Las ruinas de la guerra
Silvia Córdoba. Fotografías por la autora
La primera vez que vine a Camboya fue el 31 de diciembre del año 2000, nueve años después de que se firmara el acuerdo de paz que pondría fin a una guerra civil que duró más de treinta años y de la que nosotros en Colombia apenas nos enteramos por las películas de Hollywood. En esa guerra los jemeres rojos, guerrilla comunista guiada por Pol Pot, aplicaron una estrategia de aniquilación cuya maldad supera cualquiera de las tácticas de Hitler. Casi un tercio de la población del país fue exterminada por ese ejército que anunciaba una nueva era.
Lo que más me gustó de este país hace dieciséis años fue la ciudad de Angkor, una metrópoli antigua de grandes templos, cuna del Imperio jemer desde el siglo IV hasta su abandono en el siglo XV, cuando comenzó a ser cubierta por la vegetación. En ella se veía el paso del tiempo, la selva se había tomado cada uno de los templos y árboles gigantes encontraban su camino en medio de los ladrillos de cientos de años. Hoy, cuando regreso, me maravillan nuevamente las construcciones abandonadas y tomadas por la naturaleza, ya no en los templos de Angkor, donde se rezó primero en honor a los dioses hindúes y luego a Buda, sino en Kep, un pueblo minúsculo en la frontera sur con Vietnam donde estoy desde hace un mes, una especie de Coveñas en el golfo de Camboya, un paraíso tropical al que llamaron la “Francia asiática”, donde los ricos franceses venían a veranear y que fue abandonado de afán entre 1970 y 1975 como todos los demás centros urbanos del país.
Cuando Pol Pot y su ejército de los jemeres rojos se tomaron la capital en 1975, después de cinco años de guerra civil, corrió el rumor de que Estados Unidos iba a bombardear Phnom Penh, la capital. Los habitantes de la ciudad huyeron despavoridos con lo que les cabía entre las manos, quien se negara a salir era asesinado de inmediato, era la estrategia de los vencedores; en cuestión de días todos los centros urbanos quedaron desolados. La gente de todo el país fue enviada a campos de concentración y granjas de trabajo, repartieron grupos para el norte, el sur, el oriente y el occidente; a cada lado mandaron separados a hombres, mujeres, niños y niñas, de modo que incomunicaron a todas las familias por el resto de sus días. Aquí pocos conocen su origen familiar, se inventan los apellidos, todos los viejos son sobrevivientes o veteranos de la guerra (víctimas o victimarios), y todas las personas de mi edad nacieron y crecieron en un campo de concentración. Durante tres meses hubo un éxodo masivo de personas que recorrieron caminando todo el país por la ruta demarcada por las minas y los soldados; ajusticiaron a quienes ejercían cualquier tipo de liderazgo: profesores, monjes, políticos, médicos, abogados, periodistas, artistas; y todo aquel que no fuera capaz cultivar la tierra debía morir, pues era necesario disminuir la población para refundar el país y comenzar de nuevo en el que se llamó “año cero”. Además de separar a las familias y esclavizar a la población, los jemeres rojos también acabaron con el dinero y el sistema económico, utilizaron las pagodas como bases militares y cerraron escuelas, museos y hospitales.
Este pueblo, Kep, es el lugar donde se desarrollaron las últimas batallas de esa etapa de la guerra de Camboya, en 1978 con la invasión de Vietnam, el vecino que está a menos de veinte kilómetros de aquí. Desde entonces ha sido un pueblo casi fantasma, donde durante cuarenta años la naturaleza ha hecho su trabajo sobre las mansiones que construyeron los colonizadores franceses que llegaron en 1856. Hoy, con la limpieza de las minas en todo el país, la construcción de carreteras y el renacimiento de la economía, en buena parte por el turismo, muchas de estas casonas están siendo restauradas para construir hoteles y oficinas del gobierno, aunque todavía el centro de la ciudad (si es que aquí hay un centro) está ocupado por muchas de esas fincas desoladas. En algunas de ellas viven familias de camboyanos pobres que las han tomado como propias, con la certeza de que en cualquier momento algún poderoso llegará a desalojarlos asegurando que son de su propiedad, aunque nadie sepa a quién pertenecieron hace cincuenta años, porque después de la guerra en Camboya se aplicó una premisa simple: la tierra es de quien la habita. Algunas casas, muy pocas, tienen grafitis en sus paredes. Cuando pregunté por los artistas me dijeron que son pintados por extranjeros, porque aquí no se habla de rebeldía, aunque los jemeres rojos lideraron un movimiento rebelde y de resistencia que tuvo “éxito” en su momento; tampoco se habla de política, y mucho menos de la guerra, que aunque ya se terminó sigue presente en estas casas que les recuerdan a camboyanos y a extranjeros que aquí pasó algo serio.
Por las tardes, después de terminar mis clases, me gusta coger la bicicleta e irme a andar la ciudad que está a tres kilómetros del que ahora es mi hogar. Me gusta cruzar esos altos muros viejos para entrar a las casas, sola y sin permiso, y buscar en ellas lo que no se me ha perdido. Imaginarme cuál era la alcoba principal, cuántos hijos tenían, cómo eran las fiestas en esos amplios salones de ventanas enormes. Encuentro especial gusto en el baldosín de los baños, y en la forma en que los árboles encuentran camino para germinar entre el cemento. A veces me encuentro con algún camboyano que se asusta tanto como yo al verme entrar, tal vez pensando que seré la rica extranjera que les hará descolgar su hamaca de mi propiedad. Siempre tengo miedo de encontrarme con una culebra o de pisar esa mina que no detectaron las máquinas. Tal vez un día me encuentre un hueso, o un tesoro enterrado, pero lo que más me gusta es encontrar pedacitos de arte efímero en estas paredes de casas desahuciadas, ahí, esperando que pase el tiempo, hasta que los árboles, o el progreso, decidan su futuro.