Número 116, julio 2020

La trocha

Andrea Aldana. Ilustraciones de Elizabeth Builes

 

Déjame llorar un rato a solas.
Pero sólo había frío
en el callejón de los cuchillos.

Miyó Vestrini

Ilustración Elizabeth Builes

Puedo imaginar el filo de una cuchilla contra su estómago. Puedo incluso sentir su miedo. Me es familiar. Entiendo su falta de resistencia. Su cuerpo cediendo. También he estado ahí. No fue el filo de un puñal. En mi caso fue el cañón helado de una nueve milímetros entre las piernas.

***

—Solo pude escuchar una mujer gritando, pero de una manera horrible. Decía “auxiliooo, auxiliooo”. Pegaba unos gritos tan horribles. Mira, a mí se me salieron las lágrimas. Yo me puse a sudar frío, me agarraba el cabello y le decía a las otras: “¿Qué le está pasando a esa muchacha de allá?”. Ellas me decían: “Quédate callada, no digas nada. Quédate callada, no digas nada. Si él te escucha, te van a pasar para allá. No digas nada, quédate callada”.
—Pero… ¿Y esa mujer? ¿Qué le pasó a esa mujer?
—La estaban violando. Eso se llama violación. Eso es violación y yo le tengo miedo a...

Verónica estaba a punto de decir: “La estaban violando, no solamente uno sino todos los de la trocha. El principal, el que manda en la trocha, es el primero en abusar; después vienen todos los demás”. También iba a decir: “Le tengo miedo a Migración”. Autoridad colombiana encargada del control migratorio. Le huyen, cuenta Verónica —y otras diez chicas entrevistadas— porque sus funcionarios —que también pueden ejercer como policía judicial— las capturan, las golpean, las montan en camiones oficiales y luego se las llevan y las “tiran en esos sitios”. Y, aunque saben que los cuerpos de estas mujeres pueden ser violados cuando cruzan estos pasos ilegales, agrega Verónica: “Nos rompen el carnet fronterizo para obligarnos a pasar por esas trochas”.

Está a punto de contarme cosas aun más dramáticas pero un llanto fuerte e imprevisto, como el sonido de un vaso que se quiebra en la cocina, interrumpe la entrevista. Sobresaltada, giro y veo que una mujer alcanza la puerta y tras un portazo abandona el salón en el que estamos grabando. Es Gabriela. La quinta chica en la lista de entrevistas. No hemos hablado aún y ahora está desconsolada al otro lado de la pared. No entiendo. Miro a las demás, miro al camarógrafo, no entiendo nada. Pasan segundos antes de darme cuenta de que estoy bajo un ataque de bruxismo. O tal vez sí entiendo, pero tengo miedo de acertar.

Damos stop a la cámara y la imagen de Verónica queda estática en la pantalla. Me levanto de la silla y, con el mismo paso dudoso con el que uno se acerca a ver qué fue lo que quebró ese vaso en la cocina, camino hacia la puerta. Estoy haciendo un reportaje sobre víctimas de explotación sexual y trata de personas en la frontera colombo-venezolana y dos chicas, de una organización social que les ayuda a reivindicar los derechos a las migrantes, me acompañan. Una de ellas me toma por el brazo e inclina su cabeza muy cerca de la mía para que solo yo pueda oír.
—Es Gabriela. No soportó el testimonio de Verónica. Gabriela fue violada en una trocha. 

“Fue violada”. Tardo en reaccionar. Salgo y veo que Gabriela está sentada en el piso. Llora. La rompieron por dentro. Me pongo de cuclillas a su lado. Tomo su mano izquierda y la aprieto fuerte. Me corto, ella se corta, y la sangre empieza a correr. Somos cristales rotos. 

Gabriela tuvo que elegir. Hay un mundo en el que las mujeres tienen que elegir entre dejarse violar por siete hombres o desaparecer. No es una metáfora. Hablo de desaparición forzada.
—Te dicen, pue, que ya sabes lo que te toca. Dicen: “Si usted colabora, usted se devuelve o para Colombia o para Venezuela, para donde usted quiera, pero si usted no colabora, usted no vuelve a aparecer más”.
—¿Te dijeron eso?
—Sí.
—…
—Y entonces... Ahí te llevan a un lugar y tienes que estar con todos y cuando tú medio empiezas a gritar... Te sacan los cuchillos.
La voz le tiembla. Para tres segundos. Gabriela mira al suelo, inhala profundo y continúa. —Son lo más desechable, las personas más asquerosas… Y si tú no gritas mucho y colaboras y no los golpeas ni nada, y haces el sexo con ellos, ahí sí ellos te preguntan que si te vas a devolver o te vas a ir. Y te dicen que no puedes decir nada, que “piense en su familia”.
—¿Amenazaron a tu familia? —Sí… Eso le ha pasado a muchas mujeres, a muchas venezolanas.
—¿Esto pasa a diario, Gaby?
—Sí, ese día yo me salvé y como tres más. Pero hubo otras dos que las metieron más hacia adentro, allá bien adentro, y más nunca las hemos visto. No sé si las desaparecieron. Han desaparecido muchas mujeres en esa trocha.

***

El 19 de agosto de 2015, dos hombres motorizados dispararon hacia cuatro sujetos en San Antonio del Táchira, municipio limítrofe con Colombia. Los hombres, al parecer, ejecutaban un operativo anticontrabando cuando recibieron las balas de fusil. Todos murieron, y tres de ellos eran integrantes de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, la Fanb. Al día siguiente, Nicolás Maduro dijo: “Los atentados contra la Fanb se suman a una cadena de hechos contra el pueblo de la frontera tachirense y zuliana”. Y, en resumen, agregó que la inseguridad de estas zonas era culpa de la migración de paramilitares colombianos a Venezuela. Por lo que ordenó “tomar medidas extraordinarias” para acabar con “la peste paramilitar”. ¿Las medidas? Allanamientos, capturas, deportaciones, estado de excepción en cinco municipios fronterizos a partir del 21 y cierre de fronteras.

Tres días después, el 24 de agosto, las autoridades venezolanas presentaron los resultados de una de las mayores crisis diplomáticas entre la vecindad colombo-venezolana durante el último lustro: 1012 colombianos deportados y diez supuestos paramilitares capturados. Podría decirse, “Mucho ruido y pocas nueces”, pero el 27 del mismo mes, El Nuevo Herald publicó que las medidas del presidente Maduro eran castigo por las extradiciones que aprobó el presidente colombiano Juan Manuel Santos, a finales de julio y en agosto, de Gersaín Viáfara Mina y Óscar Hernando Giraldo Gómez, dos presuntos narcotraficantes que trabajarían con el Cartel de Los Soles, cartel de drogas venezolano que, se presume, lo operan militares de alto rango y dirigentes del chavismo. Nueces es lo que hubo en esas crisis.

En consecuencia, las medidas resultaron no extraordinarias sino extremas y ya van cinco años del cierre indefinido de fronteras del área metropolitana de Cúcuta. Y un lustro del cogobierno criminal que se instaló bajo esos puentes internacionales: variedad de estructuras criminales —doce identificadas, según Fundación Progresar— que se hicieron al control de los 52 pasos ilegales detectados por la policía en los 43 kilómetros fronterizos.

Desde allí controlan cinco rentas: narcotráfico, contrabando, armas, gasolina y, una de los más rentables, tráfico de personas, toda persona que cruce por esas trochas debe pagar veinticinco mil pesos —casi siete dólares— a los ilegales. Si es un hombre el que intenta el cruce y no tiene dinero, lo más probable es que lo golpeen, lo saqueen, pero le permiten volver; si es una mujer, no. La devoran. La someten a que una jauría de tipos armados la penetren so pena de desaparecer.

Y los casos se han ido acumulando: según el Instituto Nacional de Medicina Legal, 88 mujeres fueron reportadas como desaparecidas en el año 2015 en el área metropolitana de Cúcuta y 87 en 2016. El 2017 registró 78 casos y 2018, 70 desapariciones más. La estadística no diferencia si fue desaparición forzada o no. Pero las autoridades de esta entidad en Cúcuta fueron generosas con los datos y entregaron un reporte con información detallada de cada desaparición. En el reporte figuran los relatos de los denunciantes y se encuentran este tipo de testimonios: “Mi hija se iba a venir a mirar al hijo y a traernos mercado. Como a las 7 o 8 de la mañana, mi hija me llamó. Me dijo que la esperara en el puente de La Parada para que la ayudara a pasar las cosas que ella iba a traer, que llegaba más o menos a las 2 de la tarde al puente. Cuando me encontraba en el puente, como a las 2 de la tarde, me llegan dos mensajes al WhatsApp donde en un audio mi hija me dice: ‘Papá, me quitaron todo. Cuídeme al niño, le estoy mandando este mensaje porque tengo el celular escondido. Me llevan amarrada y no sé para dónde’. Eso fue lo último que me dijo, que la llevaban secuestrada y que no sabía para dónde. Desde ese momento no tenemos más conocimiento de mi hija, ya el celular suena apagado”.

Los relatos de los denunciantes son parecidos y en casi todos se lee que fue una “hija” la que no volvió a aparecer, a veces es una “hermana”.

En 2019, y según un informe de la Red Departamental de Defensores de Derechos Humanos (Corporeddeh), que se soporta en datos del Instituto de Medicina Legal y Policía del Área Metropolitana de Cúcuta, la cifra se precisó: ese año, el número de mujeres víctimas de “desaparición presuntamente forzada” fue 43.
Ciudad Juárez en Cúcuta.

***

Gabriela sigue tirada en el suelo, parece que toda fuerza la abandonó, y yo sigo sosteniendo su mano. Le digo que entiendo. Que conozco su dolor. Quiero decirle que sé de los hombres que usan las armas para someter los cuerpos. Que sé de esos que no ven una mujer sino un botín. El medio para transmitir el mensaje de terror. Quiero contarle que soy habitante del mismo infierno, pero no digo más. Solo la abrazo. Intento juntar los pedazos sabiendo que no están todos, que el resto quedó allá, donde las rompen, en la trocha.

Un camarero del hotel llega al pasillo donde estamos y, viéndola llorar en el suelo, pregunta: “¿Les falta mucho?”. Y un segundo después advierte: “Ya casi deben entregar el salón”. Y se queda ahí. Gabriela, desde el piso, lo mira con profundo desdén. Entonces se limpia las lágrimas con sus larguísimas uñas pintadas de rosa escarcha y dorado, se levanta y, cuando estoy segura de que va a responder con toda la rabia que tiene acumulada, dice: “Discúlpeme, señor. Fue mi culpa, yo demoré todo. Ya casi vamos a terminar. Por favor, regálenos un momento más. Le prometo que ya vamos a terminar”. El hombre la escucha, asiente, da media vuelta y se va.

Le digo que no tiene que hablarme si no quiere, ella responde que quiere.
—Gaby, ¿estás segura?
—Sí. Yo quiero que se sepa lo que pasa en esas trochas. De pronto una persona escucha y se salva.

Volvemos al salón. Retomo el testimonio de Verónica y, antes de iniciar de nuevo el diálogo, me muestra en detalle su brazo derecho y veo que está torcido. Le quedó así, cuenta, después de una golpiza con bolillo que le dio la policía antes de deportarla en un operativo de Migración.

—Ese día me agarró Migración. Yo no corrí. Yo estaba en el parque cuando vi que las muchachas empezaron a correr y a gritar “La Migra, la Migra. Viene la Migra”. Pero yo no corrí. Yo no estaba haciendo nada malo y tenía mi carnet fronterizo. Pensé, pue, “el que nada debe, nada teme”. Y nada: me vieron, se me vinieron y me agarraron. Me dieron muchos golpes… Me dañaron el brazo, mire como me lo dejaron… Me dejaron coágulos de sangre, me pusieron las costillas moradas y me montaron en el camión. De ahí me llevaron para el puente de Ureña, y no solamente a mí, a varias mujeres.
—¿Cuántas eran?
—Bueno, para decirte, eran como doscientas mujeres.
—¿Y qué pasó después?
—Ellos nos humillaban muy feo. Decían que nos iban a pasar para allá, que esto, que lo otro, hablaban palabras horribles. Que “qué hacen aquí”, que “váyanse para Venezuela”, que “ustedes no tienen nada que hacer aquí”. Ellos te echan orines, te tratan mal, pue, te humillan.
—Cuando dices “ellos”, ¿son quiénes?
—Migración.

***

Ilustración Elizabeth Builes

Es viernes, es mediodía, y al sitio al que voy a buscarlas es el parque Mercedes Ábrego, el lugar que concentra gran parte de la prostitución en Cúcuta y a la mayoría de migrantes víctimas de trata y explotación sexual. El mismo parque en el que capturaron, golpearon y le destrozaron el brazo a Verónica. Todas saben que voy a ir, pero cuando me ven llegar, huyen como huyen las palomas al acercarse repentinamente un peatón. Querían que fuera, querían mostrarme las condiciones en las que viven, las piezas en las que están hacinadas. Que viera a los tipos que las vigilan. Y, sobre todo, querían hacerme testigo, que tomara nota de cómo algunas de ellas ni siquiera pueden salir de los bares o inquilinatos que están obligadas a habitar. Que evidenciara la trata de personas. “Eso lo controlan las bandas”, dijeron después varias de ellas. Pero cuando me ven llegar, huyen.

Como estoy con un par de mujeres que conocen la zona, nos acercamos a saludar a unas chicas que venden tinto en un puestico improvisado sobre dos bancas en una calle lateral del parque. Estando ahí, una mujer se acerca e intentando disimular, dice: “Mira, no podemos hablar acá, ahí está la policía —efectivamente hay unos de agentes motorizados cerca— y si nos ven, nos vamos a meter en problemas. Acá ya todas estamos amenazadas”.

Acordamos irnos para un hotel, nosotras nos íbamos primero, ellas llegaban en taxi después. Y, antes de irnos, otra chica se acerca temerosa a una de mis acompañantes, la llama a un lado, sostienen un pequeño diálogo y, de pronto, hace un gesto de negación con la cabeza, da un giro y se va. Mi acompañante regresa y dice: “Lástima que no puedas escuchar su testimonio. Su historia es tremenda. Le expliqué, le dije que viniera al hotel, pero me dijo que no, que no podía. Estoy segura que le dio miedo. Lástima”.

Llegamos al hotel, conseguimos un salón, e iniciamos la jornada de entrevistas. Empezamos con Diana. De todas, es la que más ganas tiene de hablar. Y su relato va a coincidir horas después con el de Verónica.

—Migración es mala con nosotras las mujeres venezolanas, porque nos humillan mucho. Un día nos agarraron y nos llevaron a una cancha y nos echaron agua como si fuéramos animales. Ellos tienen una celda donde a veces nos agarran y nos meten todo el día. La gente pasa en las motos, pasa en busetas, y nos ve. Muchas personas nos escupen, nos tiran conchas de fruta, nos dicen: “Venecas, váyanse para su país”. Y ellos ahí, riéndose de nosotras.
—¿A eso las expone Migración?
—Para mí es Migración, porque nos tienen ahí por lo menos desde las ocho de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde, ahí en esa broma ahí, y después viene el camión y nos lleva.

“La celda” es un cerco que las autoridades hicieron con seis vallas de la policía —dos en cada costado y una en cada cabecera—, de esas metálicas que se ven en los estadios, las pusieron en plena calle y a menos de media cuadra del parque Mercedes Ábrego. Un recordatorio constante. Y aunque la prostitución no es delito —por lo menos no en Colombia—, suelen encerrar ahí a las mujeres que se dedican a este oficio, especialmente si son migrantes. El escarnio depende del temperamento policial. “Nos pegan con un palo. Nos esposan... Nos gritan... Nos exponen para que las otras personas se rían de nosotros, nos graben”, agrega Diana con voz quebrada.
—¿En algún momento han puesto denuncias?
—No. Será que nos da como miedo. Y también porque ellos (los policías) dicen que no tenemos derechos porque somos venezolanas. Un día le dije a uno: “Yo tengo que trabajar porque tengo mi hijo, yo tengo que darle de comer” y él me dijo: “De malas, yo no tengo hijo. Tú no eres familia mía y si yo quiero, te puedo partir una pierna y no pasa nada”. Me lo dijo delante de otras compañeras.

Una de las chicas, antes de las entrevistas, dijo que, sin llevar mucho de electo, Jairo Yáñez, el nuevo alcalde de Cúcuta —“el hombre del cambio”—, estuvo visitando el parque Mercedes Ábrego y fue testigo del encierro de las mujeres en esas “celdas”. Le pregunto a Diana si sabe de eso.
—Sí, porque yo estuve cerca al parque Mercedes ese día. Nos detuvieron los policías desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde en la celda que le comenté ahorita, y el alcalde vio que estábamos ahí metidas y él apoyó eso. Él dijo que ese no era sitio para prostitución, e incluso dijo que sí, que podían dejar esas celdas ahí. Todavía están ahí.
—O sea, el alcalde permitió que a ustedes…
—Permitió que a nosotras nos metieran ahí.
—¿Pero escuchaste cuando él dijo que esto no era sitio para prostitución y que podían dejar las c...
—Sí, y que iban a hacer “limpieza”, que no iban a dejar más mujeres ahí.

***

Estamos en la mitad del testimonio de Diana y acabo de preguntarle si le han ofrecido trabajar fuera de la ciudad. Ella responde que sí pero le da miedo.
—Conozco unas compañeras que les ofrecieron trabajo pero lejos de aquí, les ofrecieron muchas comodidades, e incluso les dijeron que no iban a pagar pasaje. Y cuando llegan allá es todo lo contrario, tienen que pagar el pasaje, tienen que pagar el viático, les ponen unas multas. En fin, nunca dejan de pagar el dinero para nunca poder salir.
—¿Y allá es dónde?
—Me contaron que era Bucaramanga, en un pueblo.

En los relatos que recoge el reporte de Medicina Legal, el documento generoso con los datos, varias denuncias de desaparición se repiten: mujeres a las que les ofrecen un trabajo fuera de Cúcuta —para cuidar niños, para cuidar ancianos, cocinar o ser guías turísticas—. Y los destinos a los que parten también coinciden: Arauca, Puerto Santander, Bucaramanga y, desde esta última, pasan casi siempre hacia Santa Marta. Las chicas desaparecidas responden al mismo patrón: los primeros días tienen diálogo con sus familias por WhatsApp y de repente dejan de responder, bloquean los contactos o desactivan los números. Lo mismo ocurre en Facebook, que es por donde la mayoría de los familiares denunciantes intentan rastrearlas: bloquean, no vuelven a contestar, no vuelven a aparecer.

En medio de su testimonio unos golpes a la puerta del salón nos sobresaltan. Una de las chicas abre y un camarero asoma la cabeza y hace señas para que salga. Lo hago acompañada de una de las mujeres de la organización social que me está colaborando. Y ya en el pasillo, el hombre dice que hay una muchacha en la calle que está preguntando por nosotras, “las periodistas”. Nos asustamos. Absolutamente nadie sabe que estamos ahí. Entonces nos asomamos por el ventanal, desde el tercer piso del hotel, y vemos que en la calle aguarda la chica que, casi una hora atrás, le había dicho a mi compañera que no, que no podía venir.
—¿Y eso?
—No sé. Se decidió a venir.
—¿Pero tú le alcanzaste a decir en qué hotel íbamos a estar?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Gabriela.

***

Las trochas más peligrosas quedan en dos sectores: las que conectan a San Antonio del Táchira con La Parada, sector de Villa del Rosario, municipio del área metropolitana de Cúcuta; y las que conectan al municipio venezolano de Ureña directamente con un barrio cucuteño llamado El Escobal.

Todas dicen que es más peligroso este último, por eso prefieren entrar a Colombia por San Antonio. En una de las trochas de Ureña, siete hombres violaron a Gabriela.
—No te hacen todas las cochinadas de una. Ellos esperan a que pasen varias mujeres y van acumulando unas, y te dejan ahí, te dicen que esperes ahí. Y ya en la tarde, unos hombres caratapada vienen con unos cuchillos y te llevan. Lo meten a uno bien adentro de la trocha, como en el monte. Y ahí es donde le dicen a uno que si uno no colabora, no vuelve a aparecer.
Verónica también mencionó a los “caratapada”, dijo que el día que estaban violando a la mujer que gritaba auxilio, ella los vio.
—Yo me asomé por encima del puente y los vi, estaban ahí abajo, como escondidos en unos matorrales. Eran varios.
También mencionó que les vio unos cuchillos. Y luego dijo que los vio hablando con la policía.
—¿Policía colombiana o venezolana?
—Las dos. Por eso digo que eso es como un negocio. Ese día yo vi guardias venezolanos y policías colombianos hablando con esos hombres.
—¿Tú crees que Migración y las autoridades saben que a las mujeres las violan ahí?
—Sí, yo digo que sí, porque eso es negocio, porque lo que yo vi ahí, en ese momento, es negocio. Yo le temo mucho a Migración.
—¿Vives con miedo?
—Sí. Yo me paro todos los días y le pido a Dios un día más.
—¿Pero tú piensas que en cualquier momento puedes morir por estar acá, haciendo esto?
—Sí, mami, sí. Porque yo tenía unas amigas y ellas se fueron para un sitio, se las llevaron para un negocio. Yo le dije a una que no se fuera a ir y ella me dijo, “Yo me voy a ir porque yo tengo tres niños en Venezuela, tengo que mandarles comida, las cosas, los remedios”, y se fue. Y nunca llegó. A los días me enteré que la desaparecieron, y no supe más nada de ella.
—¿La conociste acá?
—Sí, en el trabajo, en el parque Mercedes. Ella se fue por su propia voluntad, pue. Le pagaron su pasaje, de todo, que le iban a dar desayuno, almuerzo y cena, que iba a salir los lunes a ver sus hijos, su broma, su cuestión. Los primeros días yo tenía contacto con ella del teléfono de una amiga de ella, ella decía que no podía tener teléfono porque supuestamente el dueño, el jefe, no permitía. Me escribía desde números diferentes y me decía: “Yo estoy bien, tranquila, yo estoy bien”. Y siempre me decía lo mismo: que estaba chévere, tranquila. Hasta que me enteré que ella se quería escapar, pero no se pudo escapar y la desaparecieron.
—¿Y en dónde la tenían?
—Mira, ella no me supo decir nada, no me dijo. Me decía: “Mira, no puedo hablar mucho”.
—¿Y quién te dijo que la habían desaparecido?
—Otra muchacha que sí se pudo escapar, que también estaba con ella. Ella se pudo escapar y llegó golpeada, llegó morada, rasguñada, hasta apuñalada y todo. Llegó así al parque Mercedes. Desnuda, descalza, cortada. Ella sí se pudo escapar, pero la otra muchacha no.
—¿Y la que se escapó está viva?
—Sí, gracias a Dios ya está en Venezuela, ella quedó... De verdad, ella quedó como en shock.

***

Colombia es un país en el que la trata parece invisible. La legislación es flexible y, por lo mismo, las autoridades no siempre tienen claro cuándo se configura el delito.

A la trata la caracterizan cuatro verbos rectores: captar, trasladar, acoger o recibir a una persona, dentro del territorio nacional o hacia el exterior, con fines de explotación. Es decir, la trata significa comercio. Como lo explica Liliana Forero Montoya, consultora en temas de violencia sexual: “Tratar es comerciar. Se suele confundir con secuestrar, con estafar, engañar a una persona para algo, pero no. La trata es simplemente captar a una persona, es decir, invitarla a una forma de explotación. Trasladarla o acogerla con el mismo fin. Y existen diferentes formas de explotación: sexual, laboral, extracción de órganos, explotación de mendicidad ajena. El delito de trata se crea a nivel internacional para evitar que los seres humanos sean tratados como mercancía”. Pero lo que parece tan claro bajo las palabras de Forero, no lo es para quien está obligado a prevenir. Las autoridades, en especial en la frontera, parecen no entender que solo se requiere incurrir en un verbo rector para que se configure el delito.

El mercado ilegal que está tomando fuerza en la frontera colombo-venezolana es la trata de personas con fines de explotación sexual, y las migrantes venezolanas son las principales víctimas.

A finales de 2019, el gobierno reveló que ya eran 615 casos de este delito cometidos en los últimos seis años y entre los lugares más afectados no figuró la frontera. Las alarmas se prendieron fue en Valle del Cauca, Antioquia y Bogotá. Forero explica que esto ocurre “porque ahí están los principales aeropuertos internacionales. Colombia es un país negacionista de la trata, visibiliza aquellas víctimas que ya detectaron en el exterior, que llegan a Colombia y aquí empieza la ruta de atención, que está pensada solo para víctimas colombianas que fueron tratadas en el exterior. Pero no ve la trata interna, mucho menos la trata de personas migrantes que entran por las diferentes fronteras”.

Para abril de 2019, según un informe que difundió el Banco Mundial, 3,7 millones de personas habían abandonado Venezuela y de estas, un millón doscientas mil estaban en territorio colombiano. Las migrantes huyen para salvar la vida y en Colombia terminan encontrando la muerte: las violan, las maltratan, algunas caen en una red de trata y, una vez las utilizan, las desaparecen o asesinan; grupos armados e integrantes de las autoridades hicieron de ellas un botín.

***

Ilustración Elizabeth Builes

Ya es de noche. Algunas ya se han ido en taxi y a las que quedan me ofrezco a llevarlas de regreso al parque, todas viven en ese sector. Aceptan el aventón pero me advierten que debo dejarlas bajar del carro una calle antes de llegar. Me recuerdan que no las pueden ver conmigo. Les digo que debo hacer unas tomas de video nocturnas del parque, les pregunto que si eso no las mete en problemas. Me dicen que no pasa nada desde que no me dirija a ellas. Que las tengo que ignorar.

Llegamos al parque Mercedes Ábrego o, bueno, a una cuadra antes del parque y se bajan y se dispersan. Y ya en el centro de la plazoleta, quince minutos después de separarnos y mientras grabo, veo a Gabriela alejarse. Supongo que está cansada y se quiere ir a dormir.

De pronto, un carro negro desacelera cuando la ve y se le hace a un lado. Algo le dice el conductor, ella ladea un poco la cabeza para escuchar y luego levanta un brazo y señala alguna dirección frente ella. Sigue caminando pero el carro no se va. Se le ve cansada. Lloró todo el día. Escupió, con asco y con furia, la historia de su violación. El conductor insiste. Entonces ella frena el paso, inhala profundo, se voltea del todo hacia el piloto y, doblando su cuerpo hasta posar sus codos en la ventanilla del conductor, sostiene una conversación. No sé qué hablaron, fue rápido. Gabriela se levanta, el carro permanece quieto, ella lo bordea pasando por el frente y llega hasta la puerta del copiloto. Parece que toma la manija y que va a abrir, pero antes de abrir la puerta mira hacia su derecha, mira hacia su izquierda y, por último, posa su mirada al frente, hacia el parque, que es donde estamos nosotros. La observo y siento que ella también me observa, después me doy cuenta de que no es así. Gabriela solo busca un par de ojos amigos que sirvan de testigos de lo que está a punto de hacer, que la vean por última vez. Abre la puerta, se monta en el carro y se van.

¿Qué dirán de Gabriela si un día aparece muerta?
Al menos yo diré que era buena, que intentó sobrevivir en un camino brutal. UC