Número 113, febrero / marzo 2020

Este texto es el primero de una alianza naciente entre
Universo Centro y Revista Bacánika.

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El tiempo de segunda

Fernando Mora Meléndez. Fotografías Juan Fernando Ospina

 

El pulso del cambalache

Fotografía Juan Fernando Ospina

Esta es la hora de todos. Aparecen en la misma cuadra siempre, en la carrera Bolívar, debajo del metro. Pueden ser las cuatro y cinco, las cuatro y siete o las cuatro en punto, depende de la marca de reloj que ellos empuñen. Alguno agita dos de cuarzo mientras camina, pero en la otra mano tiene puestos otros tres de cuerda. De pronto aparece uno con camisa de satín en la que cuelga un larguísimo collar hecho de por lo menos treinta relojes, todos de segunda mano y en distinta hora, algunos más lustrosos, y otro de plástico mugriento, pero con el segundero todavía muy orondo. Esta es la hora de todos. Ofrecen sus joyas al transeúnte que acaso no tiene tiempo de ver relojes, o al coleccionista que busca rarezas suizas, japonesas o alemanas. Y, como los discos de vinilo que hibernaron por décadas, ahora vuelven a rondar los viejos relojes de cuerda con su tictac de tiempos idos.

Este curioso comercio mueve a cientos de gentes, entre cambalacheros, anticuarios y otros gremios más fugitivos e innombrables, una especie de logia de Cronos que sabe, por ejemplo, que la casa suiza llamada Royce ya no hace relojes y sus piezas se cotizan a buen precio, como rarezas. O que el reloj Cornavin, hecho en Rusia, en tiempos de Stalin, mediante una franquicia europea, era inexacto y poco confiable solo porque los rusos saben hacer máquinas fuertes como tanques, pero nunca mecanismos sutiles y diminutos, justos para medir uno y otro segundo, como un yugo portátil que otros llaman calabozo de aire o bobo, según el diccionario lunfardo que iluminó los bajos fondos del viejo Medellín.

Uno se sumerge entre el gentío de mercachifles para contemplar las penurias ajenas con placer impune. De pronto descubre que muchos de los que venden relojes son hombres ya entrados en años, pensionados acaso que apuran su ocio en estas ventas nimias. Y cuando empieza a marearse de ver chécheres y alhajas pasadas de moda, ve irrumpir a un muchacho de gorra que se acerca donde un cambalachero y le pide prestado su reloj para hacer una prueba, bajo la promesa de “si se lo daño, se lo pago.” Alcanzo a ver que es un reloj de correa naranja, de números grandes, que luce juvenil pese a su marca, Fossil, de metal pavonado. En segundos, el hombre se tira al piso con él y rastrilla el cristal de la joya contra el suelo de la calle. La multitud observa en vilo, escucha el crujido de la mica: ¡en ella no aparece ni un rayón! Acto seguido este repentista se incorpora, saca un frasquito del bolsillo y pone dos gotas en el metal de la caja. ¡Es ácido!, dice alguno, aterrado de la audacia de este mago de calle. El corrillo se acerca para ver si el líquido horada el acero. Y tal parece que el cacharro supera el desafío. El espontáneo limpia el líquido corrosivo con un trapo. Nada ha trastornado la superficie de la máquina. A ojos vistas es un reloj genuino.
—Le doy doscientos por él —dice este Houdini del Parque Berrío.
—Este no lo estoy vendiendo —dice el viejo, como si de pronto se intimidara por la atención de tanto público y evitara entrar en regateos. El del frasquito ni siquiera insiste, da media vuelta y se hunde de nuevo entre la multitud del cambalache, en busca de otro lance de fortuna.

Algunos de estos relojeros caminan lentos, como los relojes que atrasan para ahorrar tiempo; otros se quedan quietos o pendulean sus manillas de metal para antojar incautos. Ninguna mujer se acerca a curiosear pues parece que a ellas no les seducen los relojes de segunda. También he pensado que hay dos clases de personas: a los que les gustan los relojes de pulso y a los que no les gustan. Roberto Arlt, hijo de Cronos, como buen cronista, en su viaje al Brasil escribió: “Lo antiguo, entre gente antigua, está en su lugar; entre gente moderna, es una ridiculez. No me hablen de antigüedades”. Y decía que en el Buenos Aires cosmopolita no cabían las reliquias del pasado. Otro argentino, Ricardo Piglia, meditaba en sus diarios: “Mientras más se piense en el pasado más lentas se harán las horas y más raudo el paso de los años”.

Acá, en cambio, la gente podría saludar como el anticuario Bunny: ¿Qué hay de nuevo, viejo? Un señor se me acerca con dos preseas, un Pierpont, con visos cobrizos, y un Mulco, dorado, de cuerda. Canta su oferta, pero cuando regateo por el primero me abre los ojos: ¡Si es un Pierpont!, vuelve a decir, como si fuera obvio que es una antigualla de las más codiciadas.

Por lo pronto avanzo en mi baño de multitud, hasta una de las columnas del metro y encuentro a un relojero ambulante, armado de un palillo de dientes y una bomba minúscula de echar aire; son sus únicos adminículos para prestar los primeros auxilios a relojes decrépitos, mohosos, alcanzados de aire, a los que señalar el paso de un segundo les pesa un siglo. Pero un toque al muelle real de la cuerda o un soplido en el engranaje los reanima a andar otro poco. Y como no coinciden en su manera de medir los minutos, hay que acordarse de Andy Warhol cuando le preguntaron por qué sus relojes no tenían la hora, y él respondió: “No porto un Tank para saber qué hora es, de hecho nunca le doy cuerda. Llevo un Tank porque es el reloj que se debe usar”. Acaso él mismo sabía que los quince minutos de fama duran según la marca con que se mida. Y tal vez por eso tenía más de trescientos relojes, desde Movado clásico a Rolex de oro rosa y Tank, de Cartier. El tiempo puede ser oro, si se lleva una pulsera de alta gama, pero puede ser apenas un pavonado de cromo o un baño de níquel o un jaspeado de estaño. El tiempo es cobre. El tiempo es pátina…

Un bar de relojes

Fotografía Juan Fernando Ospina

Hay un bar en la calle Calibío, frente al costado sur del Palacio de la Cultura, donde sientan sus reales, desde hace más de veinte años, una cofradía de relojeros. Estos, más que reparar piezas, se dedican a hacer tiempo mientras llegan compradores. A eso de las diez van tomando asiento, traen morrales escolares llenos de guaches, que es como les dicen a los relojes de pulso, piden un tinto o una aromática; rara vez toman licor, como si temieran perder el pulso de sus negocios. Y aunque su consumo es ínfimo, los dueños del local han aprendido a tolerarlos pese a que ocupan hasta dos mesas, que sirven para darle cuerda al sitio. Cuando alguno de ellos levanta la mano para solicitar la presencia del mesero, este tarda demasiado, tal vez porque los de la logia no se perciben como clientes. Se han vuelto invisibles, o son ya parte de un ambiente temático en el que solo se habla de relojes.

Cuando entres en esa penumbra, con el fondo de esa música despechada, puede que escuches el estribillo de “reloj no marques las horas” o el de “el tictac del reloj pasa como los años”, de Tito Rodríguez. Si no estás en vena de oír, tal vez veas entonces, en el centro de la mesa, ese montón de relojes de pulso, de todas las marcas, tamaños y procedencias. Ahora veo un Rado extraplano y otros relojes enormes, como un Invicta, tres tornillos, que pesa novecientos gramos. ¿Quién puede llevar en la muñeca casi un kilo de reloj? La gente que le gusta lucir, me contesta Guillermo, el dueño de este lote, un hombre de palabras precisas, que habla duro y golpeado, aunque no esté bravo. Es su manera de entablar ventas y cambalaches, un tono desafiante en el que se escuchan frases como: “Vale cien y vamos, si quiere, a una joyería para que vea cuánto más le cobran”, “Esto es original, yo no vendo sino cosita buena”. Y cuando algunos de sus cofrades cogen una de sus piezas y la acarician demasiado sin lanzar ninguna oferta, se las quita de las manos y les espeta: “¡Mucho manoseo y ninguno compra!”. Con ellos tiene la confianza de jugar al bravucón. “A veces le acepto su precio porque me da miedo de él”, dijo Alejandro, uno de sus amigos, refiriéndose a su voz bronca y desparpajada, “aunque él no es mala gente”, comenta, “ha vivido de esto toda la vida, él es el rey de la mesa y cuando no está presente con su arrume de relojes, sentimos que algo hace falta aquí en el bar”. Guillermo me ajusta uno en la muñeca y afirma, “Mire cómo le luce, es una prenda genuina”. Estoy buscando un Mount Royal, le digo, un reloj de cuerda que me regaló un tío, pero creo que ya no existe.
—Sí se consigue —me contesta—, pero los Mount Royal no son de cuerda sino automáticos. Allá el señor se lo busca —dice, y puntúa con una mueca a Alejandro, mientras retira el pulso de mi brazo.
—Aquí en este bar estamos desde chiquitos y de relojes no sabemos nada —refunfuña Guillermo desde su esquina.

Entonces me da por preguntar si alguno sabe qué reloj usaba Pablo Escobar. Y es Guillermo el que pone el móvil cerca de sus labios y lanza su pregunta a Gúgol, el genio de la lámpara.
—Puede usted decirme —pregunta con tono oracular— qué reloj usaba el difunto Pablo Escobar.
En la pantalla aparece un Rolex, Day Date, con diamantes. Esta es la marca que obsesiona a muchos famosos, como Paul Newman, cuyo Rolex Daytona alcanzó en una subasta, en Nueva York, la cifra de 15.5 millones de dólares, más comisiones.
—También a Raúl Reyes, el guerrillero, cuando lo abatieron, le encontraron un Rolex de oro, pero parece que era chiviado —dice otro con un retintín de novedad.

Nadie en la mesa habla de relojes de la gente más decente, como Gandhi, que usaba un Zenith ruso, ni de Einstein, que tenía un Longines cuadrado y discreto, obsequio de la casa suiza, en 1931, justo para el sabio que se devanó los sesos pensando en el tiempo, y que siempre ponía trenes y relojes en sus ejemplos.

Con el monóculo, el ojo de Guillermo parece otro reloj. Siempre lo lleva colgado de una cadena. Me gusta ver el brinco del puntero, dice, para saber si está bueno. Entonces hago mi oferta.

El hombre se dedica a vender relojes grandes, redondos casi todos porque los cuadrados ya han pasado de moda. Le gusta decir trestornillos, porque este es uno de los rasgos que más vende. Muchos tienen varios redondeles en el tablero para ver la altitud, si ya es de noche en Samoa o en qué fase va la Luna; otros poseen barómetros y cronógrafos deportivos para medir registros de tiempo que algún obeso propietario jamás consultará. En fin, tienen tantas funciones que incluso sirven para dar la hora. Y, pese a su gusto recargado, confieso que me gustó uno que tenía en el tablero las esferas de Ptolomeo con la Tierra en el centro del universo.

Mientras contemplaba aquel batiburrillo de relojes en la mesa pensé que ya es hora de que autoricen que los relojes midan su tiempo a su aire, cada uno, como les dé la gana. En ese instante entra una venezolana a ofrecer un Swatch. Y Polo, uno de los infaltables, le hace una propuesta que a ella no le suena mucho, pues coge su joya y sale del bar. Polo es evangélico, pero tan astuto para los negocios que sus contertulios dicen que en estos trances simpre deja la biblia en la casa.

Alejandro cuenta que esta mesa hace parte de lo que antes se conocía como El Cambalache, un mercado de acera, en la calle Palacé justo al frente del Edificio del Portacomidas, y que ha estado en diferentes lugares de Medellín, de acuerdo con las presiones de los funcionarios del espacio público. Ahora muchos de los relojeros se ubican en los bajos del metro, al frente del antiguo edificio de la gobernación. Y dice que aquí llegan gentes antojadas de conseguir un guache antiguo, otras, con el ánimo de cambiar el que ya tienen. A veces uno de los dos tratantes tiene que encimar dinero en el cambio y es posible salir tumbado al creer que compraba una alhaja más fina. En los setenta, Alejandro tenía una joyería en la avenida La Playa y luego, después de la quiebra, se dedicó a vender telas a crédito, de puerta en puerta por los pueblos de Antioquia, como los libaneses: era un mechero, dice, dejaba la ropa a crédito y luego pasaba a cobrar las cuotas cada semana. En una de esas diligencias lo asaltaron con changones, a él y a su hermano. Por fortuna, sobrevivieron. Desde entonces se dedica a los cambalaches, una vida dura, en la que cualquier desliz también te puede dejar sin blanca.

La venezolana ha regresado y elige a Javier, otro de los asiduos de la mesa, para ofrecerle su reloj. Es una trigueña joven, bien trajeada y con cejas delineadas al modo permanente. Pide otra cantidad, Javier examina el tablero, agita el guache con una mano e intenta escuchar el tictaqueo de su mecanismo, en medio del bullicio y la música que este sábado arruncha a La Montañita.
—Se lo doy en ese precio porque usted me cayó bien —dice la mujer.
Los demás se ríen.
—No se preocupe que él no hace sino caramelear y no compra nada —dice Memo para darle coba. Y ante este desafío de la pandilla, el taimado Javier no tiene más remedio que comprarle el reloj a la inmigrante.

Mientras la chica cuenta su dinero nos dice que su esposo la está esperando para irse a Cúcuta. Con la venta del objeto él comprará el pasaje para regresar a Maracaibo donde tiene a su madre enferma. Es un reloj de mujer y suponemos que ella era quien lo usaba. Por último nos ilustra que en el país de al lado, en la época de la bonanza petrolera, se lucían los relojes más caros del mundo. Ahora muchos inmigrantes los han traído como un respaldo para encarar los malos tiempos. Los bienes son para cubrir los males, rezaba un proverbio paisa.

Cuando la marea de curiosos y antojadizos se retiran, los relojeros se refocilan en sus puestos. Miran tras las puertas el ya lánguido movimiento de la calle Calibío. Aún quedan tinterillos, de los que chuzan sus máquinas Brother para redactar memoriales; vendedores ambulantes, travestis y lustrabotas. Aquí en la mesa de La Montañita se mata el tiempo o se lo ve pasar, la diferencia horaria no importa mucho. Los relojes no existen en horas felices, decía el poeta, y ellos parecen certificarlo. En épocas de la revolución industrial, cuanto más se refinó la medición del tiempo más se mejoró el control del trabajo. En cambio, a ellos, nadie les mide el paso del ocio.

Pasadizo en el tiempo

Fotografía Juan Fernando Ospina

Varias veces, solo de paso, había visto la calle de los relojeros, un recodo con quioscos de metal, detrás de la iglesia de La Candelaria. Había observado a los hombres que cambian las manillas o reemplazan los pasadores dañados de las pulseras. Este, como tantos atajos del Centro, está lleno de pasadizos que nos llevan de un lugar a otro, a manera de puertas dimensionales, diría H. G. Wells, para cruzar el tiempo o para perderlo. Llevaba en el bolsillo un viejo Victorinox con el tablero descolgado y una hora incierta de un día ya borrado: el pretexto para entablar un diálogo con alguno de los que allí ofician. Saqué mi joya abandonada y se la enseñé a un muchacho de pelo bruñido y un acento de barriada.
—¿Qué le pasa a su reló, apá? —me preguntó.
En un santiamén lo destapó, puso el tablero en su lugar y lo pegó con la gota de un líquido.
—¿Qué es eso?
—Pócima.
Luego me mostró la bobina, un diminuto hilo de cobre envuelto en forma de ovillo.
—Con este reló hay que tener cuidado al cambiar la batería porque se le puede estropear el contacto con la bobina.

Cambió la batería, pero aun así el reloj se ranchaba en una hora inamovible. Entonces, Anderson puso otra gota en los piñones y la máquina, como si despertara de un letargo, echó a andar otra vez.
—¡Tremenda pócima! —dije, con pose sabionda.
—No, apá, esto es un lubricante. A veces, cuando los relojes llevan mucho tiempo guardados, los mecanismos se endurecen y no hay quién los mueva.
Otra vez tenía al suizo en mi muñeca después de un lustro de no usarlo.
—A mí este reloj me gusta como un putas —le dije, para estar a tono con la calle—. Voy a hacer tiempo aquí, para estar seguro de que sí quedo arreglado.
—No se preocupe —explicó sonriente—, que aquí todos damos garantía.

Y mientras miraba correr los segunderos, pude presenciar la romería de clientes que buscaban a Anderson para que examinara sus tesoros. Anderson, o el Negro, como le dicen sus colegas, recuerda que en 1994 el Municipio le propuso a don José, su padre, y a otros relojeros de acera, que pusieran una cuota de dos millones y medio para construir quioscos de hierro a lo largo del callejón. Desde niño observó al viejo desmontando las partes diminutas con sus pinzas y, cuando este murió, en el 2011, ya sabía lo necesario para continuar con el legado.

Un cliente llega con un Movado al que le falta un eslabón. Hurga entre un montón de recortes de manillas de metal y encuentra una que se le parece, ajusta el tamaño con una lima, la encaja y la ajusta en el pulso del dueño. “Ni al desnudarme suelto el leve yugo; sin reloj ya no sé dormir siquiera”, dijo en su poema José María Valverde.

A simple vista, sin acudir a la lupa en el ojo, Anderson examina ahora un reloj corroído por el agua de mar. El dueño, como el poeta Valverde, fue incapaz de deshacerse de su pulsera y se zambulló en las olas con plácida molicie. Me muestra el óxido de la sal en las ruedas. Y, como el dueño se negaba a perderlo, no hubo más remedio que reemplazar toda la máquina. Dice Skada en el latón de los minutos.

—Es la primera vez que veo ese nombre —apunta el joyero—, porque entre más barato sea el reloj, la gente más lo quiere.
Don Pedro, un relojero de Bello que acaba de llegar a este puesto, enseña las fotos de los relojes que ha reparado en su taller. Me muestra un Seiko que le regaló su esposa al dueño cuando eran novios.
—El reloj ya está achacoso, pero el señor vive cambiándole de pulso, de batería o brillándole la mica, como si no quisiera perder ese recuerdo.
Luego me muestra otras fotos.
—Siempre le tomo una foto a cada reloj después de que lo arreglo.

Antes, don Pedro era maestro de escuela, y aunque no cumplía todavía con el tiempo de jubilación, se cansó de la lucha en el magisterio y abrió su taller. Dice que cuando no sabe algo lo busca con los profes de internet.
Para confirmar la teoría de los aprecios por los relojes, Anderson narra:
—Aquí una vez vino alguien con un Ferrocarril de Antioquia, pero cuando vi que tenía dañado el muelle real y le dije cuánto valía el arreglo, dijo que él no le iba a meter tanto dinero a un reloj, que mejor compraba otro porque al fin y al cabo todos dan la hora. Nunca más vino por él, lo arreglé y lo vendí.

Don Pedro espera que su joven amigo le cambie la rueda de la fecha a uno de sus relojes. Al final, cuando el otro mueve el remontador para actualizar el número, el exprofesor comenta:
—Ya no faltan sino cuatro días para que se acabe este mes, ¿no?
—Sí —dice Anderson.
—Se va como agua este año.
—¿A ustedes también les pasa? —pregunto.
—Sí —vuelve a decir el Negro—, a nosotros los que trabajamos con el tiempo también se nos va volando.

Anderson tiene un reloj italiano de acero pavonado, un Pagani, con el tablero oscuro y una calavera en el centro que rige la marcha de las manecillas. También la marca Chopard, de alta gama, lanzó por estos años el modelo Santa Muerte, con la cabeza de la Katrina mexicana grabada con visos de tornasol, esa muerte encopetada que solo lucirá la gente estirada.

En el gremio siempre hay un mentor que susurra al novicio los secretos. Paciencia y buen ojo son las principales virtudes, dice Anderson, lo demás son pinzas y algo de malicia. Pero cuando no se puede hacer en el torno la pieza que necesita, Anderson recurre a su maestro, don Emiliano Cubillos, que tiene una colección de repuestos antiguos en la calle del viejo teatro Ópera. Además de él, hay por lo menos veinte en el Centro, la mayoría, aunque se conocen, no se frecuentan. Se ubican en oficinas recónditas de edificios como La Ceiba, Gran Colombia, Furatena o San Roque. Son la vieja guardia de un oficio que se resiste a oír la campanada final.

Reloj con cacatúa

Fotografía Juan Fernando Ospina

Tenía varias inquietudes metafísicas que solo un maestro podría resolver. ¿Experimenta el tiempo del mismo modo el hombre que le da cuerda a su reloj y el que no tiene que dársela? ¿Cómo lo viven los que usan relojes automáticos, los que hacen correr los segundos con solo mover su muñeca? ¿En qué nota avanza el reloj de cuarzo? ¿Será que suelta sus segundos como diminutos cristales de arena? Según dicen los que camellan en este mercado, el reloj de carga manual está volviendo. Si la ola continúa llegará un momento en que los humanos vuelvan a dominar el tiempo. Con la cuerda, es el dueño del reloj el que le ordena marchar y no al revés.

Iba pensando esto antes de entrar al taller de don Otoniel Sánchez, en el tercer piso del edificio San Roque. Su local se llama D’Otto, como marca sofisticada, pero todos aquí lo conocen solo como don Otto. Estudió Educación Física en el Politécnico, aunque en esa materia ni siquiera llegó a oprimir un cronómetro. Le atrajo más la mecánica diminuta de un Longines que la del cuerpo humano en movimiento. Me enseña una caja negra en cuyo interior mullido, de terciopelo, se alojan un centenar de punzones, varias pinzas y un mandril. Parece el sanctasanctórum de la relojería y se llama la punzonera. La heredó de su padre, que tenía su relojería La Fe, en Bolívar con Maracaibo. Y, como los demás iniciados, don Otto, aprendió a desmontar los mecanismos desde pelaíto, fascinado como tantos en creer que si se desbarata la máquina de cuerda se puede acceder al misterio del tiempo, el mismo que desvelaba a San Agustín.

Una amiga de Otoniel, Luz Dary, que ejerce la joyería en otro edificio del Centro, ha venido a consultar por un 46941, de la casa japonesa Orient. Dice que no ha podido cambiarle el volante. De inmediato, el hombre abre la caja y le muestra a su pupila la manera de ajustar aquella rueda flotante de los relojes automáticos que a uno le recuerda la nave de la película 2001: Una odisea del espacio. Ese modelo de reloj tuvo su apogeo entre los años setenta y ochenta, cuando los japoneses irrumpieron en el mercado antes dominado por los suizos. Era muy común ver en las vitrinas sus tableros coloridos, verdes, rojos y amarillos, metidos dentro de la ostra de un acuario, como prueba de resistencia. Y un pescador o un albañil lo llevaban con orgullo a cumplir con sus duras faenas a la intemperie, y hasta lo podían dejar como prenda en la cantina, si su euforia etílica superaba la suma de sus bolsillos.

La dama agradecida, después de la lección, le pregunta a don Otto cuánto le debe. Un beso y un abrazo, precisa él. Enseguida abre la puerta del mostrador y abraza a Luz Dary.

Para don Otto, estar sereno es la virtud relevante de su oficio. Solo recuerda que haya perdido su pulso de relojero una vez, cuando un cliente insidioso le sacó la piedra.
—Me levanté del puesto, respiré profundo, pero cuando intenté poner un piñón, no fui capaz. Me tuve que ir a caminar con mi pitbull.
—¿Pitbull? Pero si este perro no es propiamente un animal sereno.
—Eso depende de cómo lo críes —replica el hombre al segundo.

Y entonces me cuenta que también tuvo de mascota una cacatúa. Una tarde que salió a dar una vuelta, el pájaro lo vio en la calle, desde el balcón de un quinto piso, se lanzó volando y se posó con precisión sobre su hombro. Desde entonces tuvo que salir con ella a dar vueltas, no sé si en contra o en el mismo sentido de las manecillas. En todo caso, cuando la cacatúa se le perdía, sabía que ella volvería. Don Otto no parece sentir nostalgia por esto, antes repica como Salomón: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”.UC

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Universo Centro N°113

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