A la casa de los caimanes silenciosos
Julio César Duque Cardona. Ilustraciones Cachorro
Animales, foresta, piedras y humanos, en las notas de un viajero por el Guaviare durante un encuentro Nacional de Caminantes. La selva y el río susurran apenas el peligro de bocas filudas y hambrientas.
Para atrapar un cocodrilo hay que cazar primero la carnada.
¿Viajar solo o acompañado? Siendo joven viajé solo, uno se mueve según el viento. Luego con la familia, según el contento de la compañía. Esta vez calculé mal las vacaciones y tuve que salir a pasear a San José del Guaviare sin mi esposa, pero con setenta extraños.
Setenta personas paseando juntas provocan que todo esté “fuera de control”, con esperas e ineficiencias por todo el camino. Por ejemplo, en la salida una viajera se durmió y llegó tarde al aeropuerto, cuando el avión, con los primeros treinta acompañantes, había cerrado las puertas. Tuvo que comprar tiquete en horario posterior y nosotros, que éramos los últimos en salir, tuvimos que esperarla más de una hora en Bogotá. A muchos les dio rabia: “El colmo del descaro”, “gente descuidada”. Mejor que yo no la conozca, igual cualquiera se duerme. Más a mi edad.
Por ahorrarse unos pesos los organizadores del viaje enviaron a unos con tiquetes sin equipaje incluido, y amarraron las maletas de dos pasajeros en un solo paquete, para hacer una que no pesara más de veintitrés kilos. Pero las maletas se “desamarraron” en la bodega del avión. Los empleados las tiran a la bodega sin contemplación y, obvio, se embolató una; otra hora perdida hasta que la encontraron.
Desde la capital rumbo al profundo sur. Como la vía al Llano estaba cerrada nos tocó dar la vuelta por Boyacá, valle de Tenza, Sisga, la antigua carretera del proyecto hidroeléctrico Chivor. Hoy es una trocha con miles de huecos nunca reparados. Quince horas para llegar al Guaviare por vías alternas, cuando se calcularon solo nueve desde Bogotá.
El valle de Tenza es precioso, con sus montañas redondas y miles de sembrados de diferentes colores. Pasamos al frente de la montaña donde está la mina de esmeraldas de Somondoco, paisaje de recientes crímenes por la piedra. Un pueblo de calles desoladas donde la muerte camina con total libertad. Nos bajamos del bus a comer una arepa redonda, tostada y llena de queso. Nadie en la calle. Comí una, luego pedí dos, pero me acordé de que estoy solo. Llevamos dos horas de atraso por culpa de una dormilona que no quiero conocer y vamos a ajustar muchas más. Comienza mi aventura por el sur violento, el país de los cocodrilos, chigüiros, cerdos salvajes y exguerrilleros desempleados.
Miércoles
Llegamos a las cuatro de la mañana a San José del Guaviare y a las seis salimos de caminada para Cerro Azul, llamado también “la puerta del Chiribiquete”. Es una piedra de unos cincuenta metros de alto y setenta de ancho, redonda, con árboles encima, llena de figuras pintadas por nuestros antepasados hace doce mil años. La piedra tiene debajo una cueva de cien metros de largo y algo más de uno con cincuenta de alto, por donde pasé sin agacharme mucho. Bueno, yo no era el único. Había una muchacha más pequeña. No era amiga de nadie y se me hizo al lado para aprovechar mi linterna. Resultó que el sueño de esa muchacha fue el que nos hizo atrasar. Nadie quería hacer amistad con ella. Yo la puse en mi grupo de cercanos. Hasta creyeron que era mi hija.
En los dibujos sobre la piedra descubrí que la atarraya, arma sin arpones usada por mi papá en los años de pesca en el río Cauca, fue utilizada por nuestros milenarios antepasados, que la pintaron lanzándola al río, extendida y con los peces capturados. Puro surrealismo. También pintaron los telares, la adoración a La Danta, animal deificado; veinte hombres llevan un inmenso madero sobre sus hombros. Otros muchos hacen la adoración a sus dioses con la fogata al frente.
En la esquina de la piedra observo con sorpresa la infidelidad o la poligamia dibujadas: la mujer en embarazo que lleva de la mano a sus dos hijos, mientras el indio, con el pene erecto, trata de fecundar a otra india que está al lado.
Pregunté por qué parte de la piedra está cubierta con una pintura rojiza. El arqueólogo me felicitó por la pregunta, casi nadie la hace: los incas invadieron el territorio de los huitotos, varios milenios después de que ellos comenzaran a pintar su cotidianidad en la piedra. Entonces, para no develar los secretos de su nacionalidad, los avasallados repintaban las piedras para ocultar a sus enemigos la información estratégica. Debajo de aquella pintura pueden verse insectos, rutas de un tesoro, el interior de una fruta, las pepas de la guanábana, la identificación de un sagrario, señales del camino. También ocultan a sus enemigos la forma de hacer fuego, secreto nacional huitoto. Me llené de razones para llorar de felicidad.
Pero Cerro Azul es un lugar abandonado por nuestras autoridades. Lo “cuidó” la guerrilla por cincuenta años. Y yo no quiero agradecerle nada a la guerrilla. Pero debo ser honesto con mi crónica. A eso vine por aquí, a conocer alguna verdad que me explicara más profundo la violencia.
Una señora mayor unta su dedo con saliva y trata de obtener un poco de la pintura que ha estado allí por doce mil años. Una joven se sube por una liana que está pegada de la piedra para que el novio le tome una foto. Alguien imagina sacar una laja de la piedra para venderla en el mercado negro y el arqueólogo pide no repetir ese tipo de propuestas. No hay policía ni ejército ni alguien que cuide esta inmensa joya nacional. Al rato veo a un guía campesino orinando sobre la base de la piedra. No tuve reparo en regañarlo. Me contestó que sus riñones eran más importantes. Le puse la queja al arqueólogo. Este regañó al guía públicamente, cuando yo lo había denunciado en privado. Qué tal que el guía fuera un exguerrillero, pensé, o un paramilitar que tomara venganza unos metros más adelante. Pero así soy de metepatas. La otra vez iba a denunciar a un vicepresidente y a un general de la República que posaron un helicóptero en Ciudad Perdida y estaban paseando con más de veinte personas de su familia de cuenta del erario público, mientras nosotros habíamos subido cuatro días a pie. Un tiempo después el general resultó acusado de paramilitar y el vice fue nombrado embajador. ¡Qué peligro ser tan iluso!
No sé, pero intuyo que en pocos años no tendremos Cerro Azul por culpa del turismo irresponsable.
Luego fuimos a un cristalizadero de pasta de coca que la policía había quemado hacía dos años. Como se quedó sin trabajo, el dueño aprovechó e hizo una finca integral y ecológica para “educación” de los turistas. En su finca tenía cerdos “salvajes”, chigüiros domesticados, loras verdes, hermosos papagayos con garras tan grandes como mis dedos. A la gente le gusta tomarse fotos con animales capturados, a mí me parece execrable. ¿Pero qué hace uno? Aguantar, éramos la mitad de setenta. Le pregunté aparte al campesino si la policía ambiental no le suspendía el negocio por las capturas de animales salvajes. Se rio. “¿Policía aquí? No vienen ni los caimanes…”, me dijo. A alguien le dicen aquí Caimán y estamos cerca de su casa.
El hombre nos cuenta cómo entró la policía a su parcela y quemó la estructura de su laboratorio. Y más tarde, con exceso de detalles, nos capacita sobre cómo se hace la pasta de coca, desde la recolección, montado sobre el tallo de la planta para retirar la hoja con movimientos fuertes de las manos, el remojado en gasolina, pasando por el “salado”, o sea la cocción lenta del cemento, los ácidos que se le sueltan a la hoja y, por último, la acetona para cristalizarlo. Después de toda la explicación, que no me parecía muy útil, nos pregunta: “¿En lo poco que ustedes han estado aquí, han visto drogadictos en San José?”. No habíamos tenido tiempo de mirar, pero nos dijo: “Y no los verán, porque nosotros los campesinos, al ver todas las cochinadas que le echamos a la hoja de coca, de ninguna manera consumimos este veneno”. Lección aprendida.
Nos habló de las historias del negocio: cuando reinaba Pablo Escobar, pagaba a 180 pesos el gramo de pasta. Y quien ofreciera más era hombre muerto. Luego de morir Escobar, llegaron los narcotraficantes en negocios individuales a comprar pasta de coca y el precio subió a tres mil pesos el gramo. Llegó una verdadera bonanza campesina. Y cuando estaban en el pico de la demanda, llegaron las Farc y regularon el precio a balazos, el que pagara más de dos mil pesos por un gramo de coca era hombre ajusticiado por los justicieros.
Luego comimos un sancocho campesino en una finca. Nos atendieron unas mujeres muy amables. Pero sobre las paredes de aquella casa se exhibían las pieles de cinco tigres, pieles desde la más grande a la más pequeña, por lo que concluí, sin mucha imaginación, que mataron a una familia entera de fieras. Sufrí en silencio viendo las pieles: yo le estaba colaborando a los asesinos de tigres. No se ven pieles de cocodrilo por aquí y le pregunté a la dueña de casa: “¿Se cazan cocodrilos por aquí?”, “Sí, los del río Guaviare son pequeños y su piel es cara. No se meta sin protección al río. Los grandes cocodrilos están en la selva, lejos de aquí…”. Alguien de la familia soltó la carcajada y remató: “Para matar un caimán hay que estar armado. Y es mejor no andar armado por aquí”.
He comido las sopas de varios continentes, pero nada mejor que la sopa de plátano y yuca que comí en aquella finca de cazadores de tigres a una hora al sur de San José del Guaviare.
De vuelta a San José unos se fueron a recuperar algo de sueño. Yo caminé al parque de San José a ver bailar a los llaneros. Luego volví al hotel a escribir mi diario. Hoy es miércoles, debí ir al taller de escritores, pero aquí me siento bien, sin obligaciones, conociendo el mundo que se me escondió por 35 años de trabajo de oficina. Soy un privilegiado que escribe en el poco tiempo que le deja el ocio.
Jueves
Amanecimos con la noticia de que alguien había ordenado cerrar Cerro Azul y que no se programarían más visitas a la piedra. Quise saber quién había ordenado cerrarla: “Alguien”, me contestó el guía. “Por aquí es mejor no hacer muchas preguntas, amigo”. Algún caimán impone el silencio de sus dientes de metal.
Inmensidad y sabor. No es por lo inmenso como tal, sino por lo solitario de 130 000 personas conviviendo en un territorio casi tan grande como Antioquia. Un repaso a la plaza de mercado muestra que producen plátanos y yucas, plátanos y yucas y plátanos y yucas. Una papa es un sinónimo de distinción en la sopa. Y parece que en el Guaviare solo los ricos comieran ensalada. Pero lo que más me asombra es la magnitud de estas soledades. El río Guaviare, tan ancho como el Cauca, inundó las vegas este año y muchas fincas están con el agua más arriba del cuello de un hombre mediano. “Junio y julio son terribles. Y en mayo el Guaviare estaba seco”, me dijo un vendedor de plátanos. Desconsuelo, negocios inundados, pérdida de cosechas. “Y nos falta un mes”, completó un vendedor de maracuyás. También se produce el limón mandarino y se engorda ganado. Las vacas del Guaviare son hermosas con estos pastizales, limpias, mimadas. Las vaquerías han tumbado el monte.
La gente aquí es pequeña como yo. Aquí no me miran raro; no soy enano, soy un descendiente de indios. No fui a caminar hoy y aproveché y para ir a la plaza a conversar con la gente. Son amables, pero evitan ciertas conversaciones. Y cocinan las sopas más deliciosas del mundo. Y no es una exageración.
El cocodrilo que ordena silencio se manifiesta. Fuimos a una finca ecológica en la que nos llevarían a un paseo de ocho kilómetros por la selva. Es una finca de ochenta hectáreas que adquirió un soñador en los años setenta. Sus herederos administran el lugar, cinco hectáreas de cultivos y un excelente parador turístico con restaurante y piscinas. Las hectáreas restantes son selva pura.
Para la caminata partieron el grupo de visitantes en dos. El guía de mi grupo era un hombre alto, mandón, con botas militares y, según él, experto en supervivencia. Diez estrictas reglas nos impone antes de salir, sin dejar espacio a las chanzas o los comentarios. Nos pide orinar los árboles “para nitrogenarlos” como lo hacen los perros. Cero plásticos, cero celulares, fila en el camino, con apenas tres metros de distancia entre personas; hasta para preguntar había que levantar la mano.
En la selva y sin testigos, el tipo nos explica qué pasaba antes de la firma de los acuerdos de paz: el campesino vivía en su finca y allí llegaban unos hombres a quitarle sus animales, su gallina, a ponerlos a su servicio, y nos muestra cómo ponen el fusil en la nuca de los desplazados. El hombre sabe cómo se pone un arma en la nuca. Nos habla de las muertes y de los desaparecidos, comienza a decir unas verdades que parecían acercarse a la realidad de una zona dominada por colonos armados en defensa de sus propiedades. A la media hora de caminar llegan por él unos hombres que le piden conversar un poco más adelante. Nos deja solos en el monte. Se lo llevan a una arboleda y discuten no sé qué, mueven las manos, lo cercan. Me separé un poco del grupo para observar el diálogo, aunque no podía oírlo. Nos pican los mosquitos y la gente comienza a preguntar qué pasa entre el follaje. No seríamos capaces de salir solos de allí. Hubo propuestas de seguir. Me niego. Al rato el tipo vuelve evidentemente congestionado y nos guía hacia la finca de una manera desordenada, incumpliendo varias veces las estrictas reglas que nos había impuesto. No volvió a hablar de los sucesos de la guerra y de cómo esta se había manifestado en el territorio.
Por la noche fuimos a una reserva indígena, tucanos occidentales. Son 87 familias (cuatrocientas personas) en un resguardo de 302 hectáreas. Fueron reconocidos en 1987 con escritura pública otorgada por el gobierno. La comunidad está dentro de San José del Guaviare, y se sienten copados por los ruidos crecientes de la ciudad. Nos invitaron a comer pescado moquiado (cocinado a fuego lento) y bailaron para nosotros una pieza en parejas en la que el grupo se desliza como una gran boa en los meandros. Tocan quenas y unas flautas largas y chillonas. Su música es lenta y promueve el silencio. Van vestidos con faldones hechos de las fibras de una palma y sus tobillos son adornados con semillas de colores. También bailaron los niños. Las adolescentes parecían tener vergüenza de su abrazo a los niños bailarines, que tocaban flautas y quenas de una manera acompasada. Cuando un niño baila su cultura, la induce a no perecer. Por un lado de la mesa, nuestro antropólogo le preguntó al indígena mayor cómo hacían para que los niños recibieran y “protegieran” su cultura. El indígena nos comentó que era difícil aislarlos del reguetón urbano, el cual mucho les gustaba y los llevaba hasta esconderse para escucharlo. De ahí el riesgo de desaparición de aquellos ritmos propios. ¿Qué hacer para perpetuar una música que resuena en el corazón de los pájaros? Comimos el pescado, el casabe que es el pan o la arepa de los indígenas, un delicioso extracto de piña que no había probado y una ensalada de aguacate. Luego nos ofrecieron sus artesanías. Me quedó sonando esa música como si la llevara adentro. Doce mil años tienen mis barbas.
Viernes
Cuenta el mito fundacional del Amazonas que la gran anaconda se deslizó por la selva y depósito los pueblos en los meandros de los grandes ríos. El último pueblo que depositó en la selva fue el de los nukak. Y a ellos los llamó, creo yo que despectivamente, nukak makú, que en huitoto significa “hermano menor”. Esta tribu indígena tiene unas características especiales: pómulos salientes, frente amplia, párpados asiáticos. Se cortan, con el filo de una palma, el pelo al ras sobre la frente. El arqueólogo me dijo con tristeza que esos niños que andan por ahí en el parque de San José son nukak. Luego de su contacto con la civilización han sido condenados a la mendicidad. Un niño indígena se me había arrimado ayer a la mesa donde estaba comiendo y miraba mi comida con tanta ansiedad que lo invité a comérsela. “¿Quieres?”. Me señaló que sí y le dejé el plato. Trajo a su hermanito menor, empacaron la ensalada en un vaso plástico y devoraron la parte que quedó. Desaparecieron de la mesa sin avisar.
Los nukak makú fueron la última comunidad contactada en Colombia. Seguramente sirvió para la graduación de algún doctorado sobre esas familias nómadas, pero ahora varios de ellos habitan el parque de San José del Guaviare, extienden sus hamacas entre los árboles y viven de la mendicidad. No se hizo lo necesario para darles bienestar y proteger su cultura. Son verdaderos hermanos menores. ¿Y por qué no vuelven a su lugar en la selva?, le pregunté al antropólogo. “La casa de ellos ya está tomada por los grandes caimanes”. Ahí entendí el término. Estoy en la casa de los caimanes que promueven el silencio con ronquidos de fusil.
Sábado
Algo o alguien, seguramente Vulcano, lanzó piedras al Guaviare y cayeron superpuestas de maneras muy particulares. Son lajas de semillas líticas que la erosión fue labrando para deleitarnos los ojos con obras de arquitectos modernistas. El caimán esperando su presa; una punta con cara de delfín; el camaleón vestido de lama y musgo para la ocasión; un pato; una pétrea cigarra que hace llorar al viento; una tortuga que ha dejado su cola expuesta al sol. Todo eso lo he visto en las piedras del Guaviare, sin necesidad de presionar la imaginación. ¿Quién las puso allí? No sobra decir que fueron el tiempo y la gravedad, cuando explotó la bomba que hizo humanos a las larvas. Las piedras de Los Andes son continuación de los rayos. Las del Guaviare descansan para saltar cuando la tierra vuelva a moverse de arriba abajo.
Domingo
Fuimos a bañarnos a un charco que formaron las piedras de un antiguo volcán. No hay vida en esas aguas y el líquido tiene un olor a azufre. Para llegar allí había que pasar unos grandes canales entre piedras volcánicas y los guías tenían que ayudar a los más viejos, niños e incapacitados. De verdad las brechas eran imponentes, sin un fondo preciso, oscuro, liso y pedregoso. El peligro de caer al vacío era real. Llovió fuerte y se me mojó el celular. Nos metimos en el agua fría y con lluvia. El piso era áspero y sin lamas. Al momento llegó un bombero que nos advirtió de las crecientes en estas aguas y nos dio diez minutos para salir. Caminamos dos horas entre el peligro, para bañarnos y juguetear solo diez minutos. ¡Valiente paseo! Le pregunté al bombero si había pasado algo antes: “Cada rato tenemos que venir por gente que se queda atrapada. No se confíen. Diez minutos no más”.
Como no llegaba el transporte para volver a San José, comencé a contarles a los compañeros de viaje la historia de Guzmán el Bueno. Gozamos mucho, pero cuando llegó el transporte la gente se dispersó. No pude terminar la historia. Será otro día. Apenas llevaba cuarenta minutos contándola. Cuando la gente me preguntaba por lo que le había pasado a Guzmán el Bueno, yo les decía: “Miren la enciclopedia. Así mismo termina mi historia”.
Cierre del
Encuentro Nacional de Caminantes
Música en el Parque de la Gobernación del Guaviare. Se desató el llanerío y ahora el Guaviare baila sosteniéndose el sombrero y sacando polvo del piso. Lo bueno era que no había borrachos. A los borrachos y drogadictos de aquí se los comen los caimanes que no vine a cazar. Bailé con los indígenas, una danza parecida a los movimientos de una serpiente. Una india avergonzada de tener que salir a bailar me acompañó durante toda la pieza, enlazándome por los dedos a la costumbre de su tribu. Se llama Rosalba y me dijo que sabía poco español cuando le pregunté algunas cosas más de su comunidad. Olía a plátano y yuca. Pero yo creo que no quería conversar para no desconcentrarse con el baile que lideraba.
Lunes
Los tucanos orientales son silenciosos como sus árboles. Para sus bailes visten de hilos de curare, pintados con colores sugestivos. Y para invitarnos a comer su plato tradicional nos pusieron una hoja hervida de plátano. Con la fragancia de la selva húmeda, el plato estaba marcado por el agua caliente y sobre él pusieron el pescado, el cual desenvolvieron de otra hoja un poco más clara. La hoja de plátano es un plato que no se repite, que no hace ruidos y, en mi caso, que no necesitó de tenedor porque desgarré la carne de la fiera con mis dedos y uñas, como se hace en la selva. La bebida fue un extracto hervido de piña, espeso y fibroso, que resaltaba el azúcar. Tremenda combinación de sal y azúcar, que le daba un toque como los de mi abuela Inés, cuando mostraba el cariño a través de los sabores. Esta vez fue igual, pero el silencioso plato de hoja de plátano marcó una inolvidable diferencia.
Martes
Bueno es conocer, aunque sea someramente, nuestros pueblos de la periferia, esa realidad olvidada de nuestros gobiernos, que limpian la casa por donde pasa el dueño. Descubrir esos tesoros escondidos que las mafias de la guerra nos impiden ver cuando se pelan los dientes entre ellos; poder reunirnos ante el vigoroso vómito ya petrificado de un antiguo volcán. Todo eso nos permitió este paseo a un paraíso de naturaleza como el Guaviare. Pero hay algo más importante: conocer a los interminables caminantes, ejércitos de hormigas con botas y capucha, gente siempre dispuesta a colaborar; a animar a los demás a continuar el camino pese al calor y la humedad.
Seis días de grandes experiencias pétreas en elogio de las dificultades, al decir de Estanislao Zuleta; el camino terrible del río lleno de experiencias nocturnales y advertencias metálicas de peligro; experiencias que no son otra cosa que nuestra misma Colombia.
Nunca encontré caimanes de verdad al lado de los ríos. Pero ellos me dijeron que más adentro en la selva, lejos de la pesca en el río Guaviare, tal vez habría mucho caimán silencioso tumbando bosque y haciendo negocios crecientes que se pagan a más de dos mil pesos el gramo.