Número 107, junio 2019

9 de abril
John Henry Flórez López. Ilustración: Laura Mejía-Posada
 

Presidente.
No es usted de mucho entender motivos, pero debe comprender que no es mi intención engreírme de un verbo incomprensible ni retórico, por eso, quiero que el…

Gaitán arrancó de un tirón la hoja de la máquina de escribir, hizo una pelota y la arrojó con gran precisión en la papelera acomodada debajo de la ventana de su oficina, a unos diez pasos de su escritorio. Era su quinto acierto a la canasta y su quinto fracaso en la escritura.
—No, no es esta la manera de dirigirse a la oligarquía rapaz —dijo en voz alta y meneando la cabeza—. Tanta galantería y reparos verbales se vislumbrarían, por desgracia, como una muestra de adulación, de lisonjería. Y no. ¡No se puede permitir tal lectura!

Escoró a la derecha, abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó otra hoja; la acomodó al rodillo de la máquina de escribir y continuó:
Señor M4ri4no Ospin4 Pérez.
No he olvid4do el 4sunto pendiente. Comprender4´ usted que tengo d4ñ4d4 un4 tecl4 de l4 m4´quin4 de escribir. Y4 h4br4´ 4divin4do cu4´l es, de eso estoy seguro. Por t4l motivo, le escribiré de nuevo m4ñ4n4, 10 de 4bril, cu4ndo h4y4 resuelto el problem4.
Jorge Eli…

La puerta de la oficina se abrió antes que terminara de escribir su nombre; era Cecilia, su secretaria:
—Doctor, disculpe. No le vi llegar esta mañana y…
—Llegué temprano, Cecilia. Toda la mañana he tratado de escribir una carta a la dirigencia conservadora —se tomó la cabeza con ambas manos—, pero esta máquina me está dando lidia —golpeó suavemente el aparato.
—¡La lidia se la da usted mismo! —hizo una pausa, frunció el ceño y continuó—: yo se la hubiera podido redactar.
Gaitán cerró los ojos un momento, pensativo y envuelto en una nube de duda. Finalmente, repuso:
—No era necesario —acabó de escribir su nombre en la hoja y la sacó del rodillo. Giró hacia Cecilia y continuó—: esos son asuntos de honda intimidad, se hacen con letra propia y se resuelven por mano propia.
—Bueno, usted sabrá por qué lo dice —se quedó en silencio un instante—. Otra opción es que yo me venga para acá y usted se vaya a mi oficina. Así podría…
—¡No, Cecilia, no! Haga de cuenta que el pueblo se ha pronunciado. Le agradezco —se puso de pie y se acercó a ella—. Más bien, envíeme esto al Palacio — estiró el brazo y le entregó la carta.
—Doctor, pero será después de almuerzo porque mire la hora que es.
Gaitán, como guiado por una instrucción inexorable, levantó la manga de su saco y vio que el reloj marcaba las 12:40 del mediodía.
—Sí, Cecilia. No queda de otra —dijo—. Aunque yo no pienso salir ahora. Si puede, me manda o me trae unas manzanas —sonrió y le guiñó el ojo.
—Por supuesto, doctor, manzanas ROJAS —dijo sonriente—. Ah, qué pena, se me estaba olvidando preguntarle, ¿cómo le fue en la defensa del teniente Cortés?
—¡De maravilla! No me podía ir mejor. Ha sido la mejor defensa de mi carrera —Gaitán paró de golpe, frunció la nariz y añadió—: ¿Cecilia, no siente esa peste? Ya me tiene con náusea.
—¿Peste? No. Aquí no hay ninguna peste. No huele a nada —respondió Cecilia enarcando las cejas—. ¡Ay, y qué bueno por la defensa! —sonrió—. Me alegro mucho por usted.
Cecilia volvió a su oficina, levantó un fardo de papeles viejos que tenía amontonados sobre el escritorio y cubrió con ellos la carta que Gaitán le había entregado. Cogió su bolso del perchero y se dispuso a salir.
Hizo un gesto de descuido, vaciló el paso y se devolvió a la oficina de su jefe.
—Doctor, se me olvidó contarle algo. Ayer, en dos ocasiones, vino a buscarlo el señor Fidel Castro, el cubano, el mismo que usted atendió el miércol…
—Sí, el del Congreso de Estudiantes. Él vino con otro. Aquí los tengo anotados —Gaitán sacó una libreta, revisó los registros de visitas y leyó—: “7 de abril. Fidel Castro y Rafael del Pino. Petición de acompañamiento para dar cierre del Congreso Latinoamericano de Estudiantes”. ¿Qué quería?
—La primera vez no dijo mucho. Llegó a eso de las dos de la tarde y no saludó. Me causó miedo, tenía los ojos saltones, como de loco. Me dijo que lo necesitaba urgente, que a qué horas llegaba. Como no supe darle razón, se fue manoteando.
Gaitán soltó una risotada y se acercó a ella.
—Bien díscolo es este cubano. Me gustan estas juventudes, Cecilia. Me gustan y me han gustado los obstinados, me gustan sus entregas y sacrificios aun cuando parecen estar equivocados.
Cecilia metió la mano en su bolso, sacó un sobre de manila y continuó.
—La segunda vez vino más calmado y me pidió que le entregara esto —ofreció el sobre a Gaitán.
—¿Usted ya lo abrió?
—No, doctor, ¿cómo cree? Hasta parece que estuviera vacío, no pesa nada —dijo mientras agitaba el sobre.
—Bueno. Vaya almuerce tranquila.

Cecilia desanduvo el camino hacia la puerta de salida. Contó mentalmente, por costumbre, los pasos que la separaban de esa puerta hasta el ascensor: quince pasos cortos debía dar la suma; había contado nueve cuando sonó el teléfono. Se devolvió apresuradamente. Los nueve pasos que había dado de ida se convirtieron en cuatro de vuelta. Descolgó el teléfono.
—Oficina del doctor Jorge Eliécer Gaitán, habla Cecilia…
—Aló, aló fuerzas generales izquierdistas. Aló, aló fuerzas generales izquierdistas de Colombia, les habla Jorge Gaitán Durán. ¡Levántense en rebelión, alcen su puño! Aló, aló fuerzas genera…
Cecilia colgó de golpe. Tenía el rostro demudado. La voz que escuchó al otro lado del teléfono le pareció sentenciosa. Se quedó pensando un momento y, rauda, resolvió salir de nuevo. Volvió sus pasos, crispó su mano en el picaporte y, en ese preciso instante, escuchó la voz de Gaitán que la detuvo de un tirón, como si se hubiese enlazado en su cuello.
—¿Quién era, Cecilia? —gritó Gaitán desde su oficina.
Cecilia balbuceó. Luego guardó silencio por tres largos pasos en los que intentó volver a la oficina de Gaitán, se detuvo y al fin resolvió.
—Nadie importante. Una amiga que me está esperando para almorzar —recogió sus pasos y una vez afuera pegó un portazo.

Gaitán palpó el sobre que le dejó Fidel Castro. Al principio pensó que era una broma, no sintió nada al tacto. Lo abrió, observó el interior y explayó la palma de su mano izquierda, sobre ella cayó una moneda de cinco centavos con un rasgo particular, tenía la efigie áspera, rugosa, como si la hubieran raspado sobre el asfalto. Continuó observándola y alcanzó a distinguir el año de fabricación: 1948.
—Cubano loco —pensó sonriendo—: ¿qué valor tiene una moneda gastada en sí misma? ¿De qué sirve un año sin rostro? —la iba a lanzar por la ventana cuando lo sorprendió un chirriar de goznes detrás de sí. Volvió el rostro y cerró el puño sin soltar la moneda. Era Plinio, su amigo, un hombre gordo y rosado, con una gran cabeza de pelos grasientos. Estaba parado en la entrada de la oficina y sonreía mientras observaba a Gaitán.
—Jorge, lo estaba esperando abajo —dijo Plinio— y en esas me topé con Cecilia. Me dijo que usted pensaba quedarse en la oficina, entonces, en función de nuestra amistad vine a rescatarlo —se acercó a Gaitán y le dio un fuerte abrazo.
—No hombre Plinio, si hoy no tengo ganas de salir a almorzar. Mire que con el juicio de anoche quedé más que satisfecho.
—Vamos, no se haga rogar. Además tengo una cosa que contarle.
—¡Qué son esas cortesías! —Gaitán se encogió de hombros—, lo escucho.
—No, aquí no le puedo decir —Plinio se rascó el entrecejo—. Es algo fuera de los menesteres laborales, además, le conviene. Es casi un premio —extendió las manos con las palmas hacia arriba—, pero solamente será merecedor de él si me acompaña.
—¡Qué misterio el suyo! Periodista tenía que ser —Gaitán se hizo a sus espaldas, le puso la mano derecha sobre la cabeza y la agitó suavemente—. Además ni hambre tengo. Este olorcito a peste me tiene mareado. ¿No lo siente?
—¿Olor? ¿Cuál olor? —Plinio meneó la cabeza—, yo no siento nada. —De pronto se quedó en silencio, brotó los ojos, crispó los puños a guisa de triunfo y resolvió—: ¡Le tengo el remedio! Camine le invito una copa de aguardiente, eso le abre el apetito y, por ahí derecho, se unta dos gotas en las fosas nasales y eso le espanta ese olor. ¿Qué dice?
Gaitán soltó una carcajada.
—¡Está bien! ¡Está bien!, me convenció. Haré una restauración de mis motivos para dejarme invitar. Pero, eso sí, le advierto que yo salgo caro —sonrió—. Ha de tener recia la billetera.
Alargó sus pasos hacia el perchero y se puso el sombrero. Cuando estaban cruzando por la oficina de Cecilia, sonó el teléfono.
—No conteste —dijo Plinio—, estas no son horas de llamadas. No vamos a alcanzar a hablar —el reloj marcaba la 1:00 de la tarde.
—Puede ser importante —repuso Gaitán—. ¿Qué tal sea el pedido de manzanas que le hice a Cecilia? —sonrió.
Descolgó el teléfono, era su esposa.
—Hola Amparo, ¿todo está bien? La oigo agitada. ¿Está con Gloria? —preguntó él con preocupación.
—…
—No se preocupe por eso —dijo con una mueca de tranquilidad.
—…
—¡Además, el día que eso pase las aguas de este país se precipitarán rabiosas y no volverán a sus cauces hasta cien años después!
—…
Gaitán se despidió y colgó el teléfono; Plinio se apresuró hacia él.
—¿Pasó algo?
—Nada, ¿qué va a pasar? O sí —continuó sonriente—, pasa que otra vez huele fétido y usted se me va a echar para atrás con el aguardiente.

Ilustración: Laura Mejía-Posada

Cuando subieron al ascensor era la 1:03 de la tarde. El descenso tardó poco más de veinte segundos. La puerta se abrió. Plinio se pasó la lengua por los labios, tomó a Gaitán de gancho y lo condujo hasta la salida del edificio.
—Bueno —dijo Gaitán—, ahora sí cuénteme qué es eso tan importante que me tiene que decir.
Plinio guardó silencio. Desconcertado miró la extensión de la carrera séptima. Le pareció contar poco más de veinte rostros repartidos en las aceras, todos le parecieron iguales, todos eran Gaitán. Sintió que la imagen del caudillo se multiplicaba en sus devotos: emboladores, vendedores, choferes, meseros, tinteros, legistas, mecánicos, saltimbanquis, pelanduscas, trapaceros, calanchines: todos tenían un mismo rostro, una misma expresión y un mismo color.
—¿Qué le pasa Plinio? —preguntó Gaitán.
—Nada, hombre, ¡nada! —Plinio se zafó del brazo de Gaitán, agachó la cabeza y le dijo—: espéreme, ya vuelvo —se apresuró y cruzó la calle. Gaitán se quedó observándolo hasta que se perdió en un grupo de personas.

A la 1:05, cuando recién iniciaba la tarde, también, de súbito iniciaba la noche. El fragor de tres explosiones resonó en Bogotá. Gaitán se desplomó a pocos pasos del umbral del edificio Agustín Nieto. Junto a él repicó un tintineo, giró la mirada cansada en busca del sonido y, con cara al cielo, reconoció la moneda de cinco centavos que le había regalado Fidel Castro; pero ya no estaba rugosa: era tersa, bruñida, limpia. La efigie y el año se revelaron ante sus ojos velados por cortinas de sangre. El año 1948, la efigie su propio rostro indígena. Miró su reflejo en el diminuto disco y descubrió su cabeza diademada por la palabra “Libertad”. Reconoció su imagen en ese espejismo de cobre. El sol, espectador tardío, se filtró por los densos nubarrones que a esa hora orlaban el firmamento, estiró sus largos dedos de nítida luz y cayó de lleno sobre el rostro de Gaitán, sobre la efigie de la moneda y, en el reverbero, comenzó el incendio.UC