A mi hermano José María
Aquella mañana me encontraba en el estudio del artista Daniel Mesa. Decoración sobria, muebles sencillos, hermosos cuadros murales, flores, perfumes. En un ángulo del salón, en un florero, ostentaba su belleza limpia un ramillete de Rosas.
Un corto rato estuve solo. Mientras eso, de una flor de corola de seda y nieve, cayó sobre la consola un pétalo cándido, albo como el cadáver de una mujer muy blanca; luégo ví caer otro, otro después y muchos más.
Recuerdo que yo estaba ese día un poco triste —¿no lo estoy siempre?— con una tristeza tan natural que no me daba cuenta de ello. La caída espontánea del primer pétalo, produjo el desprendimiento de una ilusión de las que bullen aprisionadas en mi mente. También los viejos soñamos con incomprensibles y locas aventuras que se arrancan despiadadas del corazón. Don Quijote no ha muerto: vive y todavía riñe con los desengaños, altivos malandrines, veleidosos como molinos de viento.
Cuando cayó la segunda hoja corolina, tuve que ahogar un grito que quería escaparse de mi garganta: me figuré que mi corazón había rodado por el suelo.
¡Pobre Rosa! Había lucido primero en el jardín, envidiada de las mariposas, amada de las libélulas, cortejada por los colibríes. Estos la llamaban linsonjeramente “copo de nieve” porque en sus cerebritos no podía caber una metáfora mejor para valorar el albor de cutis de la rosa. Del rosal, amado del jardinero había pasado al florero cristalino y elegante donde la admiraron cuantos la vieron: muchachas retozonas y risueñas, damas aristocráticas, la crema del buen gusto. Aquella rosa era el colmo de la belleza floral, el encanto de aquel santuario del arte.
Caído el primer pétalo siguió agonizante la flor hasta parar en el lugar más temido y aun odiado por las efímeras hijas del jardín: el carro de la basura. ¿No es esto una burla indigna y prosaica de la suerte?.
¡Pobres flores! Todas tienen semejante fin. No las escuda contra su enemigo —el Tiempo— ni la belleza, ni el aroma, ni la juventud.
La Azucena que perfumó el altar; que inclinó su cáliz para recoger el eco de las oraciones de las almas afligidas; que simbolizó la pureza en su trono místico, al lado del tabernáculo; esa flor amada de los Santos, murió una tarde. Al otro día, la mano pesada de un distraído y tosco sacristán la arrojó al suelo para ser arrastrada por la escoba de una barrendera mojigata y vulgar.
Los azahares que lució una mañana la feliz desposada en su corona de virgen, pocos días después —quizás antes del primer desengaño de la luna de miel— estaban marchitos, descoloridos, cadavéricos. La esposa se conmovió al verlos y los bañó con lágrimas. Pensó tal vez que lo mismo pasaría con su belleza, con sus formas de diosa, quizá con sus esperanzas.
El Clavel que adornó una vez el alto pecho de una casta y enamorada doncella, es una momia seca en la cartera de su amante. Perdió sus ricos colores, su aristocrático aroma, la savia que le daba vida. No muy tarde será polvo con que se entretendrá el viento.
***
Y así tiene que ser. Las leyes de la Naturaleza se cumplen a pesar de nuestro sentimentalismo.
La materia se transforma sin cesar. La muerte es sólo aparente. La célula muere pero revive y hay más milagros callados y desconocidos en la vida de los seres orgánicos que los que puede concebir la imaginación de un taumaturgo. Pitágoras ni aun soñó las metamorfosis de la célula, elemento de los organismos vegetales y animales.
Sería muy interesante sorprender una célula y seguirla en su viaje prodigioso a través de los seres más polimorfos, para imponernos de ese periplo de vida aventurera y misteriosa. La célula que hizo parte del pétalo inmaculado del “copo de nieve” se trasladará a la tierra cultivable; de ahí irá a ser parte del grano de maíz que nutrirá al labrador; pasará después del cadáver de éste, que duerme en su lecho de tierra, a ser alimento del trágico Gusano; éste se transformará en mosca alada que emprenderá sus corrererías por verjeles y bosques; y, al morir, irá quizás a nutrir el mismo rosal. La célula ha hecho un viaje largo y pintoresco: el de Magallanes alrededor de la vida.
No ultrajéis jamás las flores. No lo digo porque ellas sientan —bien que no es imposible que esto suceda— cuya afirmación mía tanto se me ha criticado, sin éxito favorable a los más. Tratadlas bien por caballerosidad: son débiles, hermosas y buenas.