nacer Joaquín, o quizás sea septiembre. En cualquier caso, mi hijo será un virgo de pandemia, beibi del covid, coronaniño.
Por lo pronto, es la semana veinticuatro y ya no estoy confinada en un país que no es el mío. Mientras el avión entra en el espacio aéreo de esa patria horrible en la que tanto deseo parir, pienso en C.: el bar del cónsul no existe, no me tomé foto en La Estrella y ni siquiera pude pasar de la página treinta del libro, pero mira cómo México me quitó y me dio todo, incluso a mi propio cónsul, monstruoso como buen borracho consumado, denso como son siempre los libros de Lowry, pesadillesco como esa tristeza tan dura de atravesar del delirante escritor; incluso un hijo, que me hará mami en medio de una pandemia. Gracias por tanto, México. Gracias por tanto, Cuauhnáhuac.