Subíamos una loma cuando escuché un silbido. El guía frenó en seco, nosotros lo hicimos detrás de él, y de repente, como a dos metros, un niño de quince años, con un fusil AK-47 en las manos, salió de un matorral y dijo:
—¡Repórtense!
El guía explicó que traía el encargo de Pablo —que éramos nosotros— y el chico pidió que le esperáramos mientras iba a dar aviso. Durante la espera, Felipe y yo nos cubrimos el rostro con una camiseta, la directriz era que nadie en la guerrilla podía conocer nuestros rostros, así evitaríamos que un posible desertor nos delatara. El niño regresó y trajo a Jorge, el guerrillero bonachón, que al vernos dijo:
—¿Qué pasó, urbanos? ¿Todo bien? Qué alegría verlos, los esperábamos ayer, ya estábamos pensando que los había cogido la policía. Jajajaja. Sigan, sigan, que el comandante los espera.
***
Los campamentos se bautizan en alusión a alguna característica que los haga particulares. Al que llegamos lo llamaban “campo urbano”, porque parecía una urbanización. La tranquilidad que en ese momento atravesaba la guerra les permitió quedarse más de tres meses y desarrollar su creativa ingeniería: con guaduas, troncos, hojas de palma y otras especies vegetales, construyeron una cancha, un auditorio, comedores, salón de juntas, cocina, ducha, puntos de vigilancia externos y caletas —casi casitas— entechadas. En el monte el tiempo es otro: una hora equivale a un día, un día a una semana, una semana a un mes, y un mes es un año. Por eso, el campamento parecía llevar años metido entre la selva.
La rutina era la siguiente: luego de la diana teníamos veinticinco minutos para recoger todo lo que había en la caleta y guardarlo en el morral; a las cinco debíamos estar en formación con los morrales y si se nos había quedado algo, era decomisado; los morrales siempre debían estar listos porque en cualquier momento tocaba huir. Recibíamos un café y hasta las cinco y media cantábamos el himno y practicábamos saludos militares, la hora y media siguiente la dedicábamos al entrenamiento físico. A las ocho desayunábamos, casi siempre plátano cocinado y arroz, y de nueve a once los urbanos impartíamos talleres de alfabetización. Almuerzo a las doce —lentejas, siempre—, y el resto de la tarde quedaba más o menos libre hasta las seis, que era la hora de la cena y de la educación política. Pablo iniciaba una charla sobre las injusticias sociales y generaba reflexiones en los combatientes; a veces el diálogo era remplazado por una película, por lo que la jornada se extendía hasta las ocho de la noche. A esa hora debíamos irnos a dormir y todas las luces se apagaban, cualquier destello podía indicarle al enemigo cuál era nuestra ubicación.
En la tarde, los visitantes nos reuníamos con Pablo en su caleta y debatíamos sobre las fallas en el operar rural y en el de la ciudad. Yo callaba, me gustaba ver cómo el comandante, el único con el rostro destapado, se enfurecía con el urbano cincuentón y le decía que solo iba a aceptar las críticas cuando este se viniera a vivir, como mínimo, dos años al monte, porque era muy fácil opinar cuando se venía de paseo. Pablo tenía un rostro pálido y de facciones muy marcadas: sus cejas eran gruesas y tupidas, sus ojos grandes y acanelados, y sus labios eran carnosos y casi siempre parecían húmedos. Había obtenido un título profesional hacía siete años y, convencido de sus ideales, desistió del discurso inerme en la universidad pública para pasar al levantamiento armado. Me gustaba mirarlo porque solo en ese momento sus ojos me mostraban algo: en el café del iris le brillaba la soledad y las pupilas se dilataban avivadas por el rencor que guardaba contra la estructura urbana, estructura que lo politizó, lo acercó a la lucha armada y ahora se olvidaba un poco de él. Pablo era uno de nosotros, un urbano, pero su tribu lo había abandonado.
Una de esas tardes, antes de retirarnos de su caleta, tomó mi brazo y me pidió que me quedara. Me dijo que sabía que era periodista y me pidió el favor de asesorarlo para crear un video. También me dijo que mientras estuviera en su caleta podía quitarme la capucha y descansar. Hasta ese momento no había notado cuánto me fastidiaba el trapo sobre mi rostro, así que sin dudarlo lo desaté y me lo quité.
—Pensé que nunca iba a ver tu cara —dijo, y yo, sin entender, sentí que sus palabras me impidieron respirar, peor que la capucha.
La cuarta jornada en que trabajábamos el tema del video fuimos interrumpidos: unos campesinos buscaban a Pablo con urgencia. Él salió al trote y luego de veinte minutos regresó con la misma celeridad en el paso.
—Camila, ve por tu maleta, dile a Felipe que se aliste y avísale a los demás que hagan lo mismo. Esto no es un juego. Nos tenemos que ir ya, dos pelotones del Ejército vienen detrás de nosotros y solo estamos a dos horas de distancia porque ningún lanchero los ha querido cruzar el río.
Palidecí, creo, e hice lo que me pidió. Media hora después iniciamos una caminata de más de cinco horas hasta dar con la cima de una montaña e improvisar el nuevo campamento: “campo culebra”. En ese campamento fue donde lo besé.
***
El bautizo del campamento se debió a las veintiséis culebras que tuvimos que matar durante las dos semanas que estuvimos allí. Aparecían bajo las caletas, en el rancho —que es como le dicen a la cocina—, en las duchas, en los puestos de guardia y en cualquier lugar por el que uno caminara. Pero a mí no me importaban, las serpientes no me causan repulsa y las prefería por docenas a las asquerosas cucarachas de campo urbano. Felipe y yo construimos una nueva caleta y en las ramas verdes esos bichos no tenían arrimadero, solo anidan en hojas secas.
En campo culebra hicimos nuestras primeras guardias. Al segundo día de estar allí, en la película de la noche, nos habían mostrado un documental, aparentemente hecho por las Farc, en el que explicaban el peligro que representaba un “zorro-zorro”, un hombre de las fuerzas especiales del Ejército que solo ataca de noche y está entrenado para no hacer ruido, no desperdicia ni una bala porque se posa detrás de sus víctimas y las elimina degollándolas.
Esa noche me tocó la primera guardia nocturna, de doce a dos de la mañana, y fueron dos horas en las que me la pasé sudando, con ganas de orinar, con el corazón acelerado golpeándome el pecho, y pasando el brazo sobre mi cabeza cada cinco minutos y empujándolo hacia atrás para descubrir a tiempo al zorro-zorro que me iba a degollar. Todos los ruidos eran los pasos de los ochenta soldados que nos perseguían, y solo pensaba en el momento en que debía hacer sonar el disparo de advertencia a mis veinticinco compañeros, para que emprendieran la huida mientras yo me quedaba como carnada. Pero la bala nunca salió de la AK-47 que me asignaron y yo nunca volví a sentirme tan idiota como esa noche. Una vez más: ¡Qué mierda hacía allí!
La tarde siguiente la pasé, como siempre, con Pablo y su video. Me gustaba estar con él porque así evadía cualquier responsabilidad, como las guardias diurnas, que eran de tres horas, y ranchar; odiaba cocinar para mí y hacerlo para veinticinco bocas era una auténtica pesadilla. Le confesé el miedo que había sentido en la guardia nocturna y el ridículo que había hecho durante esas dos horas; él se rio y por respuesta me asignó para esa noche la guardia más pesada, de dos a cuatro de la madrugada.
Algún mensaje tipo autoayuda, algo así como superar mis miedos, tendría que dejarme esta especie de lección. Y esa noche, faltando cinco minutos para las dos de la mañana, me despertaron y a la hora exacta estaba sentada en el puesto de vigilancia. A punto de orinarme del miedo. Otra vez.
Los ruidos volvieron, empecé a temblar no sé si de frío o de susto, los latidos en el pecho no me dejaban escuchar con atención y mis brazos nuevamente volaban sobre mi cabeza; de repente, uno de ellos fue capturado en el vuelo. Me solté con brusquedad, salté lejos del zorro-zorro, me giré y lo vi: era Pablo, que se reía y con el dedo índice en su boca me hacía señas de que hiciera silencio. Rompí a llorar.
Se sintió mal y me abrazó para consolarme. Entre lágrimas le reclamé, y esta vez no lo pensé sino que lo dije:
—Qué mierda hago aquí.
—Acompañarme —respondió.
Alzó mi barbilla con una mano, me miró a los ojos y en los suyos se asomó un destello de ternura y culpabilidad, entonces me besó. Había besado a un guerrillero, y no solo eso, también me estaba enamorando de la fuente principal de mi reportaje. Se quedó a mi lado en esa y las siguientes guardias nocturnas.
Luego vinieron mis inquietudes, como cuando le pregunté si había matado a alguien y no fue capaz de responder, y no supe si evadía la respuesta por la vergüenza de los muertos acumulados o porque le sonrojaba haber logrado el puesto de comandante sin haber asesinado. En cuanto a las chapas, se burló de los urbanos diciendo que siempre llegaban con motes rimbombantes o que hacían honor a revolucionarios, ignorando que en la guerra era más fácil pasar inadvertido adoptando un nombre del común. Y en un momento le manifesté mi sorpresa al ver que habían improvisado una cancha y durante todo un día habían jugado una suerte de torneo de fútbol.
—Así es esta guerra nuestra —me contestó—. Algunas veces escapamos de los bombardeos, nos enfrentamos a bala con el Ejército, evitamos algún desembarco, caminamos días enteros por el filo de las montañas; y otras veces jugamos fútbol.
También llegó el sexo y siempre fue nocturno. Lo hicimos en las caletas, entre árboles frondosos de la selva, y en la ribera del río San Juan; llovía casi a diario, pero las noches solían ser luminosas y despejadas, la ausencia de la luz citadina me permitía ver las estrellas mientras el comandante y su mundo me penetraban. En uno de esos encuentros, Pablo estaba tumbado en su caleta y yo paseaba a gatas sobre él. En actitud felina, y siempre mirándolo a los ojos, me fui deslizando y paré cuando mi barbilla se topó con su erección, justo al lado de su fusil color plata que estaba tirado a un lado de nosotros, entonces le hice una felación.
Mientras yo lamía, le miraba, chupaba e intentaba sustraer sus jugos. Pablo acariciaba mi pelo y sostenía mi rostro con suavidad. Y cuando sus gemidos aumentaron señalando que estaba a punto de venirse, me retiró con prisa, se inclinó hacia un costado de la caleta y derramó su líquido sobre la tierra. Me quedé observando cómo el semen se secaba sobre el suelo y pregunté:
—¿Por qué no terminaste en mi boca? Guardó silencio unos segundos y contestó:
—Me da pena. No sé, no soy capaz. Tus ojos me intimidan.
Pablo, acompañado siempre de su fusil R15, tenía problemas para desinhibirse en la cama y alguna que otra noche se arrojó sobre mis piernas para llorar su soledad.
Como él eran todos en el campamento. Aparentaban una rudeza de la que carecían. Hombres y mujeres que asustaban por las siglas que portaban en sus uniformes, pero que eran niños y niñas huidos de sus casas para evitar golpizas; personas que solo buscaban tener tres platos de comida al día; sujetos que creían en renovar a Colombia mediante la revolución armada; jóvenes que no querían estar solos o deseaban ostentar poder; y chicas que querían compartir la vida en armas de sus novios. Todos preguntándose, quién sabe cuántas veces, qué mierdas hacían allí.
***
Dos meses y tres semanas después de haber partido, regresé a Medellín; pero no volví la misma. Me retiré del grupo, se me prohibió escribir sobre el monte y de Pablo no supe más, solo el rumor de que había caído en combate y las cuatro cartas vía correo electrónico que intercambiamos. En la última me escribió: “Espero sobrevivir, que la vida me alcance para volverte a ver… y por fin ser capaz de venirme en tu boca”.