Cuestión de química
Un juego con la tabla biológica
Guillermo Cardona. Ilustración: Fragmentaria
Como reza el viejo y desconocido refrán, lo difícil no es hacer la paloma, sino ponerle el pico y que coma. Porque nada más fácil que, para empezar, cotizar en el mercado los elementos que conforman el cuerpo humano. Si quisiéramos una persona de cualquier sexo, digamos de setenta kilos, podríamos adquirir todo lo necesario por unos US $160, poco menos de quinientos mil pesos colombianos.
De esos setenta kilos, 65% sería oxígeno, 18% carbono, 10% hidrógeno, 3% nitrógeno, 1,5% calcio, 1% fósforo, 0,35 de potasio, 0,25 de azufre, 0,15 de sodio, 0,05 de magnesio, más muchas trazas de otros elementos, casi insignificantes pero que al omitirse podrían dejar el pequeño experimento en un monstruo.
Palabras más, palabras menos, nuestro organismo requiere:
Flúor, para el esmalte de los dientes.
Cloro, que interviene en la ósmosis y en la transmisión del impulso nervioso.
Manganeso, presente en pulmones, riñones, hígado, tiroides, cerebro, músculos y corazón.
Hierro, que integra la hemoglobina y pinta de rojo nuestra sangre.
Cobalto, un anticancerígeno natural cuya ausencia produce además trastornos en el crecimiento y anemia.
Cobre, para estimular el sistema inmune.
Zinc, sin zinc no cicatrizan las heridas y se verían afectados el gusto y el olfato.
Molibdeno, esencial para transferir átomos de oxígeno al agua que se encuentra dentro de nuestro organismo para que no se convierta en agua de florero.
Yodo, fundamental para el metabolismo celular.
Litio, un muy necesario antidepresivo presente en el cerebro; se le suministra a pacientes con trastornos maníaco-depresivos severos.
Aluminio, incrementa la vitalidad cerebral y actúa sobre el sistema nervioso central. Se considera además que contribuye a regular el sueño y otras funciones fisiológicas de ritmos circadianos, vale decir, en períodos de veinticuatro horas.
Azufre, presente en los aminoácidos.
Sodio, por algo la sangre, la orina, el sudor y otros fluidos corporales nos parecen algo salados.
Para finalizar, bastarían unos finos toques de bromo, estroncio, neón, argón, escandio, níquel, galio, kriptón, rutenio y algunos otros más cuyos nombres apenas distinguimos, y, de colofón, un elemento que saca lo peor de nosotros y que también llevamos en una proporción ínfima pero decisiva en nuestro cuerpo: el plomo.
Eso sin contar otros pocos miligramos de elementos aún más insólitos en la química orgánica como la plata y el oro, metales preciosos que todavía no se sabe muy bien qué función cumplen en nuestro organismo y cuyo valor, para fabricar un cuerpo humano, es insignificante comparado con el precio total.
Lo más costoso sería el potasio, seguido de lejos por el cloro, el oxígeno, el rubidio y el flúor. Elementos como el zinc, el hierro y el fósforo usted los podría adquirir con calderilla. Y otros como el molibdeno, el cadmio y el xenón, sin importar su precio en el mercado, serían algo complicados de conseguir. Al menos en teoría, todos esos elementos de la tabla periódica son inertes. No pueden moverse por sí mismos, ni multiplicarse ni mucho menos hacerse preguntas sobre su propio origen. Salvo cuando se combinan de cierta manera y en cierta proporción, dando lugar a algo tan exótico, extraño, caótico e impredecible como un muy organizado trozo de materia pensante. Un ser humano común y silvestre, hecho de fragmentos de estrellas colapsadas, estrellas que a lo mejor —como diría el poeta—, a través de esa exacta combinación de los mismos elementos que se cocinan en sus poderosos hornos termonucleares, tienen la curiosa posibilidad de observarse a sí mismas.