Número 77, julio 2016

Zinc
Jhon Isaza. Imágenes tomadas del libro Los muchachos de zinc

Imágenes tomadas del libro Los muchachos de zinc

Entre 1978 y 1992 se libró la guerra civil afgana en la que el ejército soviético apoyó durante nueve años a la República Democrática de Afganistán en su enfrentamiento contra insurgentes muyahidines, quienes fueron apoyados a su vez por China, Pakistán, Irán y Estados Unidos. En cajones de zinc regresaban a la entonces Unión Soviética los cadáveres de soldados enviados a una guerra ajena y camuflada por el Estado. Svetlana Alexiévich habló con las madres de los soldados muertos y de los vivos, habló con los hijos y con las esposas, habló con los hombres de la guerra y grabó esos testimonios en Los muchachos de zinc, un libro que trata menos sobre la guerra y los hombres que a ella van, que sobre los animales que de ella regresan.

En 1987, dos años antes de que cesaran las pérdidas soviéticas en la guerra, se estrenó Full Metal Jacket, una película estadounidense dirigida por Stanley Kubrick que se divide en dos partes, antes y durante la guerra. Antes de la guerra los hombres deben ser preparados, entrenados, y Kubrick deja el trabajo al mítico sargento de artillería Hartman. Hay una escena, que no es por la que suele recordarse a ese hombre bestial, en la que los aspirantes a marine están filados, taimados, expectantes, y Hartman desfila de esquina a esquina gritando, rígido: “¡Si alguno de vosotros, nenas, sale de esta isla, si sobrevivís al entrenamiento, seréis como armas, ministros de la muerte, siempre en busca de la guerra!”.
Luego vienen más entrenamientos, más desgaste psicológico: un baño, un hombre grande sentado en un inodoro, un mundo de mierda, una munición de 7.62 milímetros casquillo de cobre que entra por la boca, y luego los restos pequeños del cerebro del hombre grande pegados a una pared. La guerra viene después.

Esa escena, esa película, el libro y la guerra, las guerras, comparten lo esencial: hay una cosa en la que se convierten los hombres que van a la guerra, y hay una cosa que dejan de ser.

En el libro una madre se lamenta porque su hijo, a quien suponía ya libre de la guerra, mató a un hombre, usó el cuchillo de la cocina antes de que ella le preparara la comida; le dieron quince años de cárcel y ella no entiende por qué dicen que su hijo, el asesino, es un héroe, y cómo aprendió a matar al estilo afgano: “Mi hijo hizo aquí lo mismo que ellos hacían allí. Allí por hacer eso les daban medallas y órdenes… ¿Por qué entonces solo le juzgaron a él? ¿Verdad que no juzgaron a los que les habían enviado allí? ¡A los que le enseñaron a matar! Yo eso no se lo enseñé… [pierde el control y grita]”. Más adelante un comandante de la sección de artillería habla con Alexiévich y le dice, como un niño: “No me gusta recordar. Aunque no sé lo que pasará con todos nosotros, con la generación que ha sobrevivido.

 

Hemos sobrevivido a una guerra que nadie necesitaba. ¡Nadie! Na Na… ¡Nadie! Por fin lo he desembuchado (…) Me tiemblan las manos… Por alguna razón estoy nervioso. Yo creía que había salido del juego sin dificultad. Cuando escriba, no mencione mi nombre, por favor”. Una médica microbióloga habla sobre el miedo que le genera la vida civil normal: “Estar aquí es superior a mis fuerzas. Esta vida asusta más que la otra (…) Necesitaba una continuación… Solicité un puesto en Nicaragua… En cualquier lugar donde hubiera una guerra. Aquí… Ya no sé vivir aquí…”. Uno más, un capitán artillero: “En Afgán comprendí lo que es la vida. Aquellos años para mí fueron los mejores, se lo digo. Aquí nuestra vida es gris, insignificante: trabajo, casa; casa, trabajo. Allí experimentamos de todo, probamos de todo. Vivimos la verdadera amistad entre los hombres. Contemplamos cosas realmente exóticas: las bocanadas de niebla matinal en los estrechos desfiladeros, igual que cortinas de humo (…) Algunos paisajes allí parecen lunares, de ciencia ficción, algo espacial. No hay más que montañas eternas, tienes la sensación de que en esa tierra no hay seres humanos, allí solo viven las rocas. Y esas rocas te disparan. Percibes la hostilidad de la naturaleza, incluso para ella eres un extraño. Estábamos suspendidos entre la vida y la muerte, y en nuestras manos estaba la vida y la muerte. ¿Acaso existe un sentimiento más poderoso? (…) La proximidad de la muerte lo agudiza todo (…) Viví una vida de hombre. Siento nostalgia (…)”. El último y cerramos; se trata de un soldado granadero: “(…) Allí la noche no llega, se te echa encima (…) Allí llueve, ves la lluvia, pero no llega a tocar el suelo. Ves por satélite los programas de la Unión Soviética, recuerdas que existe otra vida, pero ya no penetra en tu alma… Todo esto se puede contar… Se puede publicar… No obstante, hay algo que me ofende… No soy capaz de transmitir lo esencial…”.

No sé si para ese título Alexiévich pensó más en el zinc, el elemento, que en los muchachos o ¿ en los cajones en que regresaron. Me gusta pensar que pensó en el zinc, en el metal que se usa como recubrimiento, como protección para el acero. Creo que de eso se trata todo esto, y que lo que Alexiévich nos está diciendo es que ante la guerra todos somos eso: una cosa que se usa para otra mayor, un recubrimiento no más, que ante la guerra y después de ella nos convertimos en eso, y que cuando ese recubrimiento se desgasta, se estropea, se reemplaza por otro y otro y otro, y tras ellos permanece lo mismo, la brutalidad de lo esencial. La guerra es eso: la confirmación de la contingencia humana. Y es por eso que los muchachos de zinc (soldados, madres, enfermeras, todos), los muchachos que van a la guerra o que esperan en casa lo que ella arroje son una especie distinta, y en alguna medida donde antes había hombres y mujeres, ahora hay residuos, nostalgia, zinc.UC

 

Imágenes tomadas del libro Los muchachos de zinc

 
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