A pesar de su prestigio como centro discográfico del país, no me pareció que Don Alejo hubiera llegado a la ciudad en función de grabar otro de sus trabajos. De manera que cuando en el umbral de la habitación número tres vi la figura de un hombre alto, corpulento a pesar de su edad, de rostro amable y de piel curtida por el sol; de modesto vestido, con las tres puntá que apenas si las dejaban ver unos inmensos pies de caminante incansable y un sombrero vueltiao que no solo era la extensión de su cabeza, sino de su pensamiento lleno de poesía y amores, intuí en mi interior de niño de ciudad que ese hombre era un ser especial, de aquellos que uno no siempre tiene el gusto de conocer. Fue entonces cuando me levanté de la silla, me dirigí hasta la entrada de la tres y extendí mi mano al hombre que con una sonrisa llena de bondad y ternura me brindó la suya, una mano cálida y demasiado grande para ser real, y que, al lado de la mía, minúscula y dócil, parecía la de un ser fantástico surgido de pronto desde la penumbra de un cuarto misterioso.
—Don Alejo, ¿cómo está? —le pregunté como si lo conociera de antes.
Con mi timidez apenas comprensible.
—Muy bien, gracias —me respondió con una sonrisa de bondad enmarcada por unos labios gruesos que dejaban ver, o por lo menos algo así me pareció, orgullosos, el brillo de un diente que refulgía como un pedazo de oro.
Debo decir que a pesar de su monumentalidad y su aire vigoroso me pareció advertir un comprensible y ligero cansancio en su cuerpo ya curtido por festivales y parrandas; trasegado por interminables caminatas y atiborrado de amores y desamores.
Nacido en el Cesar el 9 de febrero de 1919, de familia de vaqueros y músicos, Don Alejo era el hijo predilecto de toda la Costa Atlántica, región que había recorrido durante gran parte de su vida en compañía de su acordeón, su voz serena y alegre, y su don de gentes; condiciones suficientes para asignarle el título de juglar.
Creo haber escuchado decir a uno de los empleados del hotel que Don Alejo era un mujeriego empedernido. Años después escuché versiones parecidas en diferentes medios de comunicación donde reforzaban este comentario con un dato que él alguna vez confirmó: veinticinco hijos con dieciocho mujeres. Comprendí entonces que estos no podían ser simples rumores en torno a un mito que cada vez trascendía más, tratándose de un hombre que en la mayoría de sus canciones hablaba de mujeres (Cero treinta y nueve, Pobrecito corazón, El compromiso, Qué tienen las mujeres), o eran dedicadas a ellas (Fidelina, Maruja, Joselina Daza, Carmencita), y que, además, con su carisma y el embrujo de su acordeón, no debía ser fácil para ninguna dama que lo llegara a conocer, abstenerse de enamorarse de él.
Cuando escuché la noticia de su muerte, el 15 de noviembre de 1989, recuerdo que sentí una tristeza inesperada, y mi memoria me llevó a aquel modesto pero hermoso Hotel Tropical, a su habitación tres, donde maravillado, mi mano ingenua de niño saludó, en una brevedad que para mí no tuvo fin, su enorme mano de juglar vallenato.