Número 105, marzo 2019

Autobioygrafía
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Manuel Celis Vivas
 

Hasta septiembre de 1992 yo tenía la idea de que Adolfo Bioy Casares era un amigo gris de Jorge Luis Borges, acaso otra más entre las sanguijuelas que habían chupado de la fama del Homero argentino al prestarse como sus amanuenses. Pero una noche de los referidos mes y año, el azar me puso frente al televisor justo cuando pasaban la entrevista que Margarita Vidal le había hecho a Bioy un año atrás y que se incluyó en la galería de Palabra mayor, el mejor programa de literatura emitido alguna vez en la televisión colombiana. El director de la serie era R. H. Moreno-Durán, quien en su tiempo libre también escribía novelas.

Aunque recuerdo muy poco de la entrevista, no olvido el momento en que Vidal trajo a colación la palabra usada por Borges para calificar La invención de Morel, la novela que Bioy publicó en 1940, a sus 26 años: “perfecta”. Al otro día, cuando llegué a la Universidad de Antioquia —por entonces hacía el segundo semestre de Antropología—, pasé directamente a la biblioteca y saqué uno de los dos ejemplares de la obra, y solo cuando aseguré ese botín me sentí lo suficientemente envalentonado para llegar tarde a la clase de Etnología I, impartida por la muy respetable y severa Sandra Turbay.

La novela no desmereció el adjetivo borgiano. Se trata de la historia de un venezolano abandonado en una isla polinésica, y quien debe resolver el enigma planteado por dos lunas que cruzan el firmamento y unos hombres que aparecen de vez en cuando y que parecen no verlo ni oírlo, indiferencia que el protagonista resiente sobre todo en Faustine, una hermosa joven a quien el náufrago topa en circunstancias que parecen repetidas. Al final, el lector encuentra un desenlace que se antoja perfecto por tratarse de la explicación satisfactoria de una trama ingeniosa, a la que se suma una conclusión conmovedora por su fina melancolía. Se entenderá que al otro día de pasar la última página estaba de nuevo en la biblioteca, de cuyos estantes arranqué otro de los títulos que habían sido promovidos en la entrevista: Diario de la guerra del cerdo. Aquella vez llegué tarde —o ni siquiera fui— a la clase de Arqueología I que dictaba la dulcísima Priscilla Burcher.

Pero mi segunda vez con Bioy no resultó tan gratificante como la primera: Diario de la guerra del cerdo es, realmente, un síntoma de la primera chochez del novelista, quien a los 55 años imaginó la sosa fantasía de una guerra de jóvenes contra viejos, coyuntura en la que Isidoro Vidal —el protagonista— vive un amor otoñal un tanto inverosímil. Apenas me llamó la atención un dato banal y anacrónico: que el viejo es hincha de Excursionistas, un club antiquísimo del fútbol argentino, actualmente en la Primera C. Me olvidé del autor por algunos meses, y cuando agarré la tercera novela, Dormir al sol, yo mismo estaba enfrascado en un amorío universitario sumamente verosímil. Guardo un recuerdo proustiano, fino e indeleble, de aquella época: habían llegado las vacaciones de fin de año, debía cuidar la casa de un antiguo entrenador del Medellín y, mientras se llegaban los días de verme con mi musa, me entretenía leyendo la historia de Lucio Bordenave y su esposa Diana, cuya alma es trasplantada en el cuerpo de una perra por un neurocirujano desquiciado. Esa nueva historia de amor de Bioy alcanzó realmente a conmoverme, como lo hicieron los otros libros que leí mientras ganaba, definitivamente, el corazón de la estudiante de Antropología que me sorbía el seso: El sueño de los héroes y Plan de evasión, esta última encontrada en el rincón más remoto de la biblioteca de Comfenalco; una biblioteca que yo percibía como enemiga en razón de lo pretencioso de su reglamento, precursor de la cultura metro que poco después aplastó la ciudad. Pero por leer una novela sobre la sensibilidad atrofiada de unos presidiarios bien valía la pena colarse en ese fortín moralista.

En abril de 1994, tras recibir uno de mis primeros sueldos como guía de museo universitario, fui a la Librería Científica para comprar un ejemplar de Una muñeca rusa, una colección de cuentos de Bioy que acababa de publicar Tusquets bajo la sugestiva carátula de un hombre, con saco y corbata, que se hunde sin remedio en una oscura masa de agua. Recuerdo bien lo que sucedió: fui al Banco Popular del Parque de Berrío, cobré un cheque de $67 000 y salí por Palacé hacia Boyacá, por donde, tras doblar en la esquina de la Candelaria, debía subir hasta la mitad de la cuadra. Cuando apenas empezaba a avanzar por la acera del costado de la iglesia, un hombre perfectamente vestido —como el de la carátula— cruzó mi camino y se perdió por un pasillo comercial que iba a dar a la avenida Primero de Mayo, pero no sin que, de una valija que llevaba, cayera un fajo de billetes de grosor cinematográfico. Un gordo que caminaba a mi lado se agachó sin pérdida de tiempo y echó mano del botín, que guardó con celeridad en el bolsillo de una chaqueta. Entonces, sin dejar de caminar junto a mí, me preguntó:
—¿Nadie vio, cierto?
—No —le dije, un tanto turbado por el golpe de suerte ajena que había rebotado contra mis zapatos.
—¿En serio? —insistió el otro, sin que comprendiera su tozudez de acompañarme en momentos en que yo, de estar en su lugar, hubiera preferido esconderme bajo una piedra. Cuando llegamos a la altura de la librería, y muy a pesar de que no lograba entender la sociabilidad del otro —o precisamente por eso—, no tuve problema en apagar el incipiente brote de codicia en la frescura de las aguas de la carátula de los cuentos de Bioy, a la sazón exhibida en la vitrina. Dueño de mí mismo, me despedí del gordo con las palabras más amistosas que se me ocurrieron:
—Qué tan de buenas ome. Hasta luego.

Así pues, una muñeca rusa me salvó de un paquete chileno. Se entiende perfectamente que aquellos estafadores no pudieran prever que su víctima se desviara en la primera librería del camino, atraída más por los folios de imprenta que por los papeles de banco.

Pasaron tres años, que es lo mismo que decir que compré la novela Un campeón desparejo y los libros de cuentos El gran serafín y Una magia modesta. En el mismo tiempo, terminé mi carrera y conseguí trabajo. Transcurría este en una oficina de investigadores en informática educativa, lo cual hizo que muy pronto fuera yo un adicto a las tertulias virtuales de las “listas de interés”, en plena Edad de Oro del correo electrónico. Pues bien, en una de esas — acababa de empezar 1998— contacté profesores y lectores argentinos, ante quienes no tuve empacho en confesar mi pasión bioycasariana; es más: incluso por confesársela discurrí la idea de escribirle una carta al ídolo. Pensé una por una las líneas con que debía manifestarle mi emoción ante sus páginas y mi agradecimiento por compartirme su genio, todo ello de la manera más original y divertida, a salvo de patetismos y lugares comunes. Así lo hice —o, mejor, así creí hacerlo, aunque me parece sospechoso el hecho de haber olvidado, hoy, lo que por entonces puse en el papel—, y eché la carta al buzón confiado en recibir, alguna vez, una fina esquela de respuesta. Uno de los foristas de la lista de interés me había proporcionado los datos de rigor: “La dirección de Bioy Casares es Posadas 1650, en Recoleta. Tiene mucha guita”. No supe interpretar, en su momento, lo que había tras la advertencia no pedida sobre la riqueza del escritor. La respuesta nunca llegó.

Ilustración: Manuel Celis Vivas

Hace veinte años exactos, el 9 de marzo de 1999 —no había pasado mucho tiempo desde mi fracaso epistolar— me ericé de pies a cabeza cuando leí, en un periódico virtual que ojeaba en mi oficina, una noticia lacónica pero contundente: “Murió Bioy Casares. AFP. Buenos Aires. Adolfo Bioy Casares murió ayer a los 84 años debido a una serie de complicaciones coronarias agravadas por su edad. Junto con Ernesto Sabato y los fallecidos Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, integró la pléyade de los más ilustres hombres de letras de la Argentina. Estaba casado con la escritora Silvina Ocampo”. El hombre es criatura mezquina: mi sobresalto se convirtió pronto en alegría sentimental, toda vez que me sentía poseedor de un secreto valiosísimo. Yo era uno de los pocos iniciados en la obra de Bioy que había en mi ciudad —en Medellín son todavía legión los borgianos y los cortazarianos—, y debía afrontar la misión de escribir sobre el autor de La invención de Morel e iluminar, con ello, la vida de los herejes. Entonces, por primera vez en mi vida, me di a la tarea de escribir un artículo para publicar en la revista cultural más prestante de la villa: la Revista Universidad de Antioquia. Escribí diez cuartillas sobre la predilección de Bioy por las historias de amor, todo lo cual —según pensaba yo en aquella época— lo distinguía del misógino Borges, de quien era algo más que un amigo gris o una sanguijuela de su fama.

El viernes 26 de marzo, cuando moría la tarde y estaba por comenzar la Semana Santa, me presenté en la editorial universitaria con el artículo en un sobre cerrado, dirigido a Héctor Abad Faciolince, quien, sin yo darme cuenta, hacía al menos tres años que no era más el director de la revista. La secretaria me informó que el jefe era Elkin Restrepo, y sin darme opción de decir nada se volteó y gritó por encima de la división modular: “¡Profesor Elkin, lo busca un muchacho!”. Alcancé a tachar el nombre erróneo antes de que, sonriente, el verdadero director se arrimara para darme la mano, preguntarme quién era y qué hacía y, por supuesto, recibirme el paquete. Me llamó tres semanas más tarde para anunciarme que el comité había aprobado el artículo, y en la manera como lo anunció intuí que él había encontrado gracia en las que debieron parecerle las páginas de un lector obsesionado y, por eso mismo, cándido. No me importó, porque desde entonces no solo conté con un nuevo amigo sino que empecé a escribir sobre literatura. Todo gracias a Adolfo Bioy Casares.UC