Número 77, julio 2016

Primera Vez
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Verónica Velásquez
 

A mí no me importaba que el Medellín perdiera otra final. O quizá no era que me diera lo mismo, sino, más exactamente, que estaba preparado para soportar un nuevo subtítulo. Ya había visto a mi equipo quedar campeón tres veces, y, a fin de cuentas —como dice Mono, mi hermano—, uno es hincha del cuadro poderoso incluso si gana. Algo de eso sentí en el partido de ida de una de las finales perdidas en seguidilla, el 17 de diciembre de 2014, cuando, al término del 1-2 contra Santa Fe, volteamos a mirarnos entre algunos hinchas y descubrimos que en nuestros gestos había tanta frustración como buen humor: “Qué maricada ome”, dijo con inigualable gracia un hombrecito calvo con pinta de operador de televisión por cable.

Con todo, poco importaba lo que a mí me importara. En la nueva final de junio de 2016 mi angustia nacía de la expectativa de Juan Manuel, mi hijo de 10 años. Su uso de razón futbolera apenas había conocido segundos lugares, y eran vanos mis intentos de tranquilizarlo con el argumento de que él ya había probado las mieles del triunfo: supuestamente cuando, el 20 de diciembre de 2009, el DIM empató 2-2 con el Huila y se llevó la última Copa Mustang de la historia. Pero la verdad era que Juan Manuel tenía de aquella final una imagen tan borrosa y surrealista como la que yo atesoro de la final de Argentina 78. Respecto de la final de aquel diciembre glorioso, mi hijo creía haber visto, en alguna parte, un carro de bomberos.

Por más que yo quisiera engañarme, Juan Manuel se encontraba en un momento especialmente propicio —y por ello crítico— de fijación de recuerdos, a tal punto que una nueva final perdida sería para él una hecatombe sentimental. Muy por el contrario, yo quería que a partir de ese momento con indiscutida objetividad, él pudiera vanagloriarse de haber alcanzado su primera estrella. Precisamente, a los diez años yo fijé en mi memoria un par de sucesos rutilantes de la historia rojiazul: el gol de Eduardo Malásquez contra el Unión Magdalena en el octogonal de 1984 —la temeraria “malasqueña”—, así como el dulce tercer lugar en la tabla final de posiciones tras América y Millonarios, escaño alcanzado después de vencer 3-2 al Bucaramanga y callar, con ello, a los escépticos. De hecho, recuerdo especialmente que fue ese año, al otro día de un apretado triunfo por 1-0 contra Santa Fe —un gol del Benny Aristizábal en el minuto 83—, cuando Mono y yo presionamos a nuestra madre para que aceptara comprarnos el periódico ese lunes y todos los del siguiente lustro. Aquella vez El Colombiano usó un titular soberbio: “A siete del pitazo final”. ¿Qué podía quedar en la cabeza de mi vástago si el DIM perdía su cuarta final al hilo? No quería imaginarlo, pero su cabeza gacha del 2012, sus ojos acuosos del 2014 y sus palabrotas biches del 2015 —cuando el Cali se coronó en nuestras propias narices— eran claros indicios del apocalipsis que se fijaría en su cabeza.

Juan Manuel se cansó de mis falsas épicas y mis resignados sofismas y decidió interrogar a Mono sobre el asunto con puntualidad científica: “Tío, ¿y qué pasa si perdemos otra vez?”. Mi hermano, autoridad futbolera de la familia —muy por encima de nuestros tíos folclóricos y triunfalistas—, le dijo al niño algo que no supe si era un subterfugio pusilánime o una sabia respuesta budista: “Nada, Juanma, no pasa nada”. Estábamos en casa de nuestra madre, a pocos minutos del inicio del partido de ida en Barranquilla, con la nevera atestada de cervezas que, en verdad, nadie tenía ganas de tomar —ni siquiera el tío desenfadado que recaló por allí—, y no fue fácil sopesar aquella frase. Pero una vez acabó el partido con aquel marcador de 1-1 que, a pesar de toda la angustia desplegada durante noventa minutos para lograrlo y mantenerlo (yo me martiricé con la cábala de sentarme en un sillón alejado del que ocupaba mi angustiado hijo), no significaba todavía ninguna ganancia real, sospeché que en mi hermano se escondía realmente un filósofo consumado.

Como pudimos, sobrevivimos hasta el crepúsculo del domingo (Día del Padre por más señas). Dígase lo que se diga, es un consuelo empatar de local o perder el primer partido de una final: entonces uno archiva las esperanzas y se dedica, sin más, a vivir la tranquila vida de todos los días. Pero cuando de entrada se saca un buen marcador la ansiedad de la victoria hace de la existencia algo insoportable, de modo que el acto más cotidiano pesa insufriblemente sobre la voluntad. No sé cómo no morí de hambre entre los partidos de ida y vuelta de la final de diciembre de 2002 o cómo pude leer Cumbres borrascosas en la misma instancia en junio de 2004. Por fortuna, mi abuela murió un par de horas después de que el DIM ganara el partido de ida en Neiva en diciembre de 2009 y nos permitió distraernos con su recuerdo hasta la antesala del juego definitivo. En la reciente final, el alivio vino por cuenta de un inteligente truco de mi esposa, quien pretextó un arrebato altanero de Juan Manuel y le prohibió asistir al partido de vuelta, y con ello nos tuvo en vilo al niño y a mí hasta la media tarde del mismísimo 19 de junio, cuando el castigo acabó disolviéndose entre la efervescencia del Día del Padre. Al fijar esa fecha, Fenalco acertó de cabo a rabo.

 

 Ilustración: Verónica Velásquez

Doblegados por la angustia nos entregamos al rito paquidérmico de hacer tres filas y esperar por casi dos horas el inicio del partido, aplastados por el calor del inminente solsticio de verano. Una vez sobre las gradas de Oriental, Mono y yo, por el puro miedo de espantar la gloria, contestamos a regañadientes las preguntas de Juan Manuel sobre los campeonatos cosechados por el Medellín en la década pasada. Uno de los tíos folclóricos, fiel a su estilo oportunista, se presentó a última hora con sus historias agrícolas y poco pudo hacer por distraernos del suplicio de los buenos recuerdos y de la visión de la cancha enorme que, como un paredón de fusilamiento, se extendía a nuestros pies.

Mientras se cantaban los himnos, Juan Manuel hizo un nuevo alarde de sangre fría. Me dijo: “Papá, ¿por qué siento como si este fuera un partido común y corriente, y no una final?”. Fue sin embargo su última fanfarronada, porque poco después se desmoronó. No habíamos llegado al minuto quince cuando, entre pase errático y pase errático de nuestro equipo, me dijo: “Papá, ya estoy temblando”. Y no solo tembló: una y otra vez se puso las manos en la cabeza y se mordió los dedos hasta astillarse las uñas y rasparse la lengua; así lo hizo antes de que Christian Marrugo clavara el primer gol en el minuto 34, cuando se bosquejó, por fin, la promesa de la estrella. No comió nada en el receso, y si abrió la boca fue solo para preguntar, a destiempo, cuánto faltaba para terminar el partido. La primera vez que quiso saberlo apenas se arrastraba, como gota de aceite, el minuto 62; a partir de allí volvió a hacerlo cada cinco minutos con tortuosa sincronía, y terminó haciéndolo cada instante a partir del minuto ochenta. Por supuesto, lo sé porque luego reconstruí los hechos con los testimonios de nuestros acompañantes, pues por entonces yo era también un guiñapo de los nervios: zapateaba y berreaba como un crío cada vez que perdíamos el balón y — con sinestesia poética— me tapaba los oídos para no ver los tiros de esquina con que Junior nos bombardeó en los últimos minutos. En los estertores del juego, la conciencia de la existencia de mi hijo se redujo a un bulto rubio y rojo que estaba puesto a mi lado derecho, incandescente y cada vez más luminoso con el correr de los segundos y los rechazos de la defensa, y al que yo no debía tocar hasta que el árbitro no hubiera dado el pitazo final.

Pero el pitazo final nunca sonó o, mejor, a nadie le importó que sonara. Antes de que eso ocurriera, Marrugologró salirse del estanque infestado de tiburones y se encaminó hacia el arco solitario que había al otro lado. Por el rabillo del ojo logré advertir que Juan Manuel abandonaba la posición recogida en que había contemplado hasta entonces el partido y se paraba en la silla, listo para saltar hacia cualquier parte. Marrugo llegó casi hasta la línea del área chica y fusiló al único defensa que había logrado ponérsele enfrente. Cuando el balón chocó contra la red, hice dos cosas por primera vez en mi vida: en vez de gol grité otra palabra para celebrar la anotación de mi equipo, y me volteé para abrazar a mi hijo y felicitarlo por su primera estrella. En lo sucesivo, también él podría decir que no le importaba si el Medellín perdía otra final. UC

 
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