Delirium tremens
José Zuleta
Escapé: Una ebriedad saludable me conduce. Huyo. Veo un tulipán africano: flores como llamas. Agua en cojines de felpa dorada para apagar mis incendios. Siento que algo hermoso ha ocurrido.
Una cerveza no viene mal para asistir al espectáculo, una lenta y sabrosa cerveza. Mientras la ardida ciudad reverbera, aquí hay una frescura que mueve las ropas y me estremece de gozo. Ayer cuando la fiesta se juntaba con el amanecer fuimos al solar a “escuchar el rumor que deja el azúcar al subir a las naranjas”. En los árboles, colores pendientes, cardúmenes danzando en la fragilidad del aire. Escucho los trenes invisibles donde duerme el niño que fui. La lluvia: luz abatida en la tarde mansa. Cuando escampó salí a buscar algo para beber. Pasé por una calle y los oí. Eran canarios, sus gorjeos: gargaritas de menta, alegría delgada de silbos amarillos. Su canto me hizo creer que era yo el que estaba fuera de la jaula.
Ayer visité a Eugenio, allí todo era geometría: las dos líneas blanca paralelas sobre el espejo oval, el vaso cuadrado para el whisky, los cubos de hielo, la doble parábola de las nalgas de su novia dormida, mi erección cilíndrica, la espiral de mi vergüenza. Sobre la calle me vi en un charco que dejó la lluvia, de pronto, una última gota tocó el cristal del agua y la nítida arquitectura de la plaza tembló. Yo también.
Nunca supe si la belleza irreal de las formas ingresando en la sombra, transformadas por la primera oscuridad era cierta, o era el ron haciendo de las suyas.
Nunca había vivido aquello de tener la punta del viento en las manos; la estrella y su cola danzaban en el aire y obedecían al mínimo movimiento de mis falanges, y como siempre en el momento más feliz el cordel reventó.
Ahora este olor... recuerdo la última vez que me echaste: bebía ginebra. Mientras te escuchaba me consolé agitando el vaso para oír tintinear el hielo contra el cristal: música, música de fondo...
Ríe, ríe del amor que tengo, que me lleva, en él huyo y me conforto, es una invención para poder alcanzar el día que viene, “la noche que llega”, es la hebra de luz que atraviesa la penumbra de la sala de cine y produce la película. No puedo ir a buscarte, los médicos están acechando con sus redes para redimirme. Apartan de mi vista, de mi gusto, el delicado ámbar del tequila y su sal, la chispa líquida del aguardiente, los cascos de naranja, las lentas burbujas y la corona blanca. Me quitan todo lo que me ayuda a vivir y a morir al tiempo. Si consigo llegar a tu puerta, escóndeme. Cántame una canción nueva. Déjame verte dormir, pon tu mano en mi pecho para que él te diga lo que soy. Escucha la música de mi tambor interior.
Despierto, en la ventana empañada por el frío, veo el corazón que dibujó tu mano.
Te has ido. En mi pecho algo se empaña, entonces escribo: Nada mejor que el papel para limpiar los vidrios.