Palabrerías de bar
Camilo Jaramillo. Ilustración Titania Mejía
—¿No los odias?
—¿Odiar qué?
—Estos incómodos silencios. ¿Por qué creemos que es necesario decir tonterías para estar cómodos?
—No lo sé, es una buena pregunta.
Mia Wallace y Vincent Vega
en Pulp Fiction
Podría ser en cualquier parte. Pero esta vez estamos en el Parque del Periodista, en el bar donde se edita un periódico. Olafo, mi amigo de siempre, trata de convencerme de que los pobres tienen mejor vida sexual que los ricos.
—Pillate a los costeños —me dice—. A cada rato inundaciones, falta de alimentos, escasez de servicios públicos… ¿y alguna vez los han visto quejarse por su vida sexual? ¡Nunca, papá! En ese campo se mueven sin reclamos. No he conocido a la primera costeña que se queje de que su marido, aunque borracho y perezoso, no sepa responder sobre el colchón.
—No sé, hermano, suena raro —le digo.
—Tantos vallenatos cantando a la dicha sexual, tantos mapalés y bullarengues no son carreta.
—Pero Olafo, ¿vos te das cuenta de lo que estás diciendo?
—¿Vos has leído la Biblia? —insiste—. ¿Te has puesto a contar cuántos vulgares sirvientes se la juegan al patrón con la esposa?
—Bueno, yo me acuerdo de que en Las mil y una noches la primera historia es la del rey Shahriar, que al llegar a la casa encuentra a la esposa durmiendo con un esclavo.
—Y pille a Cleopatra.
—Los cuentos de Boccaccio también podrían ser una reivindicación de la vida sexual del pobre —comienzo a ceder—, pero eso es literatura.
—Y qué me dice de Henry Miller: caminando solo por las calles, sin un dólar en el bolsillo, y de pronto zas, se encuentra una vieja, dice lo que debe decir y mero polvo en un callejón.
—…
—Por qué creés que a los perros de raza los dejan pasar días de hambre antes del coito.
Y sigue y sigue…
De hecho, podríamos pasar así toda la noche o cambiar de tema y hablar otro rato hasta que nos echaran del bar. Entonces miro a la mesa del frente, y a la de más allá, y encuentro réplicas de lo que pasa entre Olafo y yo: hablan y hablan, asienten, niegan, se ríen. Están en lo suyo, sin pararles bolas a los demás, en una verborrea vibrante bajo el milagro de la media luz. Afuera, lo mismo; y en otros parques, igual, imagino. En cada ciudad donde haya dos loros o dos cacatúas y algo de alcohol. O una conquista, o una conversación de esquina que de repente fluye. El verbo revoltoso y espontáneo. La brillante incoherencia de los borrachos. La gracia de las tesis sin sentido. La dialéctica lenta de los mariguanos. Y pienso —medio embriagado yo también— que esas personas que echan paja sin la intención de salvar el mundo, son las que están salvando el mundo.
—Vení, acaso por qué creés que Suiza es uno de los países con mayores índices de suicidio a pesar de su tan nombrada calidad de vida y del nivel de desempleo más bajo del planeta. Los ricos la pasan mal, y la pasan mal porque son malos amantes —continúa mi amigo.
Solo que yo ya no lo escucho, o lo escucho a medias. Animado por mi nueva teoría, divago un poco más y me zampo otro trago de cerveza. Deduzco que cuando el conde La Rochefoucauld escribió que la verdadera elocuencia consiste en decir todo lo necesario, y no en decir más de que lo es, seguro no estaba pensando en los bares.
—¿Vos has visto Pulp Fiction? —interrumpo.
—¿Pulp qué? ¿La del maletín que brilla? Ah, me quedé dormido.
—Yo creo que es una película donde lo más interesante son los diálogos, y lo interesante es que no dicen nada.
Le cuento, por ejemplo, el diálogo entre Vincent Vega y Jules Winnfield sobre las hamburguesas de París. Para más precisión, lo busco en el celular y se lo leo: “¿Sabes cómo le dicen al cuarto de libra con queso en París? ¿No le dicen cuarto de libra con queso? Ellos usan el sistema métrico, así que no saben qué demonios es un cuarto de libra. ¿Entonces, cómo lo llaman? Le llaman… Royale con queso. Royale con queso. Sí, eso es. Ajá… ¿y cómo llaman a la Big Mac? Una Big Mac es una Big Mac, pero ellos le dicen Le Big Mac. Le Big Mac… ¿Y cómo llaman al Whooper? No lo sé, no fui a ningún Burger King… ¿Y qué le ponen a las patatas fritas en Holanda en vez de kétchup? ¿Qué? Mayonesa… ¡Puaj, joder! Les vi hacerlo, macho; las bañan en esa mierda”.
Olafo se muestra confundido. Trato de creer que es por la traducción española.
—¿Y cuál es la gracia? —me pregunta.
—Pues eso, viejo, que son diálogos que se parecen a la vida misma, como vos y yo en este momento o como los de la mesa de allá. Eso tiene su mérito.
Olafo espera, piensa.
—En ese campo me parece más ingenioso Cantinfas —me dice, triunfante.
Y remata con una cita que se sabe de memoria: “¡Ahí está el detalle! Que no es ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario. Y como decía Napoleón: el que parte y reparte, le toca su Bonaparte”.
Qué fregado, mi amigo. Cómo no había pensado en el mexicano, me lamento. Olafo se levanta de la silla y va hacia el baño, a lo mejor con la certeza de haber ripostado como un campeón. Sin embargo, mientras lo veo perderse tambaleante, pienso que Cantinflas es un boxeador de las palabras que gana por puntos. Un pugilista que busca agotar al oponente con sus laberintos de retruécanos. Mientras que los hablantinosos de bar no ganan ni pierden, tan solo hablan. Al otro día probablemente ni recordarán nada de lo dicho —todas esas filosofías de urgencia sacadas del bolsillo— pero no importará porque el placer del boquiflojo está en el acto mismo de dejar la lengua absuelta, nunca en el resultado. Así que aunque parezca que Olafo me noqueó con su argumento cantinflesco, al final no importa. Ni él saborea el triunfo ni yo vomito la derrota. Ni siquiera se dio cuenta de lo que dijo. Caminante no hay camino, se hace camino al hablar.
Aprovecho que Olafo se demora en la fila del baño para seguir pensado. El arte de hablar mierda tiene sus categorías y algunas de ellas son espurias. Por ejemplo, las que requieren tribuna para desplegar su palabra. Me refiero a los políticos y a los curas, por solo mencionar algunos. El verdadero placer de la palabra es el que se da espontáneo, no el que nace de un púlpito o un guion. Cuánta bajeza hay en quien aprende a disuadir con retórica adusta, quien ve en la palabra un arma para gritarla en el ágora. En cambio, cuánta dulzura en la seducción inesperada, en la labia que termina con el triunfo de un beso. O en el palique de los compadres al frente de sus casas, con el dominó de por medio, mamando ron. No joda —me digo con acento impostado—, cuánto de primitivo y profundo hay en ese acto del parloteo.
Un acto que no es ni mucho menos ñoño o insustancial —canto emocionado mientras levanto la cerveza—. Hay que ver cuánta profundidad esconde la incoherencia de los borrachos, la lengua de un seductor que se juega el polvo de su vida, la cháchara feliz en la fila de un teléfono público en La Habana. Cuántas frases profundas se lanzan sin saberlo, cuántas teorías revolucionarias capaces de cambiar el rumbo de una nación. Paro la oreja y trato de escuchar lo que hablan en las otras mesas; el resultado es divino: charlas sobre la logorrea en el posmodernismo, salidas urgentes en caso de un apocalipsis zombi, las ventajas innegables de la copa menstrual, el parecido porcino de nuestro presidente. Un mar de profundidad que a nadie le importa, que se perderá con las olas.
Mientras levito en esta sensación mi amigo regresa con dos cervezas en la mano. Estoy dispuesto a contarle los resultados de mi análisis de borrachera, pero él, como si este tema de las palabras hubiera sido un paréntesis nomás, se adelanta y retoma su cháchara envidiosa:
—¿Te acordás de Chuchín, el Crespo? —me dice—. Hermano, era el más pobre del pueblo pero se acostó con todas. ¿O sería porque bailaba tan bien? Ah, lo que hubiera dado yo por haber sido más pobre o por saber bailar.
Y sigue, y sigue, y yo lo dejo hablar porque lo quiero, porque es mi amigo, y porque de eso se trata. Porque a veces soy peor, y hablo, y hablo. Libertad de palabras por el placer del sonido. Acumulación verbal. Olafo facundia y yo bebo, y pienso en la frase de Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”. Qué va, yo me enorgullezco de la cháchara que se despilfarra sin remordimiento.