Son muchos los riesgos que se corren como vecino descreído de una iglesia pequeña. Cantos de sacerdotes desafinados a mañana y tarde, feligreses octogenarios y fanáticos, respaldados por Dios, disputando el parqueadero que por derecho te corresponde. Y descubrirte recitando en la oficina, sin querer, el salmo responsorial aprendido por hipnopedia. Una completa desdicha para un ateo postulante. Eso mismo pensaba yo. Por eso casi no compro el apartamento donde vivo. Pero hoy vengo a contarles cómo una capilla de barrio se transforma en una lustrosa pasarela del espectáculo que hace mis sábados más felices. Y todo es gratis.
Desde las siete de la mañana llega un contingente de jubiladas con el pelo blanco o morado, gaffers voluntarias en ropita de trabajo. Desenrollan una alfombra roja en el atrio, cortan tallos de flores blancas y las anudan en ramilletes que luego elevan en la fachada de la capilla. Una música celestial que sale de los altoparlantes ambienta el trajín mientras las doñas Olguitas, Doritas y Esperancitas contraordenan al señor de oficios varios, capellán, plomero y reparador de cosas mundanas, quien obedece en silencio por ganarse unos pesos extras y un lugar en el cielo.
Más tarde la calle ciega que remata en la iglesia comienza a llenarse de carrozas, de príncipes y princesas. Zapatos prestados o revividos del armario a punta de betún, corbatines torcidos de alquiler. Cachaquería masculina paisa hecha con remiendos de bautizos y primeras comuniones. Ellas en cambio son todas aspirantes a estrellas de cine que buscan en esta oportunidad sus quince minutos de fama: bucles y lentejuelas. Una cohorte de chaperonas que madrugaron para su turno en el salón de belleza y que además llevan una semana preocupadas por no ser las más desaliñadas de la fiesta, sin excederse frente
a la elegancia de la contrayente.
Aparecen los globos rojos en forma de corazón, las cajas con mariposas de criadero, el arroz (escaso tal vez por cambios en la moda o por la sequía tolimense), las aleluyas. Ante la ausencia de periodistas de farándula, camarógrafos espontáneos o contratados asumen el rol acechante de los paparazis. Trípodes cojos que cabalgan sobre cámaras de bolsillo con ínfulas profesionales. No falta el imitador de Alfredo Barraza que se encarga de tensar las cuerdas del glamur y la etiqueta y revolotea, aletoso, componiendo cuellos y corroscos.
El último de la avanzada en llegar es el novio. Es fácil descifrar ese gesto de incomodidad, posible terror o amargura, que trae el hombre maquillado con sonrisas. El aspecto es de alguien que debe caminar aunque le aprieten los zapatos y los calzoncillos. Literalmente lo meten empujado en la iglesia, de afán, como para que no escape, con el pretexto de que ya casi llegan. Cuando el escenario está listo y el sacerdote acosa apuntando al novio con su apretada agenda del día, llega un carro que sentencia con su pito una cruel realidad: ya no hay escapatoria. Entonces comienza el único show verdadero.
Para el transporte es común que las familias busquen el carro de gama más alta en su círculo de amistades. Por eso la carroza de la novia puede ser un compacto de dos puertas, un utilitario gama media, un viejo gama alta en buen estado o un coche antiguo descapotable alquilado especialmente para la ostentación. Todos, eso sí, se decoran con estética de limosina. No es cuestión de plata o buen gusto.
Abren la puerta y comienzan las expresiones de júbilo. Aplausos, gritos, silbidos de fanático futbolero. De la carroza desciende Cinderella envuelta en su repollo. Se bajan también el futuro abuelo y los sobrinitos juguetones, pendientes de las tías encargadas de mantener su buena conducta.