Mucho por hacer
Natalia Calao
Archivo Elliot Tupac.
Elliot Tupac es un nombre reconocido en Perú. Sus carteles y murales en letras de colores estridentes están por todas partes en las calles de Lima y han llegado hasta Santiago de Chile, Londres y Medellín. Su gráfica urbana está llena de frases que exaltan el espíritu peruano; palabras y frases que de tanto repetirlas en las paredes se convirtieron en su manifiesto de vida. Yo había escuchado de sus letras fosforescentes y de sus murales que habían colonizado otros países, por eso cuando supe que en uno de mis viajes pasaría por Lima, decidí escribirle una y otra vez buscando una entrevista. Nunca tuve una respuesta.
A Lima viajé por un maestro europeo que iba a dictar un taller de caligrafía, llegué un domingo de febrero en un vuelo retrasado y complejo. Así que, entre la oscuridad de la medianoche, el cansancio de todo un día de aeropuertos y la velocidad del taxi en el que iba, no pude ver ninguna de las paredes famosas con letras coloridas que había visto por internet. A la mañana siguiente, con la cabeza ya puesta en las letras romanas, uno de los asistentes al taller me dijo, “Te presento a Elliot Tupac”.
Ahí, sentado a mi lado, estaba él, con sus pocas palabras, su carácter huidizo, su uno cincuenta de estatura, cabello lacio y negro, rasgos indígenas que lleva con contundencia. Llevaba puesta bermuda y camiseta, rematado por una gorra grande que le tapaba los ojos pequeños. No mostró emoción alguna cuando le dije que llevaba varios meses buscándolo, tampoco me prestó mucha atención cuando le dije que quería charlar con él en algún momento. Su respuesta fue “estamos charlando, pues”.
Elliot habita el mundo de las letras en su forma, un mundo en el que concurren la caligrafía, el lettering, la tipografía y la ilustración; disciplinas que tienen su origen en los romanos que tallaban el alfabeto latino en piedra o en extensos rollos de papiro. Durante los últimos años, estas disciplinas han capturado la atención de aquellos que quieren volver al oficio de la escritura, ubicando a las letras hechas a mano en un lugar importante dentro del vasto mundo del diseño. Letrista es el nombre que se le da a una persona que se dedica a componer letras de canciones, pero es también el nombre que recientemente se les ha asignado a las personas que, utilizando reglas geométricas y ópticas, diseñan signos verbales con la intención de transmitir un mensaje específico.
El lettering y la caligrafía se tratan básicamente de dibujar letras y palabras, y el taller en Lima era un espacio organizado para un pequeño grupo de personas que coincidíamos en este oficio. El maestro que dictaba el taller era un francés llamado Claude Dieterich, un diseñador gráfico, calígrafo y tipógrafo a quien a sus 88 años no le tiembla uno solo de sus pelos blancos a la hora de agarrar la pluma y la tinta. Es reconocido por haber creado la carrera de diseño gráfico en este país, en la Facultad de Artes de la Universidad Católica del Perú. Vivió en Lima entre 1961 y 1986 y regresó al país a establecerse de manera definitiva cuando alcanzó su jubilación. Baila la marinera, un baile típico peruano, practica karate y lo saca de quicio la impuntualidad de los latinos. Así que, en la tercera sesión de trabajo, nos anunció con voz enérgica que no iba a tolerar que llegáramos tarde a las clases; su tono de voz subió justo en el momento en que Elliot entraba al lugar con media hora de retraso.
Claude Dieterich dicta sus talleres de la misma manera que él recibió clases de su maestro Herman Zapf, uno de los tipógrafos más destacados que existió en el mundo del diseño. Claude recogió su legado y está comprometido con divulgarlo. Así que durante dos semanas trabajamos en la construcción de las letras romanas, bajo una metodología simple pero exigente. El maestro nos daba las instrucciones y nosotros bajo su mirada atenta repetíamos cada una de las letras del alfabeto hasta que las escribiéramos sin equivocaciones.
Elliot, sentado a mi lado, hacía los ejercicios más rápido que cualquiera de los que estábamos en la mesa. Mientras muchos trazábamos las líneas guía, él ya iba en la mitad del alfabeto, zambullía la pluma paralela número cuatro en el tarro de tinta negra y sin vacilación iba llenando de letras las hojas cuadriculadas que nos habían entregado el primer día de clases. De vez en cuando yo lanzaba una mirada de reojo, miraba sus manos grandes de dedos cortos y pensaba en cómo recordarle que quería hablar con él. Siguió llegando tarde a clases y con frecuencia se olvidaba de traer los materiales; luego de un par de encuentros, su carácter huraño se había ido relajando y en la última sesión, mientras nos entregaban los diplomas, lo insté a que concretáramos la cita pendiente.”
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El taller de Elliot queda en Barranco, el distrito más pequeño de los 43 que conforman Lima, reconocido por ser el epicentro de la bohemia limeña; personajes como la cantautora peruana Chabuca Granda habitaron sus calles, y la gente dice que “si eres artista en Perú, debes vivir en Barranco”. Un lugar con aire europeo lleno de casas de colores, andenes amplios y restaurantes de todo tipo: comida chifa, comida de mar, sangucherías y cervecerías artesanales; que cada fin de semana son saturados por cientos de turistas en busca de los sabores de la comida tradicional y de la vista al mar que tiene Barranco.
Elliot tiene su lugar de trabajo en medio de estas calles ruidosas y sugestivas, dentro de lo que llaman una quinta; una especie de pequeña vecindad, cerrada por una puerta principal de madera, con casas iguales, dispuestas a lado y lado de un corredor lleno de jardines floridos. Su taller está en remodelación y dos chicos y un oficial de construcción martillan y taladran poniendo todo en su lugar, en un espacio rectangular de unos 45 metros cuadrados, con paredes blancas, estantes blancos y piso de porcelanato blanco brillante, que le otorgan al lugar un aire pulcro y hospitalario; pensado para que sus letras de colores chillones y vibrantes, típicos de la gráfica chicha, resalten como luces de neón. Un aviso de su autoría ocupa toda la pared del fondo. En letras naranjas, azules y fucsias se lee la frase “Paz Interior”. Elliot Tupac nació hace 39 años en Huancayo, la ciudad donde su papá tenía un taller de carteles, y donde él aprendió a dibujar letras antes que a caminar.
Huancayo es una ciudad en pleno corazón de Perú, y es el corazón también de los carteles chichas.
Chicha es un género musical de origen popular que se consolidó en el país en los años ochenta, después de que un grupo importante de migrantes se trasladara desde la zona andina hacia la zona costera. Es un tipo de cumbia que le canta a las costumbres, a la cotidianidad y a las clases obreras, y que suena a percusión con muchas guitarras eléctricas. Investigadores del folclor peruano hablan de que también tomó elementos de la cumbia colombiana. Los grupos que tocaban esta música se promocionaban con carteles coloridos que, en tiempos de fiestas populares, forraban las paredes de Huancayo y que eran elaborados por talleres de artesanos del lugar.
Chicha entonces es un peruanismo que abarca muchas expresiones y que sirve para nombrar muchas cosas: chicha es la bebida indígena que sale del maíz, chicha es la música tropical que tocaban los grupos en las fiestas populares que se hacían en la ciudad, y chicha también es el nombre que por inercia les otorgaron a los carteles que les hacían publicidad a estas fiestas. Huancayo, además, es el centro de una de las artesanías más reconocidas de Perú: los bordados huancas, que decoraron los vestidos de los músicos chicheros y que ahora decoran los vestidos de los santos de las muchas iglesias regadas por todo el país, adornan correas, zapatos y todo aquello que se pueda coser; para crear un universo de hilos de colores estridentes que se borda a mano. Elliot es hijo de Huancayo y su gráfica es la hija refinada de estos dos oficios artesanales. Una mezcla entre los colores y las flores de los bordados huancas que hacía su mamá y los carteles chichas que hacía su papá.
“Él es mi papá”, dice Elliot señalando en la pantalla de su computador la imagen de un hombre que es su propia versión, pero con algunas décadas más. Nombre: Fortunato. Oficio: cartelista y locutor de radio. Perteneció a un colectivo que en los años ochenta inició con los carteles chichas. Alternaba el oficio artesanal del cartelismo con la transmisión de programas culturales en una emisora local. Tenía ojo empírico, pero aguzado, para la elaboración de los carteles, lo que lo hacía escoger cuidadosamente la información que iba a estampar en ellos, los carteles salían a las calles marcados con el nombre de su taller y no pasó mucho tiempo para que su negocio familiar se posicionara como uno de los más reconocidos de la gráfica chicha.
Papá de ocho hijos, cuatro mujeres y cuatro hombres que pasaron todos por el taller; las mujeres recortaban con tijeras las letras de los carteles y los hombres las pegaban una a una. “Mi papá nunca quiso que yo me dedicara a esto de los carteles, él quería que yo fuera un profesional, quería que estudiara Derecho, pero yo iba para la izquierda”, dice Elliot con una carcajada retadora y su mirada se desliza sobre su hombro izquierdo, mientras su mente se traslada a esos días en que su papá le decía que lo quería ver como abogado.
Elliot se graduó en Ciencias de la Comunicación de la Universidad San Martín de Porres, bajo el mandato de Fujimori, “y así las cosas, sintiendo que los medios de comunicación estaban capturados por el poder, no quise buscar trabajo allí y decidí hacer empresa propia. Era lo que había aprendido de mi familia. Además de que yo siempre me había identificado con el tema de la libertad”. Empezó a practicar letras y a pintar muros con la seguridad de quien tenía su camino claro.
Vuelve la mirada al computador y su rostro se suaviza para decir que su papá y su hermano mayor, Edison, fueron sus principales profesores. “Ellos se mantienen aún en el negocio de la publicidad, pero ya no hacen carteles a la manera tradicional. Fueron quienes me transmitieron de manera natural la vinculación que ahora tengo con las letras”, dice. Luego de más de diez años de trabajo acucioso, uno de los logros más importantes para Elliot es haber logrado que su papá y su familia sean los principales admiradores de su trabajo.
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En América Latina, donde se ha intentado huir de la esencia indígena que nos habita, Elliot pone sobre la mesa frases y formas que reivindican ese origen. En medio de la amalgama cultural que hay en Perú: indígenas, españoles y orientales, él llena el paisaje urbano con la palabra y los símbolos tradicionales que hacen parte de lo que ellos llaman “la peruanidad” y la vuelve un referente gráfico, vinculado a la estética de un país, un trabajo que ha desarrollado en paralelo con otros personajes que hacen lo propio desde el cartelismo chicha y desde la investigación académica. Lo de Elliot se inscribe dentro de la gráfica chicha, sin ser solo eso; los mensajes que pone en las paredes hablan del “cholo power”, dicen que “hay mucho por hacer”, y hacen una invitación permanente a “pensar con el corazón”.
Después de casi dos horas de conversación, interrumpidos solo por el martilleo que hacían los trabajadores o el ruido momentáneo del taladro, su discurso es fluido. La conversación alrededor de su oficio transcurre bajo un clima de confianza que hace un buen rato se instaló en el lugar. Continúa sentado frente a su computador pasando páginas enteras que Google tiene con sus letras y sus trabajos. Interrumpe las frases cada tanto para quejarse del polvo grasoso que ha dejado la pintura de pared en el computador y con gesto de fastidio pasa la mano sobre el teclado para limpiarlo. En una mesa detrás de él todas sus serigrafías están tapadas con plásticos, para que no se ensucien, y a un lado hay un par de pocillos que se niega a venderme porque tuvieron un error en la impresión de las tintas.
Acosados por el hambre de mediodía, salimos del taller en busca de comida chifa y un par de cervezas para refrescar el verano propio de Lima en febrero. Caminando por las calles de Barranco, nadie lo reconoce, pero la gente se toma fotos junto a sus paredes que hablan sobre la libertad, el poder de la cultura peruana y el amor.
Lo que vemos como resultado final en el trabajo de Elliot, sus serigrafías, sus camisetas, sus murales, ha pasado antes por un proceso de acumulación de bocetos y de imágenes que luego han estado sometidas a largas miradas autocríticas. Más allá de las letras script, que Elliot ejecuta con fluidez en las paredes y carteles, su trabajo está amarrado a un tema de contenido y de principios que para él es importante y que trata de no distorsionar. Es consciente del lugar al que su disciplina lo ha llevado después de catorce años de trabajo duro y trata de ser humilde con el camino que ha recorrido, pero no acepta todo lo que le ofrecen, ni trabaja para cualquiera.
Se alimenta todo el tiempo del trabajo de calígrafos y tipógrafos en un ejercicio autodidacta y autoimpuesto. Cuando piensa en intervenir alguna pared con sus letras, espera que la gente de los alrededores no lo sienta como una invasión. Sabe que su trabajo tiene un carácter efímero, por eso no se preocupa por los murales hechos hace un par de años en El Poblado y en Barrio Colombia, en Medellín, y que ya no existen. Uno de sus murales más reconocidos, hecho en Perú, fue borrado por un político de turno, pero la gente todavía lo recuerda, y es eso lo que le importa.
A Elliot Tupac no le interesa que sus murales sean asumidos bajo el gastado imaginario de la manifestación contestataria. Mientras nos despedimos, me da vueltas en la cabeza una frase que dijo en su taller cuando hablábamos sobre la intervención de los espacios públicos, “mi gráfica es una invitación a conversar y a dialogar, pero nunca a gritar”.