Cuando alguien decide escarbar la tierra con algún cuidado pensamos en los ritos macabros del CTI, en las sorpresas de los guaqueros o en las noticias reveladoras del ripio de huesos y cerámica. Pero de vez en cuando aparecen galerías inesperadas como los pozos ilustres del pueblo a finales del siglo XIX. El tranvía de Ayacucho también dejó su entierro.
El desarenadero
Anamaría Bedoya Builes. Fotografías: Juan Fernando Ospina - Archivo BPP
Imaginemos. Un aguacero torrencial cae sobre el Valle de Aburrá una noche de 1896. Arroyos y riachuelos aumentan su caudal; algunos, incluso, se desbordan y abren cauces en los vírgenes bosques de las laderas. La quebrada Santa Elena baja rauda por la vertiente arrastrando lodo, piedras y palos. Amanece. El agua helada y cristalina ahora discurre turbia, como café con leche espumoso y rebosante. Los aguateros cargados de cántaros se acercan a las fuentes públicas de plazas y observan, sobrecogidos, el líquido impotable.
Pero, digamos que no fue así –imagino que dijiste mientras desenrollabas un plano y lo enseñabas a los funcionarios del municipio que escuchaban tu propuesta–, que a pesar de la lluvia el agua brotó limpia, los aguateros escanciaron sus cántaros y pudieron repartir el líquido a las casas. ¿Cómo? Ubiquémonos a la altura de Miraflores, en las tierras de don Coroliano, la quebrada pasa por debajo de La Toma; sigamos el curso de la corriente hasta Ayacucho, en el barrio Mundo Nuevo; digamos que ahí la Santa Elena cayó a un depósito de decantación, o desarenado.
El agua entró por una acequia a un sistema de siete piscinas separadas por diques de cal y canto escalonados que la hicieron fluir en un movimiento serpenteante. Por principio de decantación, el lodo se precipitó al fondo, donde hay unas compuertas que, al abrirse, lo arrastraron hasta un canal de descarga subterráneo y lo encauzaron hacia la quebrada La Palencia. Mientras que el agua limpia circuló por unos reboses, arcos carpaneles ubicados a media altura de los diques –habrás aclarado señalando el plano–, y a medida que pasó de un estanque a otro, la velocidad se redujo, las partículas de agua limpia quedaron en la superficie y luego salieron por un sistema de válvulas que las condujo hasta las fuentes públicas de la ciudad.
Deslumbrados quedaron con tu promesa de solucionar una preocupación: la sanidad de la que dejaba de ser una pequeña aldea y se convertía en una ciudad impaciente, como las grandes metrópolis europeas, por ordenar y controlar eso que empezaba a sonar con más fuerza en los discursos de intelectuales, líderes políticos y sociales: lo público. El agua, la energía eléctrica, el transporte, las calles, los barrios, los cementerios, los hospitales, las escuelas. En esa Medellín republicana, del siglo XX, la gente se llenaba la boca con una palabra que sería propulsora de su transformación: Modernidad.
Estilo Moderno. Así llamaron a la primera agencia privada de ingeniería y arquitectura de la ciudad, el arquitecto Dionisio Lalinde y vos, Antonio J. Duque, un joven de apenas veinticinco años, ingeniero civil de la recién fundada Escuela de Minas. Los ojos almendrados y soñadores, barbilla y pómulos rectos, la frente despejada, el cabello corto peinado hacia un lado, y un bigote grueso que te tapaba el labio superior.
Los funcionarios aprobaron tu propuesta, y el 28 de febrero de 1896 firmaste un contrato con el presidente del Concejo, Francisco A. Arango, para construir un depósito de decantación por el que te pagaron quinientos pesos. Una megaobra para la época que unos años más tarde, cuando se declaró obsoleta, quedaría sepultada bajo una inmensa casona y solo descubierta, por puro azar como suceden los hallazgos, 117 años después.
“Yo me lo trato de imaginar a él, a Antonio J. Duque; cómo pensaba y de dónde sacó esos conocimientos porque hasta donde creemos él nunca fue a Europa”, dice Pablo Aristizábal, arqueólogo Ph. D. e ingeniero ambiental, director del Proyecto de Arqueología Preventiva Corredor Verde Avenida Ayacucho. Un hombre de 39 años, altísimo, cabello largo recogido en cola, patillas tupidas y rectas, ojos verdes surcados por unas cejas gruesas y un aro en el lóbulo izquierdo que le da, definitivamente, un aire gitano.
Viste un chaleco azul de Vigías del Patrimonio, carga un bolso en el que, pocos saben, lleva una flauta traversa; esta noche ensayará con su agrupación de música flamenca. Bajo el brazo lleva una carpeta con planos, documentos y recortes de prensa de cuanta noticia se ha escrito del desarenadero. No es tímido. Habla con tranquilidad ante cámaras, asiste gustoso a citas con periodistas, les comparte cuanta información tiene, ahorrándoles reportería y dispuesto a contar, una y otra vez, la misma historia, sumando los últimos detalles descubiertos del que se considera el primer sistema de acueducto de la ciudad. Aunque lo suyo, por mucho tiempo, han sido los hallazgos que revelan vestigios de antiguas comunidades indígenas. Es la primera vez que Pablo trabaja en una excavación de este tipo.
Hijo de una arquitecta y de un ingeniero, estudiaba, como su familia deseaba, ingeniería civil. En un viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta, en un campamento en el que pasó varios días cerca a los arhuacos, entendió que lo suyo era explorar el insondable mundo ancestral. De niño, cuando su abuelo lo llevaba a caminar por Cerro Tusa, en Venecia, y le contaba la historia de una diosa cuyo rostro estaba perfilado en una roca, él lo escuchaba alelado mientras intuía su destino. Por eso cuando descendió de la montaña de los mamos decidió estudiar antropología. Así lo hizo, aunque no abandonó la ingeniería, y se especializó en arqueología, materia que en Colombia todavía suena a ciencia ficción.
“Este hallazgo no tiene que ver con indios pero sí con la historia de nuestra ciudad. En esa época estaban como estamos ahora, en la súper innovación. Llegó el alumbrado público, lograron hacer la primera hidroeléctrica en Piedras Blancas; pusieron el primer acueducto… Ahora estamos que tranvía eléctrico para contaminar menos, limpiando el río Medellín con el proyecto de los Parques del Río; las alcantarillas y la quebrada Santa Elena, con Centro Parrilla. La ciudad está en cirugía, para ser más ecológica y sostenible”, dice sorbiendo un tinto caliente de la panadería Las Delicias, un local junto a la parada Museo del Agua, que queda en un edificio de dos pisos de estilo francés. “Acá quedaba el antiguo Café Cyrano, donde se reunía el grupo de intelectuales Los Panidas”.
Se enteró del hallazgo por las noticias que publicaron los medios en abril del 2013. Un grupo de estudiantes de arquitectura de la Universidad Nacional investigaban el impacto urbanístico del tranvía, caminaban a la altura de esta parada, donde estaban demoliendo varias edificaciones para la construcción de una plaza pública y vieron debajo de las ruinas de una antigua casona unas bóvedas con arcos en ladrillo macizo. Inquietos, tomaron fotos. Se las llevaron a Luis Fernando González, el profesor, “él, experto en la historia de la arquitectura y con ese ojo de águila que tiene, lo ubicó en el periodo republicano. Llamaron al ICANH (Instituto Colombiano de Antropología e Historia), que hace parte del Ministerio de Cultura. Entonces, el ICANH le exigió al Metro incluir arqueología preventiva en la obra”.
Nadie, en realidad, sabía lo que era. La gente, cómo no, empezó a especular: eso era de la antigua fábrica de Coltejer; esas son las cavas de la extinta cervecería Tamayo; son los túneles de Pablo Escobar; son trincheras de la Guerra de la Independencia; son guacas que estaban llenas de oro. Pocos meses después, Pablo, contratado para investigar el hallazgo, salió en televisión contando que se trataba del primer acueducto de la ciudad. “En el Archivo Histórico encontramos el contrato que el Concejo de Medellín le hizo al ingeniero Duque en 1896; o sea, hace 117 años”, dijo mirandoa la cámara, al fondo se ve una parte del desarenadero, expuesto e iluminado por el sol de la tarde.
Seis meses duraron las excavaciones desmontando lo que quedaba de la antigua casona sin demolerla. Con palustres de madera que diseñaron ellos mismos, baldes plásticos y pesticida, el equipo de arqueología limpió el lugar de escombros, tierra y cucarachas, muchas cucarachas. Juan Fernando Barros, ingeniero civil experto en hidráulica, visitó el lugar, “él me explicó el funcionamiento, el principio de decantación y hasta en qué sentido corría el agua. Entonces hicimos los primeros planos y los renderizamos para hacer la reconstrucción digital. Este lugar es un vestigio de ese cambio de aldea a ciudad pues esa necesidad de pasar el río, de controlar y adaptarse al agua fue creando nuestra historia de la ingeniería y la arquitectura”.
El enigma en este hallazgo seguís siendo vos, su creador. Viviste una época en la que vinieron maestros de arquitectura e ingeniería de Europa a hacer colosales obras arquitectónicas que siguen en pie. Vino el alemán Enrique Hausler, que fundó la Escuela de Artes y Oficiosy consus alumnos hizo, en 1875, la cobertura de la quebrada La Palencia, por la que pasaban los cortejos fúnebres en la Calle de La Amargura rumbo al cementerio San Lorenzo. Sobre el río Medellín hicieron los puentes de Guayaquil, Colombia y San Juan. Vino Carlos Emilio Carré, el arquitecto que diseñó la Catedral Metropolitana, marcando el paso de las construcciones de tapia y bahareque a las de ladrillo y argamasa.
Dicen, pues, que algo tuviste que ver con ellos, que debiste, al menos, conocerlos, que varias de esas obras se hicieron cuando eras estudiante de ingeniería, según una placa que encontraron de los fundadores de las Escuela de Minas, de 1887; tu nombre, el sexto de la lista, figura entre los primeros alumnos. A lo mejor, suponen, los conociste en alguna conferencia, lo dicen porque tu estilo devela esa tradición clásica que ellos trajeron influenciada por Roma.