Esta no es la casa de los solterones sino la de los viejos arrumados; unos que como Octavio Marulanda — exbailarín famoso de estaderos— se ven pasar como sombras, para luego aparecer por ahí abriendo puertas de habitaciones que han permanecido clausuradas por años.
—Esta es la casa de los viejos que se fueron quedando solos, como desahuciados mientras el resto del mundo les fue pasando por el lado. Los inquilinos de esta casa no tienen familia. Tenían pero ya no tienen —refunfuña Octavio, mientras hace crujir con las chanclas una madera que huele a alcanfor.
Esta casa ya no es un palacio hacia el que miraban de lejos los pobres cuando querían untarse los ojos de fortuna.
—Esta casa es un sobrado de rico. Ahora son los pobres los que viven aquí. Bueno, pobres pero distinguidos, porque degenerados no hay. Esta es una casa de viejitos que no pueden entrar después de las diez de la noche —se excusa Octavio en el momento en que abre un ventanal azul y apolillado, el mismo que hace 138 años abrió Pastor Restrepo para tomar la famosa fotografía. Esa foto.
Octavio entrecierra los ojos para defenderse de la luz que entra de afuera y se imagina a Pastor —de bigote liso y puntiagudo, y gabardina de paño— ahí mismo sobre el balcón, concentrado en el tiempo que se tomaría ese aparato traído de París en convertir el paisaje de enfrente en un recuerdo de papel.
Lo que vio Pastor ese día de 1875 fue un potrero con seis árboles recién sembrados y manga, mucha manga, además dos montañas al fondo, en una de las cuales sobresalía una casa de fachada blanca. Lo que Octavio ve al abrir la misma ventana es el Parque Bolívar, un pedazo de ciudad en el que por las noches se dan cita policías, travestis, prostitutas, vendedores de minutos, recicladores, coleccionistas de baratijas, malabaristas, atracadores de cuchillo y borrachitos de alcohol puro mezclado con Colombiana.
Pastor, quien mandara a construir estos muros por los que ahora se esconden dos gatos hermanos que se han apareado incestuosamente hasta tener 35 hijos —en lo que Octavio consideró noches de porno gatuno—, fue de esos muchachos ricos que no por eso dilapidó el tiempo.
Además de esa famosa foto, tomó una extensa lista de imágenes de la Medellín de finales del siglo XIX, en las que aparecen personajes como Manuel Uribe Ángel, Pedro Justo Berrío —sentado, tomando un el té, tieso como un robot fingiendo una pose casual— y damas anónimas como Magdalena de Quevedo (1875), que mira al horizonte y sostiene un peinado que se asemeja a un arbusto alto, perfectamente adornado de arabescos que salen de su coronilla. Pero sobre todo, aquella foto que le tomó en el manicomio al escritor Epifanio Mejía, el compositor del himno antioqueño. ¿De qué habrán hablado aquella vez?
Los parroquianos platudos posaban y luego Pastor los hacía aparecer sobre una placa, lo que les permitía llevarse un pedazo de sí mismos para la casa, envuelto en un sobre que decía Wills y Restrepo Ltda., un laboratorio que prometía “retrato a satisfacción del cliente”. Pero también hay que imaginarse a Pastor tiempo atrás, de unos veinte años de edad, muy señorito y todo, en un rincón del laboratorio de su hermano Vicente intentando separar mediante la electricidad, como si fuera un mago, el oro de la plata. Pastor fue la primera persona en Antioquia en realizar tal hazaña. Un mago laborioso que aplicó a la fotografía lo que los hermanos Lumière al cine:
conocimientos de química y metalurgia que aprendió de su padre, el comerciante Marcelino Restrepo Restrepo. Un empresario y cambalachero exitoso que importó a Medellín el primer coche de lujo tirado por caballos. Y la casa. Esta casa palaciega sobre la cual no hay un consenso del año en que comenzó a construirse. Casi todas las referencias bibliográficas dicen que fue entre 1860 y 1862 que Pastor mandó a levantar la mansión —ahora ruinosa y de milagro en pie sobre la esquina de la calle Caracas (49) con la carrera Venezuela (54)—, en aquel momento la primera de tres pisos en Medellín.
El diseñador fue Juan Lalinde Lema, suegro de Pastor, primer arquitecto antioqueño con diploma, según lo reseña Luis Fernando Molina en Fotografía de la arquitectura en Medellín. Y fue tal la imponencia y el estruendo que causó la estructura, en cuya fachada sobresalían catorce ventanas, que el archifamoso arquitecto francés Le Corbusier, en una visita que hiciera a Medellín, dijo con asombro que aquella era la mejor edificación que tenía la ciudad.
Y es que las conexiones de Pastor con París no fueron pocas. La primera tiene que ver con la filiación de cuna, pues nació allí en 1840; la segunda, con su formación académica, pues Pastor viajó a esa ciudad en 1874 para estudiar los últimos inventos de la fotografía. “Pastor Restrepo se despide atentamente de sus amigos y favorecedores y avisa al público que se va para Europa, adonde va a estudiar los últimos progresos del arte fotográfico”, anunciaba el joven en la prensa.
Y el negocio comenzó a prosperar. Estando Pastor en París, las autoridades dieron a conocer los resultados de la investigación del famoso crimen de El Aguacatal, cometido por “Daniel El Hachero” el 2 de diciembre de 1873. Ese día, delante de los periodistas y policías, el médico legista Manuel Vicente De la Roche mostró fotografías de la escena del crimen, unas que en la parte inferior llevaban la insignia “Laboratorio de Pastor Restrepo”. Nunca antes las investigaciones judiciales se habían valido de la fotografía para refrendar o descartar tesis criminales. Causó tanta euforia el resultado, que el 29 de mayo de 1874, en el periódico El Heraldo de Antioquia, apareció un aviso de la Policía que anunciaba que la foto del crimen de El Aguacatal estaba disponible en el laboratorio de Pastor y que costaba cuarenta centavos: “La lectura de la exposición y el juicio que de ella se forme será más exacto teniendo a la vista esos cuadros”.
***
Detrás de una barra enchapada en baldosa blanca está Jorge Castrillón, forrado en un delantal que le dibuja el círculo de su barriga. Mientras sirve dos tragos que le acaban de pedir con un aplauso, dice que los clientes de La Estancia son gente que tiene el estómago disecado:
—De tantos años de tomar aguardiente aquí ni se engordan ni se enflaquecen.
El patio que construyó Pastor hoy es restaurante, bar y bailadero. De almuerzo, los comensales tienen a disposición asadura, albóndiga, chicharrón u oreja por 3.900 pesos, una tercera parte de lo que puede costar en promedio un menú ejecutivo. Hasta la década del ochenta La Estancia tuvo una fama tal, que la gente hacía filas de dos cuadras a la redonda para lograr un asiento. En sus mejores tiempos La Estancia despachaba cerca de mil almuerzos diarios según la constancia de su registradora.
En 2006, donde ahora funciona el inquilinato de los ancianos que se han quedado solos, no había nada. El día que Octavio tomó la casa en arriendo encontró los pasillos y las escalas tupidas de maleza y telarañas. Aún se ven ventanas que fueron cerradas para siempre con ladrillos y cemento. La única casa de verdadero “estilo” del siglo XIX —como la llaman algunos arquitectos— conserva sin embargo las mansardas, los acabados, los pisos, algunos marcos y, en general, muchos de los detalles decorativos de esa influencia europea. La madera y el hierro forjado parecen ser los originales, pese al desgaste, a las capas de polvo, a los bichos y al olvido.
La única ducha que funciona y que utilizan los ocho inquilinos que de cuando en cuando pasan por el lado de Octavio, mustios, como sombras, tiene una puerta de metal que pudo ser la de un frigorífico. “Corra la cortina cuando se baya a bañar, gracias (sic)”, se lee en un letrero pegado a las baldosas.
Tanto Octavio como Jorge tienen su propia historia de cómo fueron los últimos días de Pastor. De regreso de París, el mago fotógrafo se vio envuelto en un escándalo que comenzaría a deteriorar su imagen de hombre probo. Según cuenta el historiador Byron White, Pastor, casado años atrás con Julia Lalinde Santamaría, se enamoró hasta las tripas de una bailarina que vino a Medellín con un grupo de teatro europeo. “La curia aguafiestas, viendo el tórrido romance consiguió que no se le prestara el Teatro Bolívar a los artistas, y en desquite, don Pastor construyó en el patio de su casa un teatro que bautizaron Las Tablas”, justo donde ahora se puede comer oreja por 3.900.
—Sí. Cuando ese escándalo de la moza, él se aburrió y se fue para Francia y allá murió en 1909 —dice Octavio sin mucha certeza, parado en el centro del segundo piso del caserón, al que poco le entra la luz y en cuyo fondo lleno de corotos se asoma, de nuevo, uno de los gatos.
En una bolsa, tirada en el piso, queda un poco del pasado de Octavio. Son los vestigios oxidados de lo que eran unos setenta trofeos que ganó en concursos de tango, porro, milonga, foxtrot y bolero. Todos en estaderos. El pasado de la casa es como el pasado de Octavio. Y estado de la casa es como esos trofeos.
—¿Todavía baila? ¿Va a bailar?
—Los fines de semana sería muy bueno salir, pero ya para nosotros los viejos no hay dónde. No me gustan esas revolturas de ahora. El baile no deja plata, pero deja buenos recuerdos.
—¿Por qué tiene descuidados los trofeos?
—Es que uno le paga muy mal a los trofeos.
A sus 66 años, Octavio no sabe qué pasará con la casa. “El gobierno se llena la boca diciendo que esto es patrimonio, pero nunca le han invertido un peso”. Por ahora sabe que el candado se cierra a las diez de la noche. Y después de eso, por muy adultos que sean los inquilinos, nadie entra.