Señorita, pero no doncella
Felipe Osorio Vergara. Fotografías del Archivo Histórico Judicial de Medellín
Si alguno engañare a una doncella
que no fuere desposada,
y durmiere con ella,
deberá dotarla y tomarla por mujer.
Éxodo 22:16.
Los gritos de dolor rompieron el silencio que reinaba en la casa solariega del barrio Mesa Jaramillo, al oriente de la plaza central de Envigado. María de los Ángeles Londoño sentía una humedad cada vez mayor que corría entre sus piernas. Sabía qué le ocurría. Su vástago, el hijo de la deshonra, se abría paso en su útero. Pidió ayuda. Sus padres acudieron sin vacilación al consultorio del doctor Samuel Meza y Posada, quien asistió el parto de la señorita Londoño, cuyo único pecado era precisamente ese, ser señorita, pero no doncella.
María de los Ángeles Londoño Zapata llegó al mundo cuando Medellín era habitada por setenta mil almas, y aún había quienes insistían en anteponerle el epíteto religioso de Villa de Nuestra Señora de la Candelaria. Era hija legítima de Juan Nepomuceno Londoño y María Felisa Zapata, quienes tuvieron a su descendiente en el por entonces corregimiento de El Poblado, el martes 9 de agosto de 1910, dos días después de la posesión en la presidencia de su paisano, el republicano Carlos E. Restrepo.
María de los Ángeles, a quien cariñosamente conocían como Ángela, fue bautizada al día siguiente de su alumbramiento en la recién construida iglesia de San José de El Poblado, como era la costumbre por aquellos tiempos de inicio de siglo. Nació en el seno de una familia de “baja posición social” pero “honorable y de conducta intachable”. Se crio en el mismo corregimiento que la vio nacer, y que desde los años veinte del siglo veinte se conectaba con el Centro de la ciudad por un tranvía eléctrico, y por el Ferrocarril de Antioquia, que tenía una estación contigua a alguno de los meandros que otrora hacía el río Medellín por el valle. Aquel caserío estaba conformado por pequeñas parcelas de agricultores y ganaderos, y mayoritariamente por fincas de recreo de la élite de Medellín que, aunque residía en lujosas casonas en el barrio Prado, acostumbraba dar paseos los fines de semana a sus casas de campo en esa zona al suroriente de la ciudad.
Precisamente fue en una de estas fincas de recreo, en la Monterrey, propiedad de Luis Olarte y Laurete de Olarte, que la señorita Londoño se vinculó al mundo laboral como dentrodera a la edad de veintitrés años. Su trabajo era tomado por oficio doméstico, dedicado al arreglo del interior de las casas, bien distinto a las encargadas de la cocina y el lavado de la ropa. No se sabe cómo se conoció con Jesús Antonio Montoya, pero al ser este nacido y criado en El Poblado, y haber trabajado con varias familias acaudaladas del sector, es muy probable que vivieran cerca o se hubieran conocido en Monterrey. Entre ellos se forjó una relación muy cercana. Para la época, Montoya tendría diecisiete o dieciocho años y, a pesar de ser menor, le prometió a la señorita Londoño unirse con ella bajo el sacramento del matrimonio debido al mucho amor que decía tenerle. La promesa coincidió con el tiempo en que ella comenzó a laborar en la casa de campo de los Olarte. Desde el principio, Cantono, como era conocido Montoya, hacía manifestaciones a Londoño para que esta se le entregara carnalmente, con el compromiso de que se casaría con ella.
Entre las gentes de El Poblado se sabía que “la Londoño” estaba ennoviada con Cantono, pero nadie dudaba de las buenas costumbres morales de la señorita. De hecho, los trabajadores de Monterrey, al igual que los tres novios que tuvo Ángela antes de Montoya, eran enfáticos en declarar su buena conducta moral. Montoya, por su parte, había estudiado hasta primaria en una escuela del corregimiento y era chofer, oficio bien pago en un momento en el que Medellín tenía solo 5807 carros.
La finca Monterrey tenía extensas áreas verdes que cubrían el sector entre el río Medellín y el camino nortesur contiguo al parque principal de El Poblado. Un día de octubre de 1940, el mes más frío y lluvioso del año para el valle de Aburrá, en una manga contigua a la casa de los Olarte, la señorita Londoño perdió lo que más atesoraban las mujeres de esa Medellín conservadora y mojigata: la virginidad. Puede inferirse que la hierba estaba húmeda, bien por las lluvias de temporada, bien por la niebla o el rocío de la noche o la madrugada. Si Cantono fue caballeroso debió extender su saco como un lecho para ambos, y allí, a media luz, los amantes consumaron su deseo. Por el temor a ser descubiertos y tachados de inmorales, lujuriosos o fornicarios, el tiempo para el “gustico” no fue muy largo.
Materializar el amor en un potrero demuestra que no había otro espacio más íntimo en donde pudieran estar juntos, pues la estricta vigilancia paterna y eclesiástica se colaba a la esfera de lo privado. La descripción del acto carnal es escueta. Es como si el mero recuerdo del rompimiento del himen agravara la culpa y la deshonra que sentía la señorita Londoño. “Montoya logró hacerme suya en la forma carnal por sus muchas súplicas y por el amor que decía profesarme, a la vez que con el compromiso de celebrar matrimonio a la mayor brevedad”, declaró catorce meses después ante el inspector de policía de El Poblado.
Ángela no solo se le entregó por vez primera en aquella manga, también permitió que él gozara de su cuerpo en varias ocasiones. Producto de esto, ella quedó embarazada y fue despedida de la casa de los Olarte. El 15 de agosto de 1940, a la edad de treinta años recién cumplidos, la señorita Londoño dio a luz a un varoncito en su casa. Para ese momento había cambiado su domicilio de El Poblado hacia la calle 19, cerca de la estatua de Cristo Rey, en el vecino municipio de Envigado. El parto fue más difícil de lo normal; fue distócico: la pelvis de ella era muy estrecha como para permitir la salida natural del bebé. El alumbramiento tuvo que ser atendido por un médico, quien después certificaría su maternidad. La señorita tardó unos días en recuperarse, como cuentan las vecinas que atestiguaron en su caso.
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En su denuncia, Londoño afirma tener dieciocho años,
cuando en realidad tenía treinta. Tanto la partida de bautizo
como los testimonios del caso dan cuenta de que nació en 1910.
La denuncia
“El que obtenga el acceso carnal a una mujer mayor de catorce años, empleando al efecto maniobras engañosas o supercherías de cualquier género, o seduciéndola mediante promesa formal de matrimonio, está sujeto a la pena de uno a seis años de prisión”. Artículo 320. Código Penal de 1936.
María de los Ángeles Londoño compareció en noviembre 12 de 1940 ante el inspector de El Poblado para denunciar por seducción a Jesús Montoya y para ser reparada por los perjuicios que él le había causado a su honra.
Una fórmula popular para explicar el significado del delito de seducción era: prometer para meter y luego de metido, no cumplir lo prometido. Frase que resumía la situación que atravesaba Londoño, pues después de una promesa de matrimonio hecha siete años atrás, entregarse carnalmente a él, e incluso haber dado a luz a un niño, Montoya no había cumplido su promesa de llevarla al altar. Por esto, ratificó su denuncia el 13 de enero de 1941, dando inicio a la investigación contra Cantono. Allegó como elementos materiales probatorios dos cartas firmadas por él y pidió que rindieran testimonio tres personas para dar cuenta de sus buenas costumbres y honra. Testigos que después coincidirían en la buena conducta moral de ella.
La investigación
En el interrogatorio Montoya desconoció la promesa hecha a “la Londoño”, pero aceptó que había tenido trato carnal con ella. Entre otras cosas, afirmó que las dos cartas fechadas en 22 de mayo de 1939 y 18 de noviembre de 1940 eran de su puño y letra. Rechazó la paternidad del hijo de la señorita y aseguró que ella había tenido relaciones íntimas con otros hombres, aunque en una de las cartas él escribió: “También me dices que niego ese angelito siendo que él no tiene la culpa de pagar lo que nosotros hicimos, no es que llo (sic) lo niegue, pero tampoco estoy en el deber de contar lo que he hecho contigo”.
Cantono nombró a Rafael Velásquez Montoya como apoderado, y este pidió la declaración de nueve testigos, cinco de los cuales reconocieron la buena conducta moral de la señorita Londoño, pero aceptaron que había tenido varios novios. Dos afirmaron no saber nada. Dos testimoniaron contra ella, una de las cuales resultó ser prima hermana del acusado: “La Londoño es demasiado confianzuda con los hombres y tiene muy mala fama en cuanto a la moral (…) no se maneja bien”. Otro, quien era albañil de El Poblado, afirmó: “De la conducta moral de la Londoño solo decir que desde hace unos doce años se habla mal de ella entre las gentes”.
En las pesquisas fue posible determinar que desde 1937 Cantono se encontraba comprometido con Ligia Agudelo.
Concepto final
El 30 de julio de 1942, el Juzgado Primero Superior de Medellín sobreseyó el caso, toda vez que “no hay prueba de maniobras engañosas ni de promesa formal de matrimonio”. Y, además de esto, emitió su concepto sobre la actuación de la señorita: “María de los Ángeles Londoño está sufriendo las consecuencias de sus propios y voluntarios actos, y no tiene derecho a quejarse porque solamente se le dio gusto, quitándole una virginidad que le pesaba”. Luego el concepto del juez se amplió y afirmó que: “Estos denuncios por estupro están de moda porque son como un alivio para las madres solteras que buscan una justificación de sus actos y más frecuentemente una buena remuneración por servicios que en realidad no prestaron, sino que recibieron. En buen romance se llama esto ambición acompañada de ingratitud”.
En la sentencia del juez se entrevé su postura a favor del hombre en detrimento de la mujer. Jesús Antonio Montoya no fue condenado y al momento del sobreseimiento seguía comprometido con la señorita Ligia Agudelo. María de los Ángeles Londoño, por su parte, tuvo que cargar el peso del deshonor de ser una madre soltera. Si antes de la denuncia estaba “viviendo un infierno”, como en la carta fechada el sábado 16 de noviembre de 1940 se lo había hecho saber a Cantono, después de la sentencia el infierno se hizo más grande, ahora hasta la misma justicia, en representación de la República de Colombia, le había dado la espalda. Estaba sola, con un hijo de casi dos años y con su honor y reputación al traste por el simple hecho de no estar casada y haber perdido la virginidad. Era señorita, pero no doncella.
Fragmentos de las cartas escritas por Jesús Antonio Montoya.