Frailejones
Camilo Alzate
Frailejones en el páramo. Gonzalo Ariza, 1975.
1
Si el páramo pudiera conversar diría de sí mismo que es una consagración a la paciencia y el silencio. Pero el páramo apenas provoca, no habla, solo insinúa y sugiere, mientras otros dicen por él.
Los soldados españoles comandados por Gonzalo Jiménez de Quesada lo llamaron “país de las nieblas” y dos siglos después el sabio alemán Alexander von Humboldt sentenció que se trataba de una región “tormentosa” castigada siempre por “tempestades y granizos”. Humboldt quizá recordaba su penosa travesía por el aterrador Camino del Quindío, que cruzó cuando hizo el viaje de Bogotá a Quito a mediados de octubre de 1801.
Años más tarde el anarquista y geógrafo francés Eliseo Reclus recorrió el país y escribió que los páramos eran “muy temidos por los montañeses colombianos” quienes daban “grandes rodeos para evitarlos, alargando su cabalgata por días y aun semanas enteras”. Reclus se refirió al soroche andino o “mal de la montaña” con una descripción exquisita: “Corre el viajero gran riesgo de entorpecerse —o emparamarse— la sangre circula menos fácilmente, provoca detenerse, sentarse, y si no se reacciona con violencia, si no se hacen esfuerzos para marchar, frotándose y aun golpeándose, el individuo se emparama, es decir, se entiesa y muere. Los casos de muerte en hombres y animales son frecuentes en los páramos atravesados de ordinario; hasta las aves que se llevan en jaulas perecen, aun cuando ellas se envuelvan en lana”. Emparamarse, verbo desmesurado y totalizador, significó alguna vez llenarse de páramo, algo cercano a la agonía.
En las fantasías de campesinos e indígenas, de mochileros o expedicionarios, el páramo aparece igual a un lugar agreste, impredecible pero fascinante, aquel territorio drástico de terrible hermosura que inspira temor y seducción a la vez.
2
Gonzalo Ariza fue un pintor bogotano que dedicó su vida completa a retratar los paisajes de la sabana fría, los cafetales de Cundinamarca con sus ocobos y plataneras y gualandayes, las matas de guadua frondosas, los riscos de la alta cordillera o sus caminos de herradura. Creo que Ariza fue quien mejor comprendió el espíritu del páramo, aquel lugar que él consideraba “inédito en la pintura”. “Difícil encontrar un paisaje más propio y con características más definidas”, escribió alguna vez. Maravillado entre la bruma que emergía de los cañones como si un mundo vaporoso recién estuviera naciendo y aquello fuera el principio mismo de todas las cosas, Ariza componía sus paisajes con tonalidades plata, con púrpuras y violetas que le daban a la niebla un aspecto de sensualidad, sus óleos de los bosques nublados y de los amaneceres o atardeceres desde la cordillera logran esa luminosidad penumbrosa y mágica con la que uno acostumbra evocar los recuerdos de la infancia.
En los cuadros de Ariza el ser humano aparece muy poco, y cuando aparece suele ser pintado en figuras minúsculas e insignificantes que terminan devoradas por la naturaleza circundante. Jamás los ranchos, las trochas o los cosecheros son protagonistas de la composición, apenas alcanzan el rol de detalles marginales e indefinidos, muñequitos en segundo plano entre la majestuosidad de la montaña, o surgen como pequeños trazos en la fronda del cafetal, o iguales a puntitos diminutos junto a la corriente enorme del río.
Los protagonistas de Ariza son otros. El aguacero, por ejemplo, que impregna y bloquea el fondo con una densidad de plomo. La neblina envolviendo y tragándose al universo. La serranía quebrándose en mil arrugas con el crepúsculo y el alba. Los árboles inagotables de colorido generoso. La espesura de quiches y orquídeas y helechos machos y bejucos que cuelgan de todos los bordes del lienzo. O aquella peña de los cerros orientales, que pintó una y otra vez, convencido como estaba de que en sus paredes de riscos y filos se encontraba tallado el esbozo de unos rostros indígenas. El óleo Un grillo en la luna, de 1978, podría definir esa forma tan suya de componer los elementos en la imagen: un grillo imperceptible se agarra de una pequeña hoja mientras resalta contra la luna poderosa que asoma sobre el follaje, el resto del espacio lo llenan las sombras violáceas de las ramas, los troncos y los árboles que van rodeando el centro hasta tupirlo, como las malezas que se tragan un erial abandonado.
Gonzalo Ariza fue atacado y vilipendiado por los circuitos artísticos de su tiempo que lo consideraban un pintor anticuado y costumbrista debido a que no se plegaba a las corrientes de vanguardia del arte abstracto que dominaban en aquel momento en el país. Se lo acusaba de estar demasiado influido por la tradición milenaria del arte japonés, país donde estudió y hacia el cual mantuvo toda su vida un fuerte sentimiento de admiración. Hay que conceder que algunas de sus obras recuerdan a las miniaturas japonesas, pero la verdadera influencia de las tradiciones orientales en su pintura tiene que ver más con la filosofía zen que con determinadas técnicas y estilos. El artista intenta consumar en la mayoría de sus trazos aquel precepto de que la sabiduría se alcanza buscando más allá de la razón, en la experiencia de la naturaleza y la compenetración con ella. Por eso, al revés de lo que parece, Ariza contradice el verso de Jorge Guillén con el que alguien calificó sus cuadros: “Todo lo inventa el rayo de la aurora”. Dos de sus óleos de 1975 reiteran el paisaje de la alta montaña, uno se llama Frailejones en el páramo y otro Frailejones en Chingaza. Podrían ser el mismo cuadro si no cambiara la iluminación, atormentada y turbulenta en el primero, suave y tranquila en el segundo. Ariza sabía, pues lo había sentido en su propia piel, aquello que el geólogo alemán Ernesto Guhl explicó de los páramos: que son secos y húmedos a la vez, y que pueden combinar en un solo día las estaciones que en otras latitudes se alternan a lo largo de un año completo. En contra de lo aparente, son territorios sometidos a una contingencia volátil y continua, si desde las cumbres parecen estepas monótonas de color sepia, cuando se camina por sus entrañas germinan tonalidades infinitas de flores fucsias y amarillas, las mil formas ensortijadas de los arbustos enanos, el brillo voluptuoso del colchón de agua, el océano verde de los musgos y los líquenes sobre las rocas. En sus lienzos Ariza consiguió esa luz esquiva de los páramos, un brillo de catástrofe que no deja precisar dónde empieza el sosiego y dónde la tempestad, brillo que él mismo calificaba con tres palabras: “misty, mistic, misterious”. En ambos cuadros los frailejones parecen arbustos eternos, anteriores al sol, y por supuesto, más antiguos que el rayo de la aurora.
3
No sé si Tomás González, el escritor antioqueño sobrino del filósofo Fernando González, conoce a profundidad la obra de Gonzalo Ariza, pero si uno considera la mística que habita en su literatura, tan sencilla y profunda al mismo tiempo, tan parecida a los parajes brumosos del maestro bogotano, es lógico concluir que recorrió sus lienzos con cuidado y dedicación.
Ambos comparten la afinidad por la filosofía zen, el gusto por la soledad y el silencio en el retiro de sus casas, y un amor inmenso hacia los cafetales y las cañadas al amanecer. No debería ser casual que algunos protagonistas de las novelas y cuentos de Tomás sean pintores fracasados o atormentados por la vida, y que muchos de sus textos intenten simular que son acuarelas, composiciones y paisajes. En sus historias dominan los atardeceres y las alboradas, los aguaceros, las maniguas impetuosas y los claroscuros. Basta un repaso por los títulos de sus libros, relatos y poemas: Niebla al mediodía, Verdor, Flor de azalea, Manglares, Temporal, Aguaceros de mayo, Luciérnagas.
En uno de esos cuentos un pintor pierde el sentido y tras destruir su matrimonio acaba vagando por las calles de alguna ciudad norteamericana durante el invierno; duerme en albergues para indigentes y recoge comida en las basuras. Un día, casi por accidente, casi por equivocación, empieza a pintar con tizas sobre los andenes sucios: son paisajes efímeros de un realismo sobrecogedor, que todo el mundo admira pero que se borran con la lluvia. En aquellos paisajes que se diluyen en la calle mientras llueve el pintor descubrirá —aunque ya no le importa— que ha alcanzado por fin la perfección de los colores y las formas que tanto había buscado en vano en las academias.
¿Conocía el escritor esos cuadros de guaduales que hizo Ariza, tan idénticos a los de su libro Niebla al mediodía? ¿Pensaba Tomás en el óleo El cafetal, que Gonzalo había pintado en 1959, mientras escribía la atmósfera de resplandores y sombras que impera en su novela La luz difícil? En ella David, un pintor que está perdiendo la visión a causa de la vejez, recuerda uno de los momentos más intensos y dramáticos de su pasado, cuando uno de sus hijos decide quitarse la vida para no padecer la invalidez y los dolores que son consecuencia de un accidente fortuito que había sufrido. A la par, el pintor trabaja en un paisaje de la bahía de Nueva York donde la espuma y la profundidad del agua no alcanzan las tonalidades que desea para su pintura: “Por más que la miraba y la retocaba —escribe— no lograba yo encontrar la manera de plasmarla completa, es decir, la luz que contiene a las tinieblas, a la muerte, y también es contenida por ellas”. Mucho más tarde, con la distancia que otorgan los años, David contempla todos los días el paisaje nublado de su finca en la región cafetera de Cundinamarca, descubre al ocaso de su existencia y ya casi ciego esa iluminación, esa paz y tranquilidad para su alma atormentada.
“La vida humana —dijo en cierta ocasión el escritor— es como un rizo de agua en el mar”, pues ocurre enmarcada en eso que los científicos llaman la naturaleza, es decir, lo inagotable. Al igual que en las composiciones de Gonzalo Ariza los seres son apenas pequeñas partículas en la inmensidad, son una presencia que le da sentido al mundo queriendo enfrentarse “con el lado caótico de la vida, con la muerte, con el horror” pues tratan de “encontrar la belleza de esos acontecimientos terribles”.
Ariza consiguió, como Tomás González, las tonalidades de la luz difícil que anhelan los paisajistas. Pareciera pues que algunos de sus cuadros hubieran sido pintados únicamente para que allí sucedieran los relatos del antioqueño. Pareciera que él mismo, taciturno y reservado en el claustro de soledad de su casa fuera otro personaje de las novelas de Tomás, aunque aquello sea apenas una tenue ilusión.
4
Paciente y terco, a pesar de las críticas, Ariza no quiso renunciar a su estilo sino que se enfrascó en él, volviendo siempre sobre los mismos temas, pintando obsesivamente las mismas cañadas y montes en los alrededores de Bogotá. Por lo tanto, fueron también suyas las palabras de aquel pintor ciego que imaginó Tomás González en su novela: “Ya no puedo ver bien sus cerros, pero durante una época recorrí y admiré mucho el detalle de sus formas, de sus piedras y árboles, de su verticalidad masiva y tan cercana, de su vegetación que tan a menudo se pone de un azul oscuro único, casi metálico, y de sus cielos siempre cambiantes”. Ariza entendió que lo auténtico en Colombia es el territorio, todo lo demás es imposición o mezcla de herencias ajenas. Pero el paisaje, único y sin imitación, permanece. A esa idea dedicó una vida y una obra.
Aprendió entonces la misma terquedad de existir de esos frailejones que retrató en sus óleos, frailejones que libran una carrera de paciencia contra los siglos creciendo un centímetro cada año. Se fundarán ciudades que morirán antes que ellos, las generaciones se odiarán y amarán y se enterrarán unas a otras en orden o en desorden, mientras los frailejones continúan desafiando los abismos, y a pesar de la vejez que se asienta sobre esos tallos mutilados por los incendios, por el granizo y los vientos helados de la cordillera, volverán a florecer amarillos como niños que acaban de asomar buscando las nubes. Con aquella combinación de brevedad fugaz y eternidad, los frailejones intentan acercarse al cielo, intentan abrazar esa luz esquiva de catástrofe que moja los páramos. Nunca lo consiguen del todo, pero siguen ahí, tercos, silentes, centímetro a centímetro, siglo tras siglo, siempre amarrados a la tierra, esa mujer furiosa y apasionada que no promete nada y aun así terminará por someterlos.
El cafetal. Gonzalo Ariza, 1930. Colección de Arte Banco de la República.