A cuantas tengo huyo de la realidad
Luckas Perro. Ilustración por el autor
(Homenaje a Helí Ramírez)
Por alguien de UC me llegó el rumor, Helí Ramírez había muerto. Me amarré a la esperanza de que era una noticia sin confirmar, pero en pocas horas empezaron las publicaciones: había fallecido una semana atrás. Lo hizo a su manera: sin shows, sin escándalos, “sin metidos abriendo la boca”, diría él o uno de sus poemas. Al instante di la noticia a César Tapias. Por un momento olvidé nuestras rencillas de antiguos grandes amigos y recordé que hace ya casi veinte años nos juntamos para hacerle un documental. Queríamos hacer un retrato del poeta signado por su geografía, y buscar en las calles de Castilla todos aquellos objetos y paisajes que se habían convertido en el cancionero punk que era En la parte alta abajo. Y claro que nos llamaban la atención, como a muchos, aquellas prosas etnográficas de sus amigos de gallada, que violaron, fracasaron o dejaron de soñar, pero a mí en particular me sorprendían más los poemas en que hablaba de él, de la batalla que libraba entre sus emociones y pensamientos, y ahí no había ningún Mutantex, ni Pestes, que lo siguiera. Era un ruido, hierático y moderno a la vez, de hierros oxidados, asfalto y cables, que aún hoy transita las calles del norte de la ciudad. Luego de intercambiar wasaps con Tapias con poemas de Helí en nuestras voces, de fumar y beber en soledad algo en su nombre, saqué de uno de mis cajones la carpeta del proyecto. Releí notas de trabajo, manuscritos y el guión escrito por Tapias, que son unas cuarenta páginas y que está lleno de acotaciones de cámara y montaje que hoy no suelen hacerse. Queríamos que dos cámaras lo siguieran y que él, como era él, se negara a las preguntas y que fuera su tránsito y las puestas en escena que hacíamos de sus poemas lo que nos ayudara a comprender quién era aquel sujeto. También encontré en una hoja una pequeña bio-bibliografía de Helí escrita con su puño y letra y que nos entregó algún mediodía en un café frente a Policlínica, no muy lejos de donde trabajaba en esa época. Aquel día discutimos sobre su participación en el proyecto. Realmente no le interesaba ser conocido y mucho menos pararse ante cámaras. El único argumento que le valió para montarse en esta aventura fue que Tapias era de arriba del Doce, y yo, del otro lado arriba, de Andalucía y el Popular. Pero hubo un pacto. Él no daría cara, y fue entonces cuando le propusimos que saldría en la película con una máscara. O que no saldría sino su máscara, y que mi padre, que tiene casi su misma edad, lo interpretaría. Pero la máscara la haríamos con él.
Durante semanas volví sobre los poemas de Helí. Debo insistir en que fue sobre todo a aquellos más biográficos y punks que hay En la parte alta abajo, los que me permitieron hacerme una idea de ese rostro que debía ocultar. Hice más de una decena de bocetos, acompañados de los versos que me inspiraban los trazos que intentaba de su rostro. Quería de entrada que la máscara tuviera algo primitivo, pues esa era la sensación que siempre me acompañó en sus letras. Los bocetos no eran entonces versiones distintas, eran variaciones sobre un concepto que perseguía, cómo cables, clavos y alambres cercenaban su mente, su mirada, su boca. Sobre alguno de los bocetos finales escribí: “No sé si sea horror lo que hay en este rostro, o rabia que se hace guerra interior, monstruosidad”.
Al ver la propuesta, Helí aceptó de inmediato. En casa del fotógrafo Camilo Moreno, nuestro mentor literario, nos encontramos, charlamos y dimos paso a la tarea. Hasta donde el humo y la memoria me permiten recordar, fue Helí quien se quedó con la máscara. Yo me quedé con el recuerdo de mis manos pasando por su rostro, sus arrugas, su labio fracturado, sus fosas nasales anchas, la fragilidad de aquel monstruo de las letras.
Los años siguientes tuve la oportunidad de irme encontrando con él por ahí en la calle. Me dio su teléfono y seguimos conversando cada tanto. En octubre de 2017, mientras andaba por laberintos en pendiente de la Comuna 13, recibí una llamada de alguien que quería arrendarme un cuarto en el apartamento de la tía Lucrecia. Era Helí, que había leído mi cuento en UC y en tono ceremonioso me exhortaba a continuar escribiendo. Decía que se sentía orgulloso de que gente de los barrios populares lograra ser reconocida en las artes. Yo sonreía como un buen hijo ante su padre. Meses después logramos concretar un encuentro. En un café del Centro él se tomó unas aromáticas y yo unos cuantos aguardientes. Pasamos revista de lo acontecido y me habló de sus nuevos proyectos, de la tranquilidad con la que ahora gozaba su vida, de algunos exámenes médicos que había tenido que hacerse. Pasadas unas semanas recibí un wasap de Helí preguntándome por el embarazo de mi compañera.
—¿Cómo va tu heredero?
—¡Ay Helí! Está más gigante esa barriga y dando unas patadas increíbles.
—Ese poema es hermoso.
Esas son las últimas palabras que me quedaron de él. La noche en que me enteré de su muerte, no dejaron de resonar en mi cabeza como un enigma o una azora del destino. El documental nunca se realizó. En medio de la batalla por financiación empezamos a rodar algunas imágenes y justo en la 98 con 69 nos robaron la cámara. Luego el tiempo y la vida nos llevaron por otros caminos y Tapias y yo terminamos peleados. Solo me quedan los bocetos de las máscaras como la fina descripción de la fachada de un lugar al que no pude acceder, la necesidad de que Helí hubiera podido jugar con nosotros a no-responder aquellas preguntas y los poemas que acompañaron aquella búsqueda.
“La ternura resbala
por los hilitos del odio
No dejan mirar su cara
Y vista no muestra nada.
…Y de nuestros rostros no esperen gesticos amables
pues si algún sueño coronamos es a la fuerza”.