Hace algo más de sesenta años García Márquez escribió para Cromos una serie de reportajes sobre sus noventa días tras la Cortina de Hierro, que él describió como una “barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías”, y que por entonces dividía al mundo y a buena parte de la política de Occidente. Luego se publicaron reunidos bajo el título De viaje por los países socialistas. En ese momento eran mundos de signos opuestos, realidades escondidas tras la propaganda negra y los alegatos ideológicos. Todo sorprendía al periodista colombiano, todo se veía distinto tras esa frontera. Pero hay una singularidad que García Márquez describe con gracia en varios puntos de sus reportajes: la avidez de los soviéticos, de los moscovitas principalmente, por conocer gente del “otro mundo”, por llevarse un botón de su camisa, por regalarles una flor, por soltarles un discurso ininteligible: “La gente tenía deseos de ver, de tocar un extranjero para saber que estaba hecho de carne y hueso. Nosotros encontramos muchos soviéticos que no habían visto un extranjero en su vida”.
Pues en algo no ha cambiado Rusia en los últimos sesenta años. Rusia es todavía un país como la URSS que decía García Márquez llevaba cuarenta años aislado del mundo. En el primer restaurante al que entramos en Moscú, donde los peruanos coreaban su sonsonete, fuimos recibidos por un administrador tan solícito que rayaba en la demencia. Supo que éramos colombianos y comenzó su ritual de atenciones. Soltaba unos largos parlamentos en ruso y cuando notaba que no entendíamos nada intentaba hablar en otra lengua, sin conocerla, con el simple esfuerzo, y terminaba rojo, atorado en un pequeño ataque de tos. Le acercábamos el teléfono con el traductor del ruso al español y su excitación lograba bloquearlo. Salía corriendo a la cocina, volvía y nos jalaba hasta las peceras donde estaban algunos peces que se ofrecían en la carta. De pronto soltaba una pequeña carcajada que un minuto más tarde opacaba una mueca de impotencia. Al final optó por el lenguaje universal y nos regaló dos jarras de cerveza como muestra de buena voluntad ante la cara atónita de meseros y comensales.
Pero no fue el único, en los buses nos miraban con sonrisas mal disimuladas, los niños nos señalaban, mostraban nuestros crespos, se soltaban de sus padres para llegar hasta nuestras rodillas. En el metro un joven se quitó sus audífonos y se concentró en nuestra conversación durante veinte minutos, nos grababa con sus ojos bien abiertos, al final se acercó y como pudo nos dijo que admiraba nuestra forma de gesticular, de hablar como si hiciéramos “mímica”, mientras ellos solo sabían conversar con su cara de palo. Cuando topamos con un grupo de seis jóvenes bien bebidos a la entrada de un restaurante, con solo mencionar la palabra Colombia tuvimos una botella de champaña en la mano y una de vodka en la otra. Nos instaban a beber y no podíamos hacerles el desplante. En San Petersburgo, cuando llegamos a un bar con señales literarias en su puerta, Bar Bukowski, apareció un joven barman quien dijo ser amigo y discípulo de Julio Cortázar. Bastó que supiera que hablábamos español para que se abalanzara sobre nosotros. No sé en qué idioma me habló de Borges y sus poemas y me recalcó su amor por el español que desconocía. Tenía un aliento digno del patrono de su bar y sirvió dos jarras por su cuenta. Al final nos pagaron el taxi hasta la casa antes de que se levantaran los puentes y tuviéramos que soportar toda la “noche blanca” en su grata compañía.
En ese candor atónito y amable de muchos de sus habitantes, Moscú sigue siendo la aldea que describió García Márquez, “una nación de locos que inclusive para el entusiasmo y la generosidad habían perdido el sentido de las proporciones”.
***
No hay un solo turista en las afueras del Instituto Smolny en San Petersburgo, desde donde Lenin dirigió el inicio de la Revolución de Octubre hace poco más de un siglo. Solo el revoloteo de los matrimonios en la iglesia cercana del mismo nombre. Novias blancas, familias comiendo pizza y brindando con copas plásticas en las afueras y un tío abuelo con las insignias militares en su saco prestado. Lo que fue internado de señoritas y cuartel general revolucionario, hoy es oficina pública en plena remodelación. Lenin sigue dirigiendo la marcha desde su pedestal y pasa desapercibido a la vista de obreros y burócratas que cruzan la puerta de seguridad con sus tarjetas magnéticas. Afuera está la bibliografía, Marx y Engels sobre un piso de flores rojas que bien podrían llamarse sugerentes. La cabeza de Lenin sigue asomando en las ciudades rusas a pesar de la falta de devotos a su causa, Marx también es piedra solemne y grafiti de estación de metro. Pero donde vi al Lenin más real fue entrando al mercado Izmailovo en Moscú, en los pañuelos donde algunos viejos lo ofrecían en insignias desteñidas y botones despicados. Ahí estaba de verdad cuarteado por el sol de unos cuantos desfiles. También ahí vi el único signo antiimperialista: un payaso de McDonald’s ahorcado encima de un asado ruso que ofrecía chuzos de cordero, pollo y res. Allí encontré una Rusia del rebusque que es escasa, una ciudad donde las señoras de pañoleta se refugian del sol bajo los árboles mientras exhiben los sobrados de otro tiempo en sus trapos, migajas humildes, baratijas de siempre. Tanto vi a Lenin ese día en Moscú que al salir del mercado se me pareció al viejo cocinero del aviso de KFC, cuando en realidad ese asador de pollos es más un Trosky.
Pero la mejor escena con Lenin fue la de una plaza cercana al Parque Gorki donde los skaters hacían sus trucos sobre el pedestal de uno monumental recortado contra un cielo azul. Nada puede mostrar la mayor domesticación de un símbolo. No había ni ofensa ni transgresión. Por algo un dadaísta ruso, Viktor Shklovsky, escribía en 1924: “Insistimos: / No convirtáis a Lenin en un cliché / No imprimáis carteles con su retrato, ni manteles / ni platos, ni tazas de té, ni ceniceros. / Nada de estatuas de bronce de Lenin… / Lenin es nuestro contemporáneo. / Sigue entre los vivos. / Lo necesitamos vivo, no muerto. / Por esta razón: / Aprended de Lenin, pero no lo canonicéis”. En esa plaza nos soltó su testimonio sobre los rusos una francesa de aires freudianos y humor bien toreado. Una conductora acababa de pasarse un semáforo en rojo y la francesa nos oyó comentar la infracción. Durante quince minutos fuimos todo oídos: “Deberían ponerles multas más fuertes, son unos animales para manejar, siempre van compitiendo”. Llevaba cuatro años viviendo en Rusia y tenía varias ideas sobre sus anfitriones: “Tanto tiempo de los hombres en la guerra hizo que las mujeres muchas veces los vean como simples proveedores de esperma. Tal vez eso hace que tengan algo uterino que las hace parecer en permanente desfile, se creen eso de ser las más lindas del mundo, no saben cuándo comienza el show y cuándo termina, van siempre en pasarela”. Nos preguntó qué tal nos había parecido la comida y ella misma respondió: “Las legumbres son arrugadas, viejas, el pescado parece planchado, una, dos, tres veces, en un intento de que no quede ni proteína ni sabor, los hongos son grandes, muy grandes, creo que sembrados en Chernóbil. Y qué decir sobre el borsch, ¿una sopa fría de remolacha?”.
La idea de la francesa es de algún modo la visión de Europa sobre Rusia, donde encuentra una sociedad tosca y aldeana comparada con sus raseros. A sus ojos los rusos son algo así como nuevos ricos a los que les sobra bastante fuerza y algo de plata, y les falta gusto. Te pueden pisar tratando de darte paso y aturdir con la estridencia de sus parlantes nuevos. Pero tienen el Hermitage y las “noches blancas” de San Petersburgo que casi no necesitan vodka para emborracharte, y unos ríos azul cobalto que nunca me atreví a tocar. Y los reinos hipster de San Petersburgo, los anticafés, son envidiados en París y en Berlín, de modo que la Rusia más joven es vanguardia y la más vieja es todavía memoria y anticuario del siglo XX.
***
Rusia es un país macizo con un capitalismo que no necesita de cartón paja ni escenografías recién montadas. Sus alardes son ciertos y su historia es larga. Mirando la estatua monumental de Vladimir en Moscú un peruano nos preguntaba quién diablos era ese gigante con espada. “Llevo todo el día frustrado, tomando fotos sin saber a quiénes, nos deberían ayudar un poco”, nos decía. Algunos países deben inventar su historia para el turismo, Rusia está por inventar su manual para que el turista pueda mirar con un ojo medianamente entrenado. Por ejemplo, si usted visita las tiendas GUM, un simple centro comercial con los mejores diamantes de Bulgari y Cartier, construido entre 1888 y 1893, se entera de que meses después de la Revolución, Maiakovski sirvió de publicista para las tiendas oficiales que se instalaron tras sus vitrinas: “Saber quién es uno mismo y saber qué hora es / Sólo se consigue con un reloj Mozera”. “Del tiempo antiguo sólo valen la pena, ¡mira! / los cigarrillos IRA”.
Las murallas del Kremlin parecen de juguete por su simetría y su rojo encendido, los remates de la catedral de San Basilio, a quien llamaban El Simple, podrían ser un sencillo envuelto de azúcar y las estrellas rojas que coronan las siete torres de la fortaleza que originó Moscú brillan como papel celofán. Pero todo es cierto y sólido, las estrellas reemplazaron las águilas zaristas con piedras preciosas de los Urales a comienzos de los treinta y por rubíes en 1937, cuando esas piedras ennegrecieron. Rojo y bello son sinónimos para los rusos y el rubí hace honor a esa semejanza. Esa es Rusia, donde todo es un poco más sólido de lo que parece a la vista y la bendición se cruza al revés sobre un dios inexistente durante más de setenta años.