Me recogiera tu mano y me sembrara
Juan Álvarez. Ilustración: Hansel Obando
La gente distraída cree que los cementerios son el lugar cierto y definitivo donde siempre hemos sepultado los despojos de nuestros muertos. Pero no es así, Sandri. Los cementerios católicos son inventos nuevos, y también mueren.
Este en el Centro de tu ciudad, que traes atravesado en la garganta desde el homicidio allí de tu hermano, fue construido en 1825, hace poco menos de doscientos años. Si me preguntas, eso es anteayer, porque está dentro de los márgenes de la República, lo que ahora no importa porque no estoy acá para hablarte de historia. Estoy para recorrer contigo esta ruina y para bregarle a través de la poesía, el tribunal en el que confío.
Antes de saber tu nombre, tu edad y tu gusto por las extensiones para las trenzas, antes incluso de poder imaginar que estaría acá estrujándome los ojos para mantenerme alerta mientras te escribo, caminé aquel andén que circunda el cementerio, el camino inclinado que conduce a su puerta y las mangas alrededor que lo delimitan.
Caminé y contemplé, Sandri, con la sensación de que no debía estar ahí, porque entraba sin razón en un reino de cenizas metafísicas, que es una manera rara de decir que entraba en un cementerio, donde los huesos timbran alarmados y el aire como que te obliga a considerar una densidad y una saturación de desconsuelo que no sabes si es el desordenado pasado de los muertos o el escaso futuro de los vivos.
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El Cementerio San Lorenzo remata las faldas de los cerros El Salvador y La Asomadera. Cerca suyo uno transita los barrios Colón, San Diego y Las Palmas, pero para ser precisos se trata del sector Niquitao, zona de casas viejas de adobe y tapia convertidas en inquilinatos y despreciadas bajo el rigor de una expresión frecuente: “eso allá son ollas”.
Quizá creas que el hecho de que quiera contarte este espacio sin huesos a través de la poesía significa que podemos ser imprecisos, vagos, aledaños. Nada de eso, manita. Es exactamente al contrario: dado que entrañaremos estos ladrillos desde la poesía, debemos ser más meticulosos que nunca; la poesía solo emite las mil direcciones que emite cuando parte de un núcleo preciso, detallado e incontestable. “Las ruinas obligan a tocar”, dice un verso de Nicanor Parra, y creo que hablaba de esto mismo.
El Cementerio San Lorenzo son dos fachadas, ambas simulaciones de entradas de iglesia, gesto arquitectónico al cual acudió la Corona para persuadir a la gente, desde finales del siglo XVIII, de la necesidad salubre de dejar de enterrar a los muertos en las iglesias y empezar a hacerlo en cementerios. La portada exterior está interrumpida a un costado por una galería a medio camino que la corta en diagonal, y completada por otra galería al costado opuesto en forma de ele con más cara de conjunto de osarios. Tres metros después de la portada interior, rematada a los costados por campanarios, está el recinto central, antecedido por una galera de arcadas de ladrillo bermejo cocido. Ya adentro, el cuerpo principal de la ruina se inclina levemente hacia arriba en dirección a la manga trasera, lo que hace que experimentemos el enorme cuadrilátero de bóvedas en clave de ciudadela en fuga.
La ficha de inventario del Ministerio de Cultura, fechada el 3 de marzo de 2006, habla de “arquitectura funeraria de corte neoclásico”. Quién sabe eso qué signifique, Sandri, pero uno allí adentro está en otro centro, en una especie de subcentro rojizo, y no porque materialmente esté en otro tiempo, sino porque la cabeza arriba para encuadrarlo todo como que te gobierna el cuerpo y te estremece; entonces caes en cuenta: está vacío. Un predio de 8902 metros cuadrados, 480 de ellos construidos, y sin embargo vacío. Y no vacío porque sus cientos de bóvedas hayan sido desocupadas en 2004 de los cuarenta mil restos de quienes una vez yacieron allí. No, Sandri; el cementerio está vacío porque trasuda dolor, y de ese dolor plantado en la oscuridad de bóvedas y cenizarios alguien algún día tendrá que jalar.
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Las inhumaciones fueron suspendidas desde finales de los ochenta. Los osarios funcionaron hasta 1996. Esas decisiones de clausura se explicaron a través de la higiene, que es como la poesía misma, Sandri, porque al fondo de la página ves una bacteria y un germen, pero tú eres la bacteria y el germen.
Por esos años de finales de siglo empezaron los “diagnósticos técnicos” de la zona. Sus documentos hablan del origen de los asentamientos populares alrededor del Camellón de la Asomadera; de la migración campesina a raíz de la crisis minera y la depresión económica de los años veinte y treinta; del valor, para esa población transeúnte y comerciante, de los hoteles familiares de Niquitao, convertidos luego en inquilinatos.
Es un relato paradójico, Sandri: de un lado parece tejido por el ánimo de reconocer el patrimonio sociocultural detrás de las historias de barrio de un pueblo inmigrante con anhelos de progreso, pero de otro asoma la puntada del “desarrollo bajo del sector y su deterioro físico y social” asociada a esos mismos fenómenos de comportamiento vecinal. Como un paso adelante y dos atrás.
Esta y otras paradojas están registradas en cientos de páginas y tablas de un documento “técnico” que imagina y traza cuál será su naturaleza y comportamiento y sin embargo ofrece profecías y distribuciones que no han pasado de un cambio del suelo y dos manos de pintura. La Biblia “técnica”, Sandri, y aquí “técnica” quiere decir “municipal”, es decir pensada y escrita por sujetos al servicio de la Alcaldía de Medellín, se llama Plan Parcial San Lorenzo, fue terminada en 2003, se sustenta en una cadena intrincada de decretos y tiene como propósito general “la creación de espacio público que permita la apertura e integración territorial de los barrios”.
Suena noble, lo sé, Sandri, y quizá incluso lo sea, la cosa es que inmediatamente, en la misma frase, ¡UNA COMA DESPUÉS!, la Biblia dice: “las edificaciones existentes en desuso de los cementerios se han convertido en barreras que no permiten la comunicación tanto peatonal como vehicular, haciendo del sector un laberinto sin lugares de encuentro”.
Claro que la poesía es una educación para vivir en la paradoja, te lo concedo, pero ocurre que la poesía y la urbanística, a diferencia de la poesía y la higiene, son dos cosas distintas, y resulta difícil entender cómo, el espacio que primero señalan de “barrera”, va a ser más tarde factor de “integración territorial”.
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Sé que entiendes qué quiere decir paradójico y todavía más “relato paradójico”, y si no es el caso, ahí tienes el diccionario que te regaló tu amiga Daniela Arbeláez. Todo lo que sé de ti, Sandri, y prácticamente todo lo que sé del Cementerio San Lorenzo, lo sé gracias a Daniela, investigadora de Casa de las Estrategias, tu aurora feminista, quien estaba allí en las escalas de entrada al camposanto la noche del 14 de octubre de 2017, cuando el día soleado de festival se reveló funesto.
Me cuesta conciliar las horas de conversación con Daniela.
Por un lado está la prolijidad de la terminología —“cuantitativa y cualitativa”— con la que me contó las tareas y acciones detrás de la Fundación y su relación con Instinto de vida, una red latinoamericana de treinta organizaciones sociales concentradas en la reducción de la tasa de homicidio.
Por otro, sin embargo, están sus confesiones llanas sobre la manera lanzada como se quebró al día siguiente mientras averiguaba y entendía quién era Yasser Alberto Murillo Granados, a quien todavía puede oler cuando le pasó por el lado mientras huía, y sobre quien jamás olvidará, manita, allí de pie entre las dos fachadas, el hecho de que, tendido sobre la reja improvisada en que lo recogieron, parecía un hombre de cuarenta años y no notó que fuera negro de lo pálido que estaba.
Aquel festival en torno a la estrategia #NoCopio les tomó ocho meses de gestión. Cientos de papeles, permisos, alianzas y dineros que fue proeza conseguir. Daniela recuerda esas diligencias con amargura. Eran permisos de seguridad y cuidado del espacio, peajes municipales para hacer realidad, precisamente, el propósito del cementerio ruinoso como espacio público apropiado por la gente de la periferia, pero a la hora de la tragedia, la ambulancia parqueada al frente, durante todo el día, quién sabe a dónde se esfumó.
El cementerio y sus mangas no han vuelto a ser tomados por la cultura, aunque en mis días de visita siempre vi parches esquinados tertuliando y fumando el tales o pelados rasgándole pátina con piruetas de parkour. Lo cuidan tres vigilante privados en turnos de doce horas. La fachada del recinto central permanece con candado, a pesar de que se trata de una ruina porosa con decenas de maneras de entrar.
Entrar allí.
El poeta chileno Christian Formoso publicó hace diez años un poemario deslumbrante que da voz y alegato a los muertos del Cementerio Municipal de Punta Arenas, en la región de Magallanes. Allí estos versos, Sandri, que me hacen pensar en ti y en la alegría cortada a tu hermano una vez supo que se iba del mundo a los diecisiete años, asesinado a puñaleta y machete en un cementerio vaciado y lleno de música y luces y el estruendo de un público convocado para celebrar el valor inexorable de la vida:
A mi hermana dulce que detuvo su señuelo y que despierta cada día en un lugar abandonado: aquí dejamos su seña: la seña nuestra para volver, perdidos nosotros en desconsuelo: aquí dejamos el testimonio: se levantó de entre los muertos y entre los no nacidos, y salió de entre las sombras como carne de cañón.
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Lo extremadamente hermoso de las ruinas radica en que su decaer es siempre una retoma de la naturaleza. Allí donde el ladrillo ha sido abandonado empieza a operar la maleza, y eso, Sandri, que parece una amargura, puede leerse de otra manera: es la plenitud de sentidos; partes destruidas que responderán a nuevas formas y fuerzas y constituirán así una nueva unidad característica: el arte que todavía vive en ellas y el reino vegetal que empieza a vivir en ellas.
Hay también otra manera de leer la amistad que tú y Daniela están construyendo. No quiero ser entrometido ni dejarme llevar por la propensión vejete de aleccionar a los jóvenes. Pero tengo urgencias en la garganta mientras te escribo y mal haría en no sacarme esta, que considero crucial: nunca dejes de pensarte con Daniela en términos de amistad, pero déjate caer en la iniciación feminista que te propone.
Cuando vuelva a llevarte con el parche de grafiteras de Piraña Crew en las Comunas 6 y 7, aguza el olfato e inhala la voz implicada en sus latas de pintura. Cuando se trate de charlas de mujeres afro, aviva tu cerebro y devora hasta la última coma que pronuncien.
Una tarde de junio, Daniela y yo recorrimos el cementerio acompañados de Rodolfo Rivera, el vigilante de turno con apenas dos semanas en el puesto. Su charla se extendió una hora. La resumo así: no entendía qué hacía allí cuidando un lugar desocupado; y si algo había que cuidar, era de que no se hiciera brujería. Sus pruebas de tales cosas eran el rastro de un círculo inmenso marcado en el piso del recinto principal, y un atajo de amasijos de plástico con forma de cuerpos medianos incrustados en algunas de las bóvedas vacías.
Daniela lo dejó hablar. Al final se rio y nos contó: los amasijos eran las sobras de un performance que años atrás alguien había hecho para honrar la memoria de gente asesinada en Medellín, y el rastro en el piso habían sido ellos mismos la tarde del 14 de octubre de 2017, cuando realizaron allí, al interior de un círculo de fuego, la primera fase de un “ritual vivo”, suerte de proceso empático para manifestar solidaridad y construir memoria junto a familiares de seres queridos asesinados en Medellín.
Con esto quiero decirte lo siguiente: el ancho de lo que somos capaces de ver en la vida lo determinamos nosotros mismos, Sandri; lo hacemos con el cultivo de nuestras experiencias, así estén mediadas por miles de circunstancias ajenas a nuestras fuerzas.
Leer el espacio interior del Cementerio San Lorenzo a partir de la superstición es dejar a un lado la vegetación que lo agrieta y acecha; es cerrarse a las bellezas que adornan la Tierra. El yarumo inverosímil, por ejemplo, que sube su tallo por entre la galería del fondo y lo asoma por una bóveda alta, a la que le presiona y quiebra el arco superior, dobla engrosado en 45 grados y extiende su follaje hacía arriba en procura de la semilla amarilla billonaria.
Ese yarumo somos nosotros, Sandri: una improbabilidad que luchamos por hacer posible.
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Ahí disculpa las palabrotas anguladas —dizque “prolijidad”, dizque “inexorable”—; son los códigos del tribunal de la poesía (o de la mala poesía; disculpa el triple).
También, quiero que sepas que no me contuve. Cada vez que pensé Voy a cambiar esta palabra porque a lo mejor Sandri se desconecta, no lo hice, porque esa postura de rebajarle el vocabulario a la gente que uno respeta significa empobrecer la realidad, y eso para mi es inmoral.
Un último verso sobre moral, este sobre la moralidad de la memoria y de nuevo del poeta Formoso, el chileno que cantó antes y quien habla del dolor propio de cementerios y pueblos que, en su fantasía de progreso, no entierran solo los cuerpos de los muertos sino los traumas implicados en el asesinato de esos cuerpos; pueblos afanados y compuesticos, manita, pueblos deseosos de la ausencia de vestigios.
Los versos, pues, y este Me despido, que espero recibas con el calor con que el aire recibe las baladas:
Me recogiera tu mano y me sembrara, al fondo de tu patio y tu ventana, y me regaras con tu llanto por mí, por mí lloraras día y noche sin parar, y mi semilla fuera fértil en tus venas, y naciera en ti mi sueño y mi memoria, y tu sueño fuera yo dentro de ti, el sueño, el cementerio más hermoso, por nacer regado en tu llanto.