Traducciones del tango
Ciprian Vâlcan.
Traducción de Miguel Ángel Gómez. Ilustraciones: Sara Serna Trujillo
Byron
Cuando tenía quince, dieciséis años, leía todo lo que encontraba: historiadores griegos, romanos y bizantinos, novelistas sudamericanos, poetas persas, filósofos alemanes, franceses e ingleses, sociólogos, antropólogos, psicólogos, historiadores de las religiones, y también ensayos de Cioran traducidos por Modest Morariu, diversos historiadores del arte o las novelas de Dostoievski. Tragaba de todo con entusiasmo, frecuentaba todas las bibliotecas públicas posibles, sin descuidar las bibliotecas de los familiares y de los amigos. Anotaba con cuidado todos los libros leídos, transcribía los fragmentos más significativos, era hambriento y codicioso, parecía deseoso cada vez de más libros; asustado porque se podría acabar el mundo antes de ponerme a leer por lo menos una pequeña parte de todo lo que era importante. Vivía bajo semejante presión y no podía darme el lujo de desperdiciar ni un minuto; terminaba lo más rápido posible las lecciones de la escuela para tener el tiempo suficiente para mis eclécticas lecturas, incluso si para ello debía pelearme algunas veces con mis padres o con mis abuelos; preocupados porque no aprendía lo suficiente. Sin embargo, las cosas se arreglaban, ganaba una tras otras las olimpiadas de lengua rumana, así que nadie tenía nada que decirme; me aseguraba la autonomía necesaria, podía leer más yesto me causaba un inmenso placer.
Vivía gracias a la imaginación y no tenía necesidad de mayor cosa, era feliz como se podría ser rodeado de libros. Descubría día tras día también otros volúmenes dignos de ser leídos y partía de inmediato tras ellos. Algunos los encontré incluso en ese entonces, otros los descubrí algo más tarde, después de haber llegado a París. Pero en los primeros años del liceo, más allá de todos los autores que consumía con impaciencia, uno llegaría a ser mi ídolo absoluto; de hecho hoy me es algo más difícil entender por qué. Byron se convirtió en el centro de mi mitología literaria, era el genio incomparable, el único, el inigualable, el dios. Goethe, Shakespeare, Dante, Cervantes, Rabelais eran, seguro, escritores enormes, admirables, colosales; pero no tenían ninguna oportunidad de rivalizar con él. Byron era el Genio, y me transformé en su silencioso admirador. Es probable que a esto contribuyera también su ascendencia aristocrática, que debió hacerlo más fascinante para mi imaginación de niño crecido en el comunismo. Además, todavía me encanta desde entonces la excentricidad, y Byron no era precisamente fácil de enmarcar en los marcos de la sociedad de su tiempo.
Leí varias veces los cuatro volúmenes de sus obras publicadas entre 1985 y 1990. Manfred, Sardanápalo, Caín y don Juan se convirtieron en mis héroes; apenas entiendo que comencé a ver el mundo a través de sus ojos y mis intentos literarios de entonces estaban en su totalidad bajo el signo de estas influencias. Pero más allá de la grandeza de estos personajes románticos, me gustaban muchísimo las sátiras de Byron, y algunas de ellas, incluso, me modelarían por un tiempo el gusto literario, haciendo, por ejemplo, que no fuera justo con Coleridge y Wordsworth.
A finales de 2018, llegué a Buenos Aires. Fui invitado por el Ministerio de Cultura de Argentina. Me acordé de la terrible sátira de Byron The Waltz mientras asistía a un espectáculo de tango gracias a la señora embajadora Podgorean. En la adolescencia, admirando el sarcasmo, no lograba entender cuáles eran las razones de su furia en contra del vals; porque, lejos de parecerme vergonzoso, este baile era para mí un ejemplo de fría elegancia. Acostumbrado con los bailes latinoamericanos de sociedad que veía en los diversos concursos transmitidos, ya fuera en la televisión húngara o en los canales alemanes RTL y PRO7, y con la manera de bailar convertida en canónica en las diversas fiestas a las que asistía, donde los participantes se pegaban unos a otros como si se propusieran reconstituir de manera imperfecta el andrógeno platónico, era incapaz de entender qué provocaba la manía de Byron; porque el vals me parecía un baile totalmente inocente. Iría a encontrar más tarde que, sin bien cabalgaba, boxeaba y nadaba, Byron no podía bailar para nada debido a su pie deforme, uno de los motivos por los que el vals le daba furia. Tanto más cuando Lady Carolina Lamb, su amada en esa época, lo bailaba con virtuosismo; lo que le provocaba terribles crisis de celos y lo llevó luego a prohibirle bailar vals. Además, Byron miraba con desconfianza todo lo que venía de Alemania, el contexto del trono de Inglaterra en poder de la dinastía de Hanover le hacía temer que estos intercambios culturales pudieran dañar la originalidad de la cultura inglesa; así que el vals, invento alemán, no era para nada bienvenido.
Me hubiese gustado tener a Byron a mi lado tanto en el Cátulo Tango como en la Plaza Dorrego en Boca, hubiera tenido curiosidad en escucharle los comentarios. Si el vals le parecía vergonzoso, probablemente el tango significaría para él, pura y simplemente, un curso introductorio a la pornografía; y me recomendaría mantenerme alejado de semejante costumbre obscena. Hubiese podido, seguramente, contradecirlo, apelando a algunos textos que elogian el tango y exhortándolo a mirar con mucha más paciencia el vestido de las bailarinas; sin embargo, no estoy para nada seguro de si mis argumentos lo hubieran convencido de no abandonarme, levantándose enérgico por sí mismo y dejándome solo mirando los movimientos que le hubiesen resultado sin duda inapropiadamente lascivos.
Borges, Piazzolla, Nietzsche
Probablemente si le hubiese mencionado a Borges le habría dado más munición a Byron. En Evaristo Carriego, el joven Jorge Luis nos cuenta de manera muy convincente que el tango nació en los barrios marginales, entre 1880 y 1890, siendo un baile aceptado con dificultad por la gente del pueblo y esto solo porque logró en París un éxito que lo ennobleció. Al comienzo, las mujeres se cuidaban del tango porque sabían que era un baile para prostitutas, así que solo lo bailaban parejas de hombres “en los rincones de la calle”, como escribió Borges. Pero el escritor veía en el tango también otra dimensión, aquella que retoma algo de la tradición guerrera de los argentinos, que les permite alardear sin escandalosas palabras su concepción sobre el coraje y el honor.
Borges, quien creía que “sin los atardeceres y noches de Buenos Aires no se puede hacer un tango”, participó en la preparación de un disco con tangos junto a Astor Piazzolla. La idea de hacer coincidir a Borges y Piazzolla le pertenece a la bailarina y coreógrafa chilena Ana Itelman. Ella utilizó el cuento de Borges Hombre de la esquina rosada para realizar un ballet cuya música fue escrita por Piazzolla en 1960. Después de algunos años, el ballet se fue transformando en un oratorio y le fueron adjuntados muchos otros poemas de Borges para los que también Piazzolla compuso la música, obteniéndose de esta manera El Tango, de 1965. La colaboración fue para ambos un tormento, se odiaron y despreciaron uno a otro, dirigiéndose ingeniosas ofensas que han llegado hasta nuestros días. Cuando grabaron el disco, Borges tenía 66 años, y Piazzolla, 44. Borges apodó a Piazzolla “Astor Pianola” y lo consideraba un ignorante vanidoso que escribía música pretenciosa, falta de cualquier calidad y sin mucho que ver con el tango. Piazzolla veía en Borges una persona autoritaria, ignorante en materia de música y completamente carente de gusto; pero le reconocía, no obstante, genio literario. El disco no gozó de éxito y quedó como una rareza apreciada solamente por refinados conocedores de tango. Supe de su existencia en 2002, gracias a las conversaciones que tuve en París con el escritor y crítico literario argentino Saúl Yurkiévich. El señor Yurkiévich fue el único de entre mis conocidos que escuchó El Tango, el disco devino legendario, y este detalle lo vincula para siempre en mi memoria con Virgil Ierunca, a quien encontré en el mismo periodo, el único que escuchó alguna vez música compuesta por Nietzsche.
Cátulo Tango, Plaza Dorrego
Dos semanas en Buenos Aires fueron suficientes para ver de cerca todo lo que era significativo en materia de tango gracias a los consejos de la señora embajadora Podgorean, una profunda conocedora del tema y destacada bailarina. Al mismo tiempo, pude comprar lo que tenía que ver con mis recuerdos rumanos y franceses sobre el tango. Antes de llegar a Argentina tenía los siguientes puntos de referencia sobre el tango: Tangoul, de Angela Similea, una melodía que escuchábamos en la radio en la infancia, probablemente entre 1980 y 1983; las secuencias de tango mostradas por la televisión rumana, entre 1983 y 1985; los concursos de baile (transmitidos sobre todo por las cadenas de televisión alemanas) que veía en la casa de una tía que tenía antena parabólica, 1983-1989; los discos compactos con tangos de Carlos Gardel y Astor Piazzolla comprados en París entre 1995 y 1997; el concierto de Gotan Project al que llegué por casualidad en los jardines del Palais Royal en la noche del 21 de junio de 2003; los bailarines de tango vistos en las orillas del Sena entre 2002 y 2004, luego entre 2010 y 2018.
Los concursos internacionales de baile que veía durante la adolescencia en la televisión me acostumbraron a cuerpos perfectos, flexibles, capaces de las más inverosímiles acrobacias. Las parejas que descubría parecían lograr un estado de gracia, transmitiendo una impresión de nobleza imposible de explicar de manera racional. Aunque no tenían nada de sangre aristocrática, los bailarines se movían con una esplendidez natural, dándome la impresión de que las desconcertantes piruetas e inverosímiles saltos de que eran capaces estarían al alcance de todos aquellos los tocados por su gracia. En un mundo triste y gris, en un mundo dominado por el hambre, el miedo y el frío, por la estupidez, imposible de romper, del secretario del partido y de la arrogancia espantosa de los agentes secretos, los concursos abrían el espacio narrado, haciéndonos intuir que el mal y la fealdad debían desaparecer, dejando lugar a otra realidad en la que las huellas inefables podían ser descubiertas de manera muy simple; mediante una mirada a los cuerpos que danzaban. Es probable que este fuera el motivo por el que nos reuníamos todos frente al televisor cuando se transmitían los concursos de baile, desde la abuela entendida y la tía irascible hasta los adolescentes apasionados por el rock y los niños que jugaban con sus apreciados ositos de peluche. Estos concursos de baile, comentados en húngaro o alemán, eran para nosotros una prueba de que era posible también algo bueno, que lo hermoso no había sido completamente evacuado del mundo, y que más allá del país lleno de plagas con respiración venenosa del desgraciado camarada secretario general Nicolae Ceausescu, todavía era posible una vida plena de encanto. La información más comentada por todos giraba en torno a la fecha y el desfile de las parejas en la pista de baile. Era imposible encontrar, por pequeña que fuera, una discrepancia, o una insignificante discordancia. Los hombres eran altos, flexibles, poderosos, avanzaban con una dignidad que parecía heredada de una larga experiencia de ancestros en el campo de batalla. Las mujeres estaban modeladas a semejanza de unas estatuas griegas y la fineza de la materia de la que fueron hechas nos arrancaba exclamaciones de entusiasmo mientras intentábamos escoger una favorita. Parecía que supiéramos que seguía una difícil elección. Ellas reían con incredulidad no solo por sus compañeros, sino por aquellos que los veían desde las tribunas; pero en particular, por nosotros, los del frente de los televisores, que observábamos llenos de admiración cada movimiento. Y cubiertos en la cama hasta el cuello y temblando a veces de frío, nos alegrábamos cuanto podíamos, viendo a quienes nos parecían amados por los dioses; nos alegrábamos cuanto podíamos, saboreando el espectáculo.
Durante los primeros años que pasé en París, entre 1995 y 1997, no tenía mucho que ver a mí alrededor. Pasé casi todo el tiempo en la biblioteca, en las salas de conferencia o videotecas, nada atento a lo que sucedía en mis cercanías y muy poco interesado por el espectáculo de las calles. Leía mucho y participaba en muchas conferencias, esforzándome por ver vivos a aquellos individuos cuyos libros descubrí en Rumania a los dieciocho, diecinueve años y que se convirtieron para mí en verdaderas leyendas. La noche estaba dedicada a las videocintas con las más grandes películas de la historia de la cinematografía que prestaba de la École Normale Supérieure y los comentaba en compañía de mis amigos de la Normal de Saint-Cloud o de la rue d’Ulm. Pero cuando regresé a París para el doctorado en el 2002 las cosas cambiaron. Leía en la primera parte del día, luego iba a los cinemas y los museos o pura y simplemente caminaba. Solo entonces comenzaba a entender de verdad qué podía significar un flâneur y me alegraba plenamente de este descubrimiento.
En uno de mis desordenados paseos, una noche llegué a la orilla del Sena. Di de esta manera con lo que había de llamar la “secta de los bailarines de tango”, un grupo de diez a quince personas que se encontraban con cierta periodicidad y bailaban en público justo cerca al Sena. A estos individuos habría de verlos durante tres años, y a sus sucesores los vería por última vez en el verano de 2018. Alguien llevaba una grabadora y la encendía. Se oían, uno tras otro, diversos tangos de la época clásica (nunca los tangos de Piazzolla), y los individuos empezaban a bailar, primero más tímidamente, luego con mucha más convicción. Entre los integrantes de la secta se encontraban algunos jóvenes, y también algunos ancianos, sin embargo, nunca vi a nadie entre las dos edades. Los movimientos de los bailarines eran vacilantes y muy torpes; era claro que se trataba de aprendices. Ahora bien, después de que estos debutantes se rotaban en la improvisada pista de baile, entraban en escena los maestros: una señora de unos setenta años, con un traje aristocrático, perfectamente ajustado, portaba a veces un vestido negro, en otras ocasiones un traje verde; y un señor de alrededor de 75 años, disfrazado y con cierto aire a Leonard Cohen. Cuando los dos empezaban a bailar, todos aquellos que pasaban por la zona se detenían a mirar. Bailaban con una precisión y una velocidad increíbles, conservando permanentemente una suave e irónica sonrisa, como si quisieran mostrar que conservaban la distancia incluso cuando ejecutaban los más complicados movimientos. Al terminar tenían su parte de sonoros aplausos, animaban a los discípulos a volver a entrar a la pista y corregían con delicadeza los errores cometidos, mostrándoles cómo debían proceder.
Si los bailarines a los que veíamos en la televisión proponían un elogio a la juventud y a la vitalidad sin límites, exhibiendo el puro esplendor natural de unos cuerpos perfectos, sin inhibiciones, sin reservas, sin dudas, ofreciendo una puesta en escena de un erotismo elegante y ligero; los viejos que veía a las orillas del Sena se movían en otro registro, trayendo en primer plano su refinamiento cultural y una determinada madurez aristocrática acompañada de la sonrisa misteriosa de un daimonion. Los primeros tienen que demostrar que somos apenas cuerpos que pueden, uno tras otro, arder o entrar en adormecimiento, y conocer el éxtasis o el letargo más profundo; mientras que los dos maestros parisinos ofrecían la prueba viva de que los cuerpos no son sino instrumentos dóciles puestos al servicio del espíritu, preciosas herramientas de unos sofisticados ejercicios de caligrafía.
El tango que se bailaba en Buenos Aires era diferente, parecía rechazar cualquier intento de reconstrucción ficcional del mundo, enviaba con obstinación al más puro realismo. No se trataba de metafísica, así como me lo imaginaba antes de llegar a la Argentina; tampoco de melancolía, que te lleva al umbral del suicidio, y ni siquiera de la insidiosa insinuación del erotismo que te hace alimentar los días continuos con voluptuosos fantasmas. El baile que tenía ocasión de ver parecía describir a la sociedad argentina inspirada en un coreógrafo influido por las novelas de Zola, o por las tesis de la escuela de Frankfurt.
En el Cátulo Tango, el bailarín vedete era un señor de unos cuarenta años con el estómago suavemente redondeado debido al paso del tiempo, con el pelo canoso y con un vestido ligeramente pasado de moda. Pensé inmediatamente, qué tengo que ver con un gerente de banco que lleva con orgullo su rico pasado de seductor, y lamenta el paso del tiempo un poco a la manera de Casanova, quien escribía sus memorias en el castillo del duque de Waldstein de Bohemia. La bailarina vedete, que provenía de Venezuela, también parecía tener mucho más de treinta años, y caía presa de los caprichos y de los arrebatos de su compañero, girando, serpenteando, retorciéndose sin pedir permiso, como una esposa agradecida porque fue sacada de la miseria por voluntad del marido viejo y rico. Las cuatro parejas de bailarines que los acompañaban parecían formadas por muchachos de tiendas y mozos de restaurante, y muchachas de servicio y costureras. El genio en cuestión vigilaba sus furtivos amores, acompañaba los astutos movimientos, cubría las huellas, sin prometerles siquiera un momento de mejor suerte.
El barrio San Telmo es un reducto de lo inusual dotado con mucho encanto. Los amantes de objetos pasados de moda o por lo menos fuera de uso pueden encontrar todo lo que desea el corazón en los almacenes de antigüedades de la zona y en el Mercado de San Telmo, una coqueta plaza cubierta inaugurada en 1867 que se parece a La Boquería, si bien no tiene esa abundancia abrumadora del paraíso de alimentos de la plaza barcelonesa. Para escapar de la aglomeración de los grandes bulevares de Buenos Aires, se puede pasear al azar por las callejuelas del barrio, admirando las casas viejas que parecen bomboneras excéntricas, adornadas de buganvillas que parecen salir de su piedra apañada con yeso caído y que albergan las humildes mercancías que te hacen recordar las películas neorrealistas italianas.
En el centro de barrio se encuentra la Plaza Dorrego, una plaza de modestas dimensiones, convertida en una especie de Meca del Tango. Los clientes de bares, restaurantes y cafés que se encuentran en los edificios aledaños a la plaza, casi todos turistas extranjeros, tienen a su disposición mesas y asientos de madera situados de tal manera que les permiten ver a los bailarines de tango que quieren, a toda costa, demostrarles sus destrezas. A todas horas los bailarines están allí, listos para ofrecer una muestra de color local. No logré saber si las parejas que quieren presentarse frente al público pueden hacerlo sin limitaciones o si necesitan un certificado de capacidades o por lo menos la anuencia de los dueños de los locales. Tampoco supe si existe alguna regla especial que establezca la programación de los bailarines, empezando, quizás, con los novatos, y terminando, después de medianoche, con los verdaderos maestros.
Llegué allá un viernes sobre las once de la mañana. Me ubiqué en una mesa de la parte norte de la plaza, pedí algo de beber y decidí esperar. Después de unos cinco minutos, cuando se amontonaron suficientes espectadores, los bailarines se pusieron en movimiento. Muy cerca de mí, bailaba un hombre con un estómago apreciable y con pelo negro cogido en forma de cola, que me hizo pensar en un barbero lleno de entusiasmo por la hora de salir a tener un poco de movimiento después de trabajar toda la mañana. Dudé, no obstante, si considerarlo un barbero popular de barrio que sabe todo sobre afeitar barba y patillas, o ante todo una reencarnación de Sancho Panza pernoctando entre los porteños para darles algunas pruebas de cordura.
Su compañera era una joven parecida a Cenicienta, muy delgada, parecía sufrir de una intratable timidez. El vestido gris que tenía me resultó ofensivamente corto para las convenciones del tango, pero me di cuenta inmediatamente de que no hay lugar al purismo en la Plaza Dorrego y que para atraer a los turistas no se necesitan trucos muy sofisticados. El caballero bailaba con una no disimulada satisfacción consigo mismo, proyectaba, simultáneamente, arte y bienestar; mientras que la pobre niña se veía como avergonzada, daba la impresión de que todos los movimientos que hacía tenían más bien el propósito de esconder que poner en evidencia, permitiéndole luego volver rápidamente entre los anónimos. No logró desaparecer sino después de pasar por todas las mesas de madera, junto a su compañero lleno de suficiencia, llevando en la mano derecha el sombrero con el que pedía a los espectadores algún billete que demostrara su aprecio para con los bailarines.
Se me dijo que Boca era el barrio de la infamia, sede general de los ladrones, de los aprovechados, de los revendedores, y también, de los proxenetas, de los estafadores o los rateros de bolsillo. El barrio en el que no tienes permiso para perderte al azar, sino que debías seguir tranquilamente a las muchedumbres de turistas, desenvolviéndote cuidadosamente por las únicas dos o tres callejuelas consideradas seguras. Seguí los consejos de mis amigos de Buenos Aires y salí un poco por los trazados preestablecidos, allí descubrí la pobreza y la tristeza, al igual que sucede en las periferias de nuestras ciudades. En una zona segura, y en especial por Caminito, calle museo que se hizo célebre por la inspiración y la obstinación del pintor Benito Quinquela Martín, quien restauró entre 1950 y 1959 alguna decena de edificios de la zona para volver a darle el aspecto inicial, los turistas fotografiaban con afán todo lo que veían: la estatua de cera del papa Francisco bendiciendo a la multitud desde un balcón al lado de la estatua de cera de Maradona que lo acompaña con aprobación; muestras de arte callejero; puestos con recuerdos; señores tocando el bandoneón; bailarines de tango moviéndose con dificultad entre el gentío; las acuarelas de los jóvenes pintores extendidas en el suelo a espera de compradores; los niños vendiendo la camiseta de Boca... Aunque encantado por los vivos colores de las casitas de Caminito, así como por el espectáculo ruidoso de la calle, me cansé en un momento dado, así que me senté en la terraza de un restaurante que ofrecía también momentos de tango. Mientras comía una parrilla, tuve tiempo suficiente para ver a los bailarines. Él parecía tener como mucho treinta años. Era delgado, llevaba pantalones negros y una camisa blanca. Mostraba una cautivadora seguridad en sí mismo y una permanente sonrisa provocadora. Bailaba con un cierto cansancio, con una lentitud estudiada que le permitía sugerir que no daba dos centavos por la grandeza de la humanidad o por los grandes discursos que nos incrustan en la cabeza cuando estamos en los pupitres de la escuela. Su compañera era más joven, apenas si tenía veinte años, llevaba un vestido aún más corto que el de la muchacha de la Plaza Dorrego, sin embargo su cuerpo no conservaba ningún rastro de modestia, se movía lascivamente de modo natural, como entre una confabulación y, al mismo tiempo, un brutal alegato por la indecencia. El baile de los dos transmitía una auténtica sordidez, autenticidad de los viejos lupanares en los que nació el tango. Sentía que el proxeneta exhibía la mercancía, los encantos de su protegida esperando despertar el interés de aquellos que venían a Buenos Aires no solo para ver la ciudad. No me quedé mucho tiempo en la zona para ver si la oferta del caballero había sido considerada, no obstante, no me sorprendería para nada ver a la mujer retirándose a uno de los cuartitos en compañía de un turista holandés. Me pareció natural que un baile que empieza en un lupanar termine en un lupanar.