Número 107, junio 2019

El guardián entre el celuloide
Oscar Iván Montoya L. Fotografías: Luis Miguel Herrera Chaverra

Fotografías: Luis Miguel Herrera Chaverra

Darío Fernández es el último referente de una galería de pioneros, inventores y visionarios que pusieron patrimonio, talento y prestigio en la búsqueda de un sueño llamado cine antioqueño. En su trayectoria de más de cincuenta años fue camarógrafo, director de fotografía, realizador, jefe de laboratorio y montajista. En 1972 fue reconocido como el mejor técnico en el revelado a color en Colombia, y miembro activo de la Sociedad de Ingenieros de la Imagen en Movimiento y la Televisión.

Su última obsesión es la custodia de un archivo de casi doscientas latas en 70, 35 y 16 milímetros, que contienen los vestigios de Procinal, la Promotora de Cine Nacional fundada en los años cincuenta por Camilo Correa; los restos del laboratorio de su mentor Guillermo Isaza, y lo que se salvó de la debacle de Inducine, la productora que montó en Medellín después de su regreso de Bogotá. La historia del archivo semeja una carrera de relevos en la que un guardián le cede el testigo a otro custodio, confiando siempre en que aparezca un pupilo dispuesto a servir de centinela del tesoro. El archivo ha rodado por bodegas, zarzos y terrazas. Fue salvado del agua, del fuego, de la ignorancia y el abandono. Ahora reposa en el laboratorio de don Darío a la espera de que alguna institución o particular se haga cargo de él, ya que el cine solo le dejó las victorias morales y los bolsillos vacíos.

Fábrica de soñadores

El primer dueño del archivo fue Camilo Correa, cineasta antioqueño, “experto en fracasos y empresas quiméricas”, fundador del cineclub de Medellín y de Procinal, empresa con la que pretendía convertir a Medellín en el Hollywood colombiano. Hasta los años cincuenta la producción de cine en la región era inexistente, si se exceptúa Bajo el cielo antioqueño, una producción de los veinte que no tuvo precursores ni continuadores. El poco cine colombiano que se realizaba entonces se rodaba en Bogotá o en Cali, pero Camilo Correa, apoyado en un optimismo sin sustento, quería cambiar el estado de las cosas. Creía que Medellín, aparte de ser el mayor núcleo industrial del país, poseía ventajas como el clima, la luz natural, que era excelente inclusive en invierno, fluido eléctrico las veinticuatro horas del día, y distancias más cortas entre las locaciones. En 1946, con los restos de la Pelco y la Ducrane, dos productoras arruinadas, se lanzó a la concreción de su sueño más querido; luego, con el dinero de los socios se instalaron laboratorios y equipos, primero en Medellín y posteriormente en Itagüí. “Cada año me he dicho que el próximo nacerá la industria que el país tanto necesita. Pero el condenado cine nada que nace y ahora, en 1949, me encuentro en Itagüí tratando de montar otros laboratorios y talleres con la esperanza de que ahora sí nazca el cine, el más de malas de los hermanos de la industria nacional”, publicó en uno de sus manifiestos.

Desde su centro de operaciones inició la realización del Noticiero Nacional, especie de magazín donde se registraban sucesos como la llegada de la Vuelta a Colombia, la inauguración del estadio Atanasio Girardot, las fiestas del maíz en Sonsón, los Juegos Nacionales. Ya con más vuelo, Camilo Correa quiso darle vida al primer largometraje de Procinal, que se llamó Cristales y, finalmente, Colombia linda. Para poder cuajar su sueño viajó a Hollywood de donde trajo cámaras, reveladoras, dollies, trucas, copiadoras, trípodes. Para refinanciar la producción se lanzaron acciones que fueron adquiridas por obreros, empleadas del servicio, oficinistas, que invirtieron sus escasos recursos en esta empresa destinada al naufragio, pues si bien Camilo Correa era un hombre honesto, era autocrático y pendenciero, lo que lo condujo rápidamente a la quiebra. Así lo describe uno de sus contradictores: “Pero es que usted don Camilo se ha metido de gerente, administrador, camarógrafo, extra, liquidador, portero, subgerente, cobrador, decorador, jefe de no sé qué, jefe de lo otro, libretista, encuadrador, director, operador, opositor, comendador y lo demás no es poco. Así no se llega a ningún Pereira don Camilo”.

Colombia linda fue estrenada en 1955 en cinco salas de Medellín, incluida la del Teatro Junín, una de las mejores de la época. Sin embargo, fue un desastre en taquilla, lo que trajo como consecuencia inmediata la liquidación de Procinal. Camilo Correa fue acusado de quiebra fraudulenta y terminó en la cárcel La Ladera durante ocho meses. Los equipos fueron rematados para pagar las deudas. En la diligencia judicial efectuada en Itagüí, el 25 de marzo de 1956, una moviola en perfecto estado fue vendida por veinticinco pesos; un equipo de filmación avaluado en treinta mil se entregó en seis mil, por los veintiún rollos que contenían Colombia linda dieron veintiún centavos, a un centavo el rollo. Los miles de pies de celuloide se convirtieron en un encarte para el liquidador del tribunal, porque la casa donde funcionaba Procinal era arrendada, y dictaminó que fueran arrojadas a la quebrada Santa María. De manera providencial apareció Guillermo Isaza, otro pionero del cine antioqueño, quien se las llevó para el zarzo de su casa donde se escamparon durante casi cincuenta años, hasta el momento de su muerte, cuando otra vez se vieron abocadas a la destrucción.

Después del canazo Camilo Correa viajó a Estados Unidos donde vivió durante varios años. Murió en Medellín en 1990. Del antiguo Procinal no quedó nada, “solo un taburete embargado siete veces”.

El brujo de Itagüí

El segundo propietario del archivo fue Guillermo Isaza, un alquimista que no buscaba la piedra filosofal sino el revelado a color en Colombia, en un momento en que nuestro cine era una imagen parpadeante y rudimentaria, y ejecutar ese proceso técnico era una utopía. Guillermo Isaza fue un prolífico inventor autodidacta, creador de máquinas increíbles, sonidista de Enock Roldán, y maestro de Darío Fernández, quien llegó a su laboratorio en Itagüí siendo un adolescente, y aprendió los secretos del revelado de positivos, negativos y sonido, redescubrió fórmulas para el copiado, estudió los diferentes formatos de celuloide, se familiarizó con todo tipo de emulsiones, entendió la composición de los reactivos, se especializó en fabricar máquinas, piezas y repuestos inexistentes en el mercado.

A Guillermo Isaza se le reconoce haber sido el inventor de un proyector de 35 milímetros con sonido magnético para reproducir y grabar en cuatro canales, la impresora de contacto para 70 milímetros, la cámara para rodaje de películas en tercera dimensión, además de cerca de veinte mil piezas que armó a punta de lima. Participó en el procesamiento de Raíces de piedra, de 1962, de José María Arzuaga, la película fundadora de la modernidad cinematográfica en nuestro país, que fue censurada y no se pudo estrenar, y en la que Guillermo perdió plata. Aun así, manifestaba su orgullo de haber hecho posible ese trabajo. Su gran obsesión era revelar a color, propósito en el que trabajó por casi quince años, hasta que finalmente lo consiguió con sus métodos hechizos en Guatavita: milagro de una civilización, de 1971, un cortometraje de finales de los años sesenta, dirigido por Mónica Silva.

Durante más de diez años estuvo Darío Fernández al lado de su maestro, allí conoció el archivo de Procinal y le tocó realizar varias quemas, pues un buen porcentaje de las latas contenían celuloide fabricado en nitrato de celulosa, un material altamente inflamable, de difícil transporte y almacenamiento, que causó varias explosiones e incendios en cines y lugares en los que se comercializaba. Fueron casi 250 latas que incineró, ya que el mismo Guillermo Isaza, a pesar de la pasión que profesaba por el cine, bromeaba de vez en cuando y aseguraba que “solo por amor me acostumbré a dormir en mi casa con dos peligros: las películas de nitrato y mi señora”. De este archivo Guillermo Isaza vendió una parte a Patrimonio Fílmico Colombiano, y otra a Pacho Muñoz, otro de sus aprendices.

Guillermo Isaza no supo sacar provecho económico de su inagotable creatividad. Se mantenía aislado en su gabinete de Doctor Fausto, y nunca patentó sus inventos ni los produjo en cadena, y cuando fue despojado de sus medios para ganarse el sustento con el cine, se vio obligado a dedicarse a la reparación de impresoras para computador y cabezas de sonido de proyectores de 70 milímetros. “Si don Guillermo no hubiera sido tan misántropo, y se hubiera arriesgado a salir de Itagüí, estoy seguro que hoy en día sería reconocido como uno de los hombres más importantes de la historia del cine colombiano”, asegura su pupilo preferido.

Su último y descabellado proyecto fue construir un televisor en tercera dimensión.

Fotografías: Luis Miguel Herrera Chaverra

Todos los colores de la oscuridad

Con su experiencia de aprendiz de brujo recogida al lado de Guillermo Isaza, Darío Fernández viajó a Bogotá, donde fue requerido por Jairo Mejía Flórez, dueño de Bolivariana Films, el primer laboratorio equipado para revelar color en Colombia de manera industrial. En nuestro país ya se venía rodando en color desde La gran obsesión, en 1958, película dirigida por Guillermo Ribón Alba; no obstante, hasta el momento, solo Guillermo Isaza había conseguido la proeza de revelar en color con sus métodos artesanales. Con su precaria historia cinematográfica, nuestro país había tenido, paradójicamente, decenas de laboratorios de revelado, todos técnicamente muy limitados, inclusive para las labores en blanco y negro. Este servicio se prestaba en Estados Unidos o México, y solo hasta agosto de 1971, en un momento histórico en el que estaba despegando la ley del sobreprecio, vino la necesaria respuesta técnica como un gran impulso para la llegada de capitales y un mayor dinamismo en nuestra aletargada producción.

Darío Fernández fue nombrado jefe de laboratorio y le tocó procesar las películas, documentales y cortometrajes de cineastas como José María Arzuaga, Julio Luzardo, Carlos Álvarez, Diego León Giraldo, Camila Loboguerrero, Leopoldo Pinzón, Sergio Cabrera, Lisandro Duque, Ciro Durán, Jairo Pinilla, Carlos Mayolo, Gabriela Samper, Luis Ospina… aunque una buena parte de los ingresos de la productora provenía del magazín Cine Noticias: Colombia y el mundo todo color, que era dirigido por Luis Alfredo Sánchez, quien estaba recién desempacado de la antigua Unión Soviética. Durante este período Darío Fernández incursionó en la realización con Día uno, de 1974, y Un paraíso del Pacífico, de 1980.

Bolivariana no solo ofrecía sus servicios como laboratorio, también se embarcó como productora y participó en proyectos como La ópera del mondongo, de Luis Ernesto Arocha, en 1975, y la grotesca y muy taquillera Holocausto caníbal, de 1981, dirigida por el italiano Ruggero Deodato, en la que Darío Fernández participó de manera tangencial. Pese a que su gusto lo inclina por las grandes superproducciones tipo Los diez mandamientos, no le resta valor a este trabajo: “Es una película bien hecha, técnicamente irreprochable, sobre un tema que gustó mucho en su momento, que a nivel local e internacional funcionó muy bien en taquilla, pese a la censura, o mejor dicho, gracias a ella. Eso es lo que necesita un productor. Si quiere sacar adelante los proyectos, primero tiene que aprender a realizar películas que den plata”.

Punto de quiebra

Después de casi una década en Bolivariana Films, Darío Fernández regresó a Medellín con el ánimo de formar Inducine, Industria Cinematográfica de Antioquia, una productora que prestaría servicio de laboratorio y realizaría proyectos propios en cortometraje y documental. Allí publicó durante cuatro años la cine revista Antioquia en acción. Y con los mejores equipos comprados en Bogotá y el exterior se dispuso consolidar el viejo sueño de Camilo Correa y Guillermo Isaza de convertir a Medellín en una meca cinematográfica. Pero los tiempos habían cambiado dramáticamente: “Me vine de Bogotá en donde estaban mis amigos editores, sonidistas, camarógrafos, realizadores, operarios de laboratorio, cuando llegué a Medellín me percaté que la movida cinematográfica estaba estancada, y que mis amigos y colegas de generación habían muerto, ya no vivían en la ciudad, o se habían dedicado a actividades menos riesgosas que el cine”.

Pero fue con la llegada de los formatos en video, y posteriormente en digital, que Darío Fernández recibió la cornada mortal, y lo que siguió fue una lenta y cruel agonía. Los clientes desertaron, el efectivo en los bancos se esfumó y las deudas no dieron espera. Su bancarrota coincidió con la crisis de la exhibición cinematográfica que cerró los teatros en pueblos, barrios y los centros de las ciudades. Ya no había pantallas para exhibir Antioquia en acción que era prácticamente su única fuente de ingresos. Y de esta manera se repitió la historia de Camilo Correa, y a Darío Fernández le tocó vender sus activos por una miseria para pagar deudas contraídas en el montaje de Inducine, y el poco patrimonio en dinero fue devorado rápidamente por el arrendamiento de la sede donde funcionaba su productora. Pero tampoco se arrepiente de sus esfuerzos: “Perdí la profesión, los equipos, los clientes, el laboratorio. Después de Camilo Correa y Guillermo Isaza no se pudo hacer ni el cine colombiano ni el antioqueño, ni siquiera el de Medellín. No nos tocó a nosotros, pero prendimos la mecha que hoy mantiene viva Víctor Gaviria y los que vienen detrás”.

Con la venta de unas propiedades rurales logró sobreaguar el mal momento, y se retiró a vivir con su familia en el barrio La América.

Fotografías: Luis Miguel Herrera Chaverra

El tesoro errante

Cuando pensaba que los quebraderos de cabeza propiciados por el cine habían finalizado, se enteró de que a la muerte de su maestro Guillermo Isaza, sucedida en 2004, su familia no sabía qué hacer con las latas que reposaban en su casa en el barrio San Pío, en Itagüí. Hasta allá llegó Darío Fernández y las recogió de un patio en el que estaban a sol y agua, las organizó lo mejor que pudo en el cuarto de San Alejo de su casa, donde, para su desgracia, fueron atacadas por el implacable síndrome del vinagre, que se ensaña especialmente en el celuloide fabricado en acetato de celulosa. El síndrome comienza con un aumento progresivo en los niveles de acidez y, una vez infectado, el celuloide libera ácido acético, el olor particular y mareador de la película en descomposición. En grados muy avanzados, como el último descarte en 2016, la emulsión libera burbujas y el color de la gelatina se torna violeta, azul o rosa, y se vuelve inservible.

Gracias a algunas becas en conservación de patrimonio se consiguió aislar los rollos de celuloide en latas individuales, y se clasificaron las aproximadamente doscientas unidades en cinco grupos bien definidos. El núcleo más antiguo corresponde a las legendarias latas salvadas de las aguas de la quebrada Santa María; un segundo, a los materiales de Guillermo Isaza; un tercero, a la cine revista Antioquia en acción; un cuarto bloque lo conforman piezas publicitarias para Nestlé, Seven Up, Pony Malta, Chiclets Adams; y un último contiene piezas heterogéneas como fragmentos del documental El caso Tayrona, de Diego León Giraldo, apartes del trabajo sobre el pintor Oswaldo Guayasamín, la visita del papa Paulo VI a Colombia y varios registros sobre la Feria de las Flores. La única manera de rescatarlo sería sometiéndolo a un proceso de digitalización y almacenamiento que evitaría que se pierdan en el olvido las millones de imágenes que se encuentran dentro de las latas, como el genio que duerme en el fondo de la lámpara maravillosa.

Reconoce con el dolor en el alma que el archivo le ha generado más contratiempos que alegrías, y solo está a la espera de que algún particular o entidad pública “adopte” este tesoro audiovisual que ha atravesado más de medio siglo de nuestra historia. Darío Fernández no pierde su talante y buen humor, y cuando se le pregunta si volvería arriesgar patrimonio, talento y tranquilidad por hacer cine, responde muy orondo: “Yo le jugué todo lo que tenía al cine y el cine me dejó sin un peso; sin embargo, a ver jovencito, qué tiene para mí. Sigo escuchando ofertas”. UC