Número 105, marzo 2019

Entrevista con la princesa
Luis Miguel Rivas. Ilustración: Titania Mejía

Ilustración: Titania Mejía

Nada de esta crónica salió como lo había concebido en un principio. En el proceso ella misma fue imponiendo su camino hasta quedar así, como la están empezando a leer. O sea, como debía salir.

En primer lugar lo que quería era entrevistar a Elsa, la reina de Frozen, y terminé entrevistando a Ladybug. En segundo lugar había concebido la idea de mostrar el universo luminoso y alado que habitan las princesas, en contraste con la realidad en un país donde la inflación ha llegado al 59 por ciento en un año, y donde la mayoría de la gente tiene dificultades para llegar a fin de mes. Pero las princesas no me ofrecieron el desesperado material que imaginé porque, aunque también viven la realidad en carne propia, no estaban rabiosas ni deprimidas ni amargadas.

A la reina Elsa la vi en persona por primera y única vez el sábado 16 de marzo en un castillo de la calle Necochea en el barrio La Boca. A eso de las siete de la noche la puerta principal cayó sostenida por las cadenas laterales y entre una explosión de luces multicolores y al ritmo de una música tocada por trompetistas invisibles, surgió ella: erguida, magnánima, el traje de seda azul, el pelo recogido en una gruesa trenza blanca y rematado por una coronita que me pareció muy pequeña para tanta majestuosidad, dando pasos lentos y firmes frente a la concurrencia que esperaba un acto extraordinario aunque no de esa magnitud. Pero sobre todo ante el asombro de Lucía Náder Guzmán que se quedó congelada, la totalidad de su sistema nervioso de cinco años obnubilado por la impresión de una realidad que apenas había imaginado tocar con su imaginación ya de por sí desbordada. Fue tanto el impacto del momento que ni Lucía ni nadie más pareció notar el hecho aun más insólito de que Elsa viniera acompañada por alguien que nada tenía que ver con ella: Ladybug.

—¿Oh, pero dónde estamos?, ¿a qué mundo extraño hemos llegado? — le preguntó la reina a Ladybug, mirando a todos lados—. ¿Estará aquí Lucía, a quien estamos buscando para saludarla en su cumpleaños?
—¡Sííí! —gritaron los niños.
Lucía, la boca y los ojos abiertos a tope, no atinaba palabra ni movimiento. Elsa preguntó si alguien la había visto y todos los niños la señalaron. La reina la atrajo hacia sí con un gesto amoroso y Lucía se dejó llevar con una mezcla de tensión y desmadejamiento, las pupilas brillantes y fijas en la cara de la reina increíble. Elsa empezó a contar la historia de una princesa solitaria, atribulada por su propio poder debido a una maldición que solo podría contrarrestar el amor. La atención de los adultos se fue centrando cada vez menos en sus hijos y cada vez más en las desventuras contadas con tanta verdad, y cuando menos pensamos todos estábamos absortos en su universo de hielo, subiendo una gélida montaña con la princesa Anna, el rústico Kristoff y Ladybug, que había acudido para ayudarlos a luchar contra todos los obstáculos, hasta el momento climático en que Elsa empezó a cantar sola y luego acompañada por los niños y después por los padres y hasta por los empleados de la sala de eventos, todos entonando a voz en cuello una melodía que nos sacó por un instante de este mundo desprincesado:
Libre soy, libre soy
No puedo ocultarlo más
Libre soy, libre soy
Libertad sin vuelta atrás
Qué más da, no me importa ya
Gran tormenta habrá
El frío es parte también de mí.

Los padres de Lucía —Mauricio Náder, un colombiano que lleva diez años en Buenos Aires y trabaja como paseador de perros, y Soledad Guzmán, argentina y profesora de yoga— estaban felices y consideraban justificado el sacrificio de haberse gastado casi treinta mil pesos (el salario mínimo mensual en Argentina en 2019 es de 12 500 pesos) solo por el brillo de los ojos y la sonrisa inolvidable de su hija.
—Como ella estuvo tan feliz no es tan caro. Si algo hubiera salido mal hubiera sido carísimo —comentó Mauricio ante un grupo de padres, poco después de partir la torta de cumpleaños.
Otro de los padres, profesor de música en un colegio de secundaria, completó:
—Es un asunto de dignidad, hay que celebrarle el cumple a los nenes lo mejor que podamos, no podemos renunciar a eso, nos quieren arrinconar hasta que perdamos estas cosas, la alegría. Esta es una forma de resistencia.

Al lunes siguiente llamé al castillo de la calle Necochea y pedí los datos de Elsa. Le envié un wasap contándole que era un escritor colombiano y blablablá. Pero la reina, además de tener un hijo recién nacido, es gerente, actriz y cantante de la empresa Hakunna Eventos, que fundó hace cinco años, y andaba tremendamente “enquilombada”, por lo que me pasó el número de una de las animadoras de la empresa, que casualmente resultó ser la misma Ladybug que la había acompañado en el cumpleaños de Lucía. Una semana después me encontré con ella en el Bar Británico, junto al Parque Lezama, para tomarnos un café y hablar.

La Ladybug del castillo era flaca, tanto que la piel de superheroína le quedaba holgada. Pero Micaela Pastori, de veintiún años, es aun más flaca, de una flacura cultivada y contenta. Su voz y sus maneras son también así, delgadas y sólidas. Estudió comedia musical y luego de trabajar en un call center, y fungir como profesora de teatro y modelo esporádica, se encontró con Hakunna Eventos donde ha sido Elsa, Rapunzel, Cenicienta, Blancanieves y otra larga lista de personajes. Para acudir a la entrevista tomó un colectivo desde su apartamento en Avellaneda, en donde vive sola con su perra Lara, y luego de nuestro encuentro debía salir para el barrio Abasto a hacer una sesión de fotografía.
—¿Para qué sirven las princesas hoy en día? ¿No estarán afirmando valores ya inútiles? —le pregunté de entrada.
—Yo creo que eso cambió un montón. El avance social ha llegado a las nuevas historias. Las princesas nuevas, de hecho, marcan un montón de diferencia. Salen de Elsa que fue la primera princesa sin príncipe, la mala de la película, que era más independiente en el sentido de que ni siquiera se plantea la idea de que tiene que tener un príncipe al lado. A partir de ahí fue cambiando un montón. Después Moana, ella también es una princesa guerrera, líder de una tribu y tampoco se plantea la idea de tener un príncipe, las historias dejaron de girar alrededor de que tiene que haber un hombre y eso cambió un poco la percepción de la gente.
—¿La realidad nunca se te ha metido en la fantasía? —le pregunté después, y se quedó pensando un rato. Me dijo que a veces se mezclan los dos mundos de un modo extraño. Recordó una vez en que era la princesa Moana y el chico encargado de la música y los efectos especiales tomó el tarro de gas pimienta que Micaela carga en su bolso para enfrentar una posible agresión en la calle.
Pensando que se trataba de un ambientador el muchacho roció el aire en plena presentación. Los niños empezaron a toser y lagrimear, los padres a estornudar y todo el mundo salió despavorido como si el reino hubiera caído en la desolación producida por el semidios Maui.
—Pero aun así la realidad nunca ha tenido la fuerza para destronar a la fantasía de los niños —continuó Micaela—, porque minutos después todo se calmó, ventilaron el espacio, y el espectáculo siguió y terminó felizmente.
—¿Y la realidad política?
—No soy ajena a eso. De parte de mi papá siempre hubo mucha consciencia política, mucho de hablar del tema aunque no hasta el punto de militar. Digamos que acá es medio difícil tener una posición porque las cosas son muy extremas, de un lado o del otro… y para mí ninguno de los extremos está bien porque hay que tener un cierto matiz para poder entender qué cosas están bien y qué cosas están mal.
—¿Pero no has pensado en la necesidad de adoptar una posición concreta?
—Esta es mi posición concreta, ¿o qué es lo que querés? —me contestó sonriendo, y seguimos un largo rato alternando mis preguntas dicotómicas con la solidez de sus matices. Hasta que Ladybug debía irse.

Afuera, se puso los audífonos y tomó la calle Brasil en dirección a Balcarce, buscando el paradero del colectivo. Avanzó sin prisa, un tanto descuajaringada. Al llegar a la esquina se detuvo y miró largamente hacia el Parque Lezama, arriba, tal vez al copo de un árbol. Era comienzos de otoño, había algo triste y muy frío en el ambiente, en el mundo. Debe ser la sustancia de donde salen los tangos. Pero era como si a ella eso no la tocara. O como si el frío también hiciera parte de ella. UC