Entre 1978 y 1992 se libró la guerra civil afgana en la que el ejército soviético apoyó durante nueve años a la República Democrática de Afganistán en su enfrentamiento contra insurgentes muyahidines, quienes fueron apoyados a su vez por China, Pakistán, Irán y Estados Unidos. En cajones de zinc regresaban a la entonces Unión Soviética los cadáveres de soldados enviados a una guerra ajena y camuflada por el Estado. Svetlana Alexiévich habló con las madres de los soldados muertos y de los vivos, habló con los hijos y con las esposas, habló con los hombres de la guerra y grabó esos testimonios en Los muchachos de zinc, un libro que trata menos sobre la guerra y los hombres que a ella van, que sobre los animales que de ella regresan.
En 1987, dos años antes de que cesaran las pérdidas soviéticas en la guerra, se estrenó Full Metal Jacket, una película estadounidense dirigida por Stanley Kubrick que se divide en dos partes, antes y durante la guerra. Antes de la guerra los hombres deben ser preparados, entrenados, y Kubrick deja el trabajo al mítico sargento de artillería Hartman. Hay una escena, que no es por la que suele recordarse a ese hombre bestial, en la que los aspirantes a marine están filados, taimados, expectantes, y Hartman desfila de esquina a esquina gritando, rígido: “¡Si alguno de vosotros, nenas, sale de esta isla, si sobrevivís al entrenamiento, seréis como armas, ministros de la muerte, siempre en busca de la guerra!”.
Luego vienen más entrenamientos, más desgaste psicológico: un baño, un hombre grande sentado en un inodoro, un mundo de mierda, una munición de 7.62 milímetros casquillo de cobre que entra por la boca, y luego los restos pequeños del cerebro del hombre grande pegados a una pared. La guerra viene después.
Esa escena, esa película, el libro y la guerra, las guerras, comparten lo esencial: hay una cosa en la que se convierten los hombres que van a la guerra, y hay una cosa que dejan de ser.
En el libro una madre se lamenta porque su hijo, a quien suponía ya libre de la guerra, mató a un hombre, usó el cuchillo de la cocina antes de que ella le preparara la comida; le dieron quince años de cárcel y ella no entiende por qué dicen que su hijo, el asesino, es un héroe, y cómo aprendió a matar al estilo afgano: “Mi hijo hizo aquí lo mismo que ellos hacían allí. Allí por hacer eso les daban medallas y órdenes… ¿Por qué entonces solo le juzgaron a él? ¿Verdad que no juzgaron a los que les habían enviado allí? ¡A los que le enseñaron a matar! Yo eso no se lo enseñé… [pierde el control y grita]”. Más adelante un comandante de la sección de artillería habla con Alexiévich y le dice, como un niño: “No me gusta recordar. Aunque no sé lo que pasará con todos nosotros, con la generación que ha sobrevivido.