Número 74, abril 2016

En Bogotá, donde le parecía que apestaba el intelectualismo, donde estaba recluido por el amor a una “bendita condesa”, una más, Gonzalo Arango escribió su carta de dulce odio a Medellín. La trabajaba con saña y paciencia según le escribió en 1964 a Alberto Aguirre, su amigo, mecenas y abogado de oficio: “Estoy ahora trabajando en una bomba de gran poder explosivo, cuando estalle formará nubes de tormenta en todo aquello que esté contagiado de espiritualidad antioqueña. Te llegarán las esquirlas y vas a gozar mucho con el estallido, es como si lo hubiéramos escrito tú y yo en compañía. Claro que las esquirlas no te llegan agresivamente, pues tu piel-alma es invulnerable a esa tierna y corrosiva acusación contra Medellín a solas contigo. ¡Espera el cañonazo!”
 
 

Retrato inocente
Eduardo Escobar. Fotografías: Archivo BPP
 

Cuando me dijeron que han pasado más de cincuenta años desde la escritura de Medellín a solas contigo (1964), ese texto tan recordado que ya parece de los llamados memorables, me atortolé, sentí que esos cincuenta años habían pasado también para mí. En cincuenta años pasan un montón de cosas. Nacen los hijos y se mueren los amigos. Y se nos va olvidando uno que otro recuerdo.

Cuando Gonzalo Arango, una noche de amor feliz, tuvo ese incidente normal en la normalidad del Medellín de entonces, y se encontró con un manso policía, comparado con los de hoy, mientras él acariciaba una mujer, según dejó contado en Medellín a solas contigo, yo no sé cuántos años teníamos: él apenas debía superar los treinta y yo no había llegado a la mayoría de edad.

He tratado de imaginar muchas veces dónde estaba Gonzalo aquella noche y con quién. Quizás estaba con esa muchacha llamada Amelia que vivía frente al teatro Ópera y que se murió de cáncer y que tenía un Volskwagen. O con esa señora burguesa, la exmujer de un ejecutivo de la Westinghouse que tenía un Nash empujable. Tal vez la cosa debió ocurrir por El Salvador, junto al Cristo, a donde a veces le gustaba llevar sus novias. O en algún atajo por unos desfiladeros de Envigado antes de que llenaran eso de edificios y centros comerciales. Y de dónde venían. Tal vez de una fiesta en Salsipuedes. Esa casa en las lomas de Robledo que hizo famosa Lucho Bermúdez a porrazo limpio. O de comer en la casa de Olga Helena Mattei y su marido el escultor panameño que fundía cristos desnudos. O de donde Leonel Estrada, el poeta y odontólogo, a quien con mucha probabilidad también le gustaba fundir crucificados. Alberto Aguirre nos reprochó a los nadaístas que nos gustaran los burgueses. No todos nos gustaban, ni todo el tiempo, porque a veces preferíamos la compañía de los malandrines, pero es innegable que algunos eran encantadores, simpáticos, y cultos, y buenos anfitriones. Algunos tenían hijas hermosas y esposas apetecibles. Y la prosperidad nunca fue para nosotros un defecto.

Tengo memoria de rencoroso. Si he olvidado muchas cosas a pesar de todo, poca cuenta me di. Es posible que algunos recuerdos se vayan en puntillas. Pero son los que no valen la pena.

Cuando Gonzalo Arango escribió Medellín a solas contigo, esa ciudad era mucho más apacible. Y su elogio está lleno de nostalgia, como si se muriera de amor por Medellín mientras la condenaba por sus vicios sin dejar de adorar el esplendor de sus jardines y la calidez de sus noches estrelladas. Me recuerda un profeta Jesús con calzones de gabardina y chaqueta de pana llorando sobre Jerusalén. Al fin y al cabo había resuelto que era un profeta como Jesús. A veces hizo el pretencioso.

La ciudad al menos en el interior de nosotros estaba llena de tormentos e incubaba un futuro de atrocidades también. ¿Y por qué tenía que asustar de ese modo a un poeta que no había cumplido cuarenta años y a veces se sentía un genio y un profeta y a veces un gusano?

Mi memoria mantiene intactos aquellos días. Soy el espejo que resguarda de la fatalidad esos días, aunque sea un espejo incoherente. Son terribles las incoherencias de los espejos. Si no se puede confiar en los espejos todo está perdido.

Aquí siguen mis amigos de aquellos tiempos, vagando objetivamente contra las artimañas de la cronología como si nada, en suspensión entre laberintos de neuronas, impulsos eléctricos y caldos de hormonas y proteínas. Son mis sombras de repuesto. Mis egos de entrecasa. La prueba reina de que me encuentro aquí todavía. Van y vienen por mi espacio mental, unas veces con las caras que usaban cuando nos conocimos y otras con caras envejecidas y cansadas desplazándose por distintos escenarios: un cafecito de pobres del barrio Boston con moscas patinando en las mesas, una casa de tres puertas en un páramo en las goteras de Bogotá, una chacra en las afueras de Mitú cerca del seminario del obispo Belarmino Correa, o en un automóvil conducido por un loco a cien kilómetros por hora, vomitando el alma o las tripas por la ventana.

Cuando Gonzalo escribió esa prosa Amílcar Osorio ya tenía esa joroba que se fue con él a la tumba. Pero todavía no tenía esa camisa de seda que le regaló mucho más tarde el publicista español, Zuleta, el que se afeitaba la cabeza y se vestía de rojos y amarillos de Nueva York y paseaba un perro afgano por La Playa. Y aún no tenía las muelas rotas que empezó a perder más tarde, a los cuarenta. Aunque ya exhibía el rictus de altanería que le sirvió para ocultar con el desdén la amargura y la timidez con la arrogancia. Entonces Amílcar ya justificaba sus desidias diciendo que no valía la pena escribir, ni nada, que según había descubierto el planeta estaba destinado a romperse contra una estrella de la constelación de La Lira haciéndolo todo inútil. Y que sus únicos consuelos eran los amigos, la poesía de Rimbaud, los relatos de Butor que parodiaba, dormir hasta el mediodía y los cigarrillos Chesterfield. Lo demás le importaba un carajo.

Gonzalo Arango estaba, cuando escribió esas notas enamoradas, muy ofendido con Amílcar porque lo había llamado a sus espaldas “la garza lacrimógena”. Y para aislarse cruzaba los brazos en equis sobre el pecho en un ademán chamánico de protección. Una vez me dijo: “A veces creo que nos tomamos demasiado en serio”. Y agregó, “pero así debía ser. Toda aventura pide seriedad. Y nosotros no vinimos a durar sino a vivir. Lo otro es rutina”. Y me pregunto ahora si no se daba cuenta cómo se había vuelto rutinaria para nosotros su chaqueta de pana color chocolate que solía llevar echada en la espalda como una cruz de trapo, como si no tuviera otra. Pero es que no tenía otra.

Humberto Navarro según recuerdo había adquirido ese tic que le obligaba a proyectar la lengua sobre el esternón de modo que parecía que estuviera vomitando un salmón canadiense. Y proclamaba que la vida no es más que un gastadero de ropa. Entonces, abría unos inconmensurables, disparatados ojos tristes que se fueron volviendo grises con la edad, ojos de niño aporreado en el reformatorio de Fontidueño donde los guardias llevaban perreros y abusaban de los muchachos.

Alberto Escobar no había echado esa barriga que lo precedió más tarde como un siervo que le abría paso. Nadie había pensado que la constitución genética le iba a deparar esa panza benemérita. Guillermo Trujillo cloqueaba. Y pensaba fríamente que la guerra es una vieja costumbre humana y que cumple una función en el control de la población. Una tarde apareció entre nosotros con el último libro de Pablo Neruda de Editorial Losada que había comprado en la librería Horizonte del cojo Federico Ospina.


 

Archivo BPP

Dariolemos no había comenzado a sentir esa pulsación en los dedos gordos de los pies que anunciaba la gangrena que lo mató. Y se sentía inmortal. Y todavía no pensaba que los sufrimientos nos lucen siempre que estemos bien afeitados y limpios, y que el nadaísmo es un patíbulo, una forma de desangrarse como un romano antiguo.

Elkin Gómez orgulloso de su nariz de catador de perfumes, dientes de mulo, vestido impecable de paño inglés, estaba recién salido del ejército, contento de volver a vivir con sus tíos Antonio María y María Antonia que ya están muy viejos y necesitados de compañía. Estaba leyendo a Tomás Carrasquilla. Los demás se burlaban. Carrasquilla es una pérdida de tiempo desde que existe Kafka, le decían. Y él sonreía y se tragaba un sarcasmo que todos veíamos pasar por su garganta hecho un nudo, haciendo subir y bajar como un yoyo el hueso de Adán. 

Sigo viendo a Marta Isabel Obregón y a su marido Rafael Arango, el arquitecto, haciendo esfuerzos por mantener la boca cerrada para no decir lo que pensaban; mientras Fabio Arango, el agrónomo, recitaba el ditirambo que le escribió a Marta Traba de quien estaba platónicamente enamorado, ditirambo que leyó a medias en el primer recital nadaísta en el Museo de Zea, porque solo iba por la mitad cuando llegó a sabotear la velada con un discurso contra el Frente Nacional, espantando la gente y vaciando el auditorio, ese muchacho que después fue comunista y vivió en Rusia y al regresar se volvió liberal de la línea corrupta y fue embajador.

Todos están ahora muertos, son un puñado de nombres y unas imágenes diluidas en las aguas revueltas y oscuras de mi memoria. Y los huesos de Gonzalo Arango se extraviaron entre homenajes porque todo el mundo se siente autorizado para tenerlos, aun sus parientes que en vez de quererlo se avergonzaban de las cosas que escribía y de las cosas que predicaba. Y yo lo sobrevivo sin más mérito que el deber autoimpuesto de resguardarlo del olvido que de todo se acuerda. Y vuelvo a leer Medellín a solas contigo. Y me conmueve más que antes.

Medellín era entonces una ciudad más inocente donde se podía caminar en plena noche sin peligro. Hasta los pequeños criminales de puñaleta tenían algo angelical con sus cabelleras engominadas. No eran malos tipos. Les gustaban las pequeñas crueldades, asustar a los transeúntes de la madrugada para sentirse importantes y probarse que valían algo en un mundo vacío de sentido. Y admiraban a los nadaístas. Mientras los policías nos perseguían, los hampones nos amparaban. Y nos daban la campana cuando llegaban las radiopatrullas de la requisa a ver si llevábamos marihuana en los bolsillos. Esos tiempos incomprensivos cuando una “pelpa” de marihuana comprada en la Estación Villa y que valía un peso, te marcaba para un carcelazo largo, largo, incluso en Araracuara, que tiene un paisaje tan bonito, incluso en Gorgona, rodeada de tiburones. Pues la hoy terapéutica planta originaria de la India remota, era entonces cosa del diablo. Y todos los que se creían cuerdos estaban convencidos de que conducía a la locura. Sin percatarse de que los locos eran ellos.UC

Archivo BPP 

 
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