El hombre vive prisionero de sus propias formas, no sabemos si atónito o impasible ante la obesidad obscena que lo impone sobre el plano. El calzón a rayas no oculta la floja insinuación de las carnes, que si la tela aflojara se saldrían de pura incontinencia. El sexo inane se insinúa en la abstracción del triángulo invertido del pubis, sobre el que planea el pliegue de una barriga apenas sostenida. Estragado en su propia gula, el novel presidente es una figura que, sospechamos, será apenas el idiota útil de los amos verdaderos.
Pues cualquier cosa es excesiva para mandar sobre tierras calientes y distantes donde campean la desesperanza y la miseria. En este mundo del cuadro, donde todo es equilibrio y aburrimiento, no hay lugar para la extensión de los campos infatigables ni para las gentes de colores mixtos que los pueblan. Mucho menos, para las guerras intestinas que, por causas incomprensibles, se pelean más allá de los límites de la imagen, que son la causa —y no la negación— de las violencias externas que mantienen su equilibrio.
El bigotito bien peinado, las canas apenas incipientes, denuncian el origen incierto, la edad indeterminada. Ni caudillo ni delfín. Su realidad es ser cosa sin personalidad ni consistencia. Delegatario de todo, y a la vez dueño de nada, su mirada se desvae en lejanías, detrás de los barrotes de muselina del palacio. El candelabro, antes que alegoría del buen gobierno, es aquí advertencia del probable incendio futuro. Advertencia, mudanza, desastre, es lo que significan las luces que agoreramente se balancean sobre su cabeza.
La levita, ceremoniosa, lo acoge como un nicho. Sorprende la rigidez de algo que debería ser solo tela, pero que recuerda las grutas de mala muerte, ante las que se reza y a la vez se peca. Aunque es más legítima la imagen animal. Se trata de una suerte de crisálida que deja salir por fin al bicho gordo, un ropaje que lo acoge con corrección en el torso, pero que, bajando, remata en el deje cortesano de unas alas de moscardón.
Todo es aquí vulgaridad, pues se impone el lujo superfluo de un poder que parece ser sólido como el granito pero que, bien visto, es inestable y fugaz como la carne tumultuosa, como el gesto entre aburrido y autocomplaciente de quien nació para ser solo parte del decorado, pero que falazmente muchos tienen por dignatario.
El ademán parece eternizarlo, las piernas simétricas, la mano que porta el bastón, prótesis y a la vez símbolo de poder, pero también recordatorio de la fragilidad y la impotencia. Este trozo de madera es, por ello, lo único rígido en un mundo de cosas flácidas, que solo adquieren consistencia cuando logran imponerse al espacio que las contiene. La corbatita y la ridícula banda tienen algo de principesco. Nada que ver con lo que se espera de una república.
Aquí tenemos, pues, al hombre que pretende tener en sus manos el futuro, con su mano fofa antes o después de firmar el nefando papel con el que hizo o hará alguna cosa infame a una nación que es igualmente de papel. Ha firmado, sin duda, lo que otros le han dado, pues si fuera tanta su autoridad no tendría que estar detrás de este telón que recuerda lo teatral de su existencia. No estamos en el tiempo presente de la firma. Se trata del gesto vacío y ausente de quien hizo o hará lo que le dicen.
Su poder, pese a ser aparente, como todo en el país en el que ahora manda, se estira hasta los límites, llegando hasta al borde, copando el espacio y anulando el tiempo. Manda, pero solo en las estrechas márgenes de su ventana. Parece algo que se hinchó por virtud propia, pero que acabará por volver a su condición de vejiga desinflada, una vez toque los bordes del marco que le fue destinado.
Se ha retratado la cara obtusa y vulgar del mandatario, la tiranía que reina en el puro manierismo. La soledad, la imposibilidad de ser más que un elemento lastimero. También el tiempo circular, la realidad que no cambia, la identidad solo hecha de mentiras, ahogada en los onerosos ropajes del decoro. Todo esto vemos en la pintura de Botero. Milagro de la forma, pero también diatriba contra los que rigen los destinos de esa cosa informe a la que llamamos patria, a la que solo por convención llamamos patria.