Número 107, junio 2019

La piedra
Ignacio Piedrahíta

 
Muda y gigante, rayado el negro de su piel con las vetas grisáceas de pacientes sudoraciones minerales, el lomo vestido de musgajes testarudos, la piedra se alzaba majestuosa como un dios malvado.
Viaje a la piedra, Juan Carlos Orrego.

El Peñol de Guatapé
El Peñol de Guatapé. Provincia de Córdova. Henry Price, 1852. Archivo Biblioteca Nacional de Colombia-Colección Comisión Corográfica.

 

Todo lo mudo y en apariencia inerte me es atractivo. Aquello que yace en el tiempo emulando a la eternidad genera en mí un poderoso hechizo. Las piedras grandes ejercen ese tipo de poder, porque están lejos de ser levantadas o movidas por manos humanas. Rocas y peñascos son tótems que necesito ir a visitar cada cierto tiempo. Y entre esos ídolos la piedra del Peñol es siempre un motivo de peregrinaje personal.

Supondrá el lector que, como amante y devoto de la piedra, subo de manera abnegada hasta su cima y me pongo a apreciar la vista desde allí. Para nada. No solo no me interesa el paisaje de un lago artificial, sino que esa cara de la piedra dejé de visitarla hace tiempo, cuando aprendí a reconocer lo que es feo y a evitarlo en lo posible. Las horrendas escaleras que se le han engastado en zigzag hasta su cima no serán tocadas por mí mientras pueda. Y mucho menos la “excrecencia arquitectónica” que le han puesto arriba. El camino que hago es por la otra cara, aún algo virgen y más dispuesta para la contemplación.

Me bajo del bus en el estadero La Mona y tomo el camino que se empina por la pendiente que conduce a la piedra. Un pequeño aviso en madera lo define como un sendero ancestral, pero más arriba el paso se interrumpe por una cerca de alambre de púas, y un gran letrero prohíbe el paso a “particulares y escaladores”. Puesto que no me considero particular ni escalador, atravieso y continúo ascendiendo hasta llegar a la base de la piedra. Con tocar su rugosa piel me basta, y usualmente me ubico allí donde una fractura horizontal forma una pequeña saliente.

Es probable que los indígenas tuvieran adoración por la piedra, pero de eso poco o nada se sabe. Del primero que se tiene noticia de haber escrito sobre ella es del químico francés Jean- Baptiste Boussingault, que vino a mirar asuntos mineros en nuestro país en los tiempos de la naciente República. La describió como una “pirámide de sienita”, sin mucho tino en lo que se refiere a la forma, aunque acertado en la geología: una roca de cristales grandes —unos claros y otros oscuros— que habla de antiguos magmas cristalizados.

El primer colombiano en poner algunos adjetivos a la piedra fue el médico Manuel Uribe Ángel en su Geografía de Antioquia, quien la resalta entre los “peñones” del Estado. Dice que “es importante por su gran masa, su elevación, su aspecto severo y su contorno majestuoso é imponente”. Solo cuando se está junto a ella, piel con piel con la piedra y sin intermediarios, es posible entender lo que significan las poéticas palabras de Uribe Ángel. Apoyado en la pared rocosa miro hacia arriba y siento vértigo y respeto al mismo tiempo, una sensación aumentada por el aire libre que nos rodea.

Los colonos españoles y sus descendientes mestizos se asentaron en esta región no mucho después de los conquistadores, atraídos por la guaquería y la minería de oro. Y, si bien eran gentes sencillas que no se preocuparon por dejar constancia escrita de la piedra, sí la dejaron en el habla. La palabra “peñol”, que se fue perdiendo en el español en favor de “peñón”, es un vestigio de aquellos pobladores de hace varios cientos de años.

En la creencia popular está la idea de que la piedra del Peñol es un meteorito. Es tentador imaginar la piedra surcando el firmamento como una estrella luminosa que va cayendo hasta clavarse en medio de la gran meseta. En ese caso sería, con mucho, el mayor de todos los meteoritos jamás encontrados en el planeta. Normalmente, lo que queda de los meteoritos que entran a la Tierra son rocas que no superan los dos o tres metros de altura, con lo que, nuestra piedra, con sus más de cien metros, sería una rareza que todavía los científicos del mundo no hubieran osado reconocer.

Desde mi lugar privilegiado en la fractura rocosa, la vista es monumental sin tener que ir hasta la cima. El poder mineral que cubre mis espaldas es lo que le da sentido al paisaje. Solo pinceladas humanas llegan hasta allí. A mis pies hay vidrios quebrados y otros objetos, lanzados desde arriba por los turistas que suben en multitud por el otro costado de la piedra. Aunque también se escucha el sutil tintineo de los arneses y las voces de los escaladores, animándose a ascender la roca. A todos nos acoge la piedra, con somnolienta indiferencia.

Me olvido de todo y viajo en el tiempo para ver surgir la piedra desde el subsuelo, como es natural a ellas. Nuestro peñón no es sino un saliente de una gran roca que hay por debajo. Y, en esto, otro mito tiene algo de razón cuando dice que “es solamente la punta del iceberg”, aunque la imagen no sea exacta. Lo que hay por debajo no es la continuación de la piedra a la manera como lo haría un témpano de hielo flotante, sino un minúsculo realce de una roca enorme que constituye buena parte del centro de Antioquia. Tan grande es que varios municipios del oriente y norte del departamento están asentados sobre ella.

Hace alrededor de setenta millones de años esa magnífica roca fue dejando de ser magma líquido para hacerse sólida conforme ascendía desde el subsuelo. Y algunos millones de años después asomó a la superficie cerca del nivel del mar, para luego irse levantando con la cordillera Central hasta alcanzar los 1500 o 2000 metros de altura promedio que tiene hoy. En la medida que esta gran roca iba subiendo, el agua lluvia y los riachuelos y ríos la iban alisando por erosión, un trabajo que facilitaban sus muchas fracturas. Pero solo unas pocas y pequeñas porciones de esta gran masa rocosa eran más sólidas y no tenían fracturas, y por lo tanto no se desintegraron, sino que quedaron visibles como protuberancias rocosas en el paisaje. Estos núcleos rocosos son los que hoy conocemos como la piedra del Peñol, la piedra del Marial, el peñol de Entrerríos, el cerro El Tabor en San Carlos, entre otros peñones menores. Más que haber “salido” del suelo, a estas grandes piedras se les fue cayendo la roca que tenían alrededor. Y, en el caso particular de la piedra del Peñol, eso ocurrió hace alrededor de un millón de años. Así que, si bien la roca de la que está hecha la piedra tiene setenta millones de años, la piedra propiamente lleva expuesta y “a la vista” cerca de un millón de años.

A distancia, la piedra del Peñol se ve negra, pero ese no es el color de ella sino de los líquenes y musgos muertos que crecen en su superficie. En algunas partes no colonizadas por esta vegetación minúscula la roca se ve blancuzca, más cercana a su tono original. En la acuarela de Henry Price, el artista de la expedición de Codazzi, la piedra aparece colorida y con más vegetación. Con esto Price intentaba acentuar la cobertura de plantas y arbustos sobre la roca y en sus costados, y además mostrar las “sudoraciones minerales” que pintan naturalmente la piedra de manera vertical.

Hace unos cien mil años cayó una gran lluvia de cenizas sobre todo el centro de Antioquia proveniente del volcán del Ruiz y el del Tolima. Esa actividad volcánica continuó durante milenios hasta cubrir toda la superficie de la región —incluida la coronilla de la piedra— con un metro de espesor de ceniza. De ahí en adelante, la lluvia que caía en la cima penetraba en el suelo de ceniza, se hacía ácida por la pavesa volcánica y luego chorreaba por los costados de la piedra, disolviéndola a su paso. De ahí esas acanaladuras verticales que se pueden observar en la piedra y que Price se encargó de resaltar con franjas de diferente color.

Estos canales verticales se aprecian mejor en la piedra del Marial, que es como una reproducción a pequeña escala de la piedra del Peñol. Es una coincidencia que se llegue allí por la vía de la réplica en miniatura del Viejo Peñol, inundado en 1978 por la represa de Guatapé. Uribe Ángel describe el Marial de la siguiente manera: “Hay otra roca hacia la parte baja del río, llamada Dos Cabezas, bastante elevada y que produce á la vista el efecto que producirían dos esfinges egipcias unidas por sus costados”. Sobre esta piedra dice Teodomiro Alzate Naranjo en su Compendio de geografía local del distrito del Peñol, de 1943, que era un verdadero santuario de peregrinos de todo el país a principios de 1900.

Hablando luego sobre la piedra del Peñol, Alzate Naranjo predijo su futuro cuando dijo: “No estará lejano el día en que los técnicos, los capitalistas y los turistas de Medellín, reconociendo a estas regiones la importancia que ellas merecen, se den un paseo por estos contornos con el fin de analizar la manera de convertir en realidad los proyectos de que venimos hablando”. Alzate soñaba con un Cristo en bronce en la cima de la piedra, al cual se ascendería por “sólidas escalinatas de metal o de mármol”, que giraran “en forma de caracol alrededor de la misma piedra, y quizá incrustadas en la misma”.

Pareciera que el dueño actual de la piedra hubiera hecho una interpretación bastante libre de los pomposos planes de Alzate. En 1954, antecesores de la familia propietaria escalaron la roca hasta media altura y pusieron allí un santuario, en connivencia con el cura de la zona. Luego hicieron las escaleras y, en los años ochenta, en cofradía esta vez con el alcalde de Guatapé, comenzaron a pintar el nombre del pueblo en la cara occidental. Los del pueblo de El Peñol, al sentirse excluidos, se quejaron ante la gobernación y se logró parar semejante estrago cuando solo habían hecho la G y parte de la U. Por fortuna las letras ya se están borrando. Una picadura de mosco, de todas formas, para la vida milenaria de la piedra.

Empieza a caer la tarde y decido bajar al mundo de los hombres. Antes de partir palpo la roca a manera de despedida. Los granos de cuarzo sobresalen entre los otros minerales de los que está hecha la roca. De ahí la rugosidad especial de su piel, que le da esa sensación carrasposa, como la de esos animales salvajes que en algún momento de la vida se tiene ocasión de tocar brevemente. Sensaciones sutiles como esa me duran meses y a veces años, hasta que desaparecen y entonces es necesario volver a visitar la piedra, mi piedra.UC

El Peñol. Gabriel Carvajal Pérez, 1971. Archivo Biblioteca Pública Piloto de Medellín.
El Peñol. Gabriel Carvajal Pérez, 1971. Archivo Biblioteca Pública Piloto de Medellín.