Por su insistencia en condenar la sexualidad a la cárcel del matrimonio, y la costumbre de los cilicios monacales, los críticos modernos de la cultura suelen atribuir al cristianismo la percepción del cuerpo como conflicto, como fuente de culpas, como una cosa que estamos obligados a esconder y soportar, como un antagonista perverso e imprescindible, como un añadido al alma inconsútil y pura, como un tirano inclinado a los deslices que nos complace y nos atormenta, y como una vileza que somos y no somos y que jamás nos pertenece del todo. Es decir, como un gran embrollo.
Pero el malestar es una constante a todo lo largo del desenvolvimiento de la especie humana y puede rastrearse en los umbrales de la historia en todas partes. Las arcaicas disciplinas chamánicas destinadas a domeñarlo por el ayuno, el tormento, el llanto o la danza sagrada; las sutilezas filosóficas de los místicos chinos y la milenaria yoga que pretende purificarlo amansando los potros de la mente, prologaron la desconfianza que el cristianismo solo refinó.
El mito fundador de Occidente nos recuerda que nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso después de la desobediencia y que esta los hizo conscientes de su desnudez, que los avergonzó, hasta que descubrieron la manera de vestirlo con hojas de parra, según unos, o con tapados de piel, según otros. Todos nos acordamos de la imagen de Adán en el libro de historia sagrada, cubriéndose los genitales con una mano y la otra sobre el gesto angustiado. Y de los reproches que debió merecer el rey David por danzar desnudo delante del arca de la alianza. El poeta llamado X-504 en tiempos del nadaísmo, que después se llamó Jaime Jaramillo Escobar, dedujo de la fábula del Génesis que para reencontrar el paraíso solo necesitamos estar desnudos. Y que para escribir bien lo mejor es hacerlo sin el estorbo de la ropa. De cualquier manera, las hojas de parra pronto se perfeccionaron en los taparrabos tejidos y el taparrabos se complicó en la túnica y de ahí para arriba hasta el sombrero y para abajo hasta los zapatos acabamos vistiendo lo demás.
En la tradición judía la desnudez espanta. Los hijos del patriarca Noé fueron maldecidos después de descubrir la de su padre borracho. Este molesto incidente doméstico se constituyó en el origen de la división de las razas, según algunos exégetas. En el texto del judío Franz Kafka, Investigaciones de un perro, este animal habla de unos desdichados compañeros suyos que al son de la música, arrojando toda vergüenza, hacían lo más ridículo e indecente: se desnudaban, dice Kafka a través de su perro, y exhibían procazmente su desnudez, y a veces se tapaban con las manos siguiendo un sano instinto, como si la naturaleza fuera un error, avergozándose de sus prácticas pecaminosas. Cervantes acudió a la desnudez con más desvergozanda inocencia en el episodio, uno de los más cómicos y tristes de su libro capital, donde don Quijote desnudo camina en las manos mientras Sancho se va con su carta en busca de Dulcinea del Toboso.
Los sacrificios corporales de los aztecas precolombinos que reseñaron los cronistas con asombro son un ejemplo tropical de la incomodidad que implicaba el cuerpo para las culturas que florecieron en América antes de la llegada de Colón y los misioneros cristianos, o mejor dicho católicos, porque ya casi nadie piensa que lo que se practica en el Vaticano tiene algo ver con el cristianismo. Los aztecas se autoinfligían terribles mutilaciones en honor de los dioses del maíz, el viento, la lluvia. Se laceraban con púas de maguey las mejillas, se horadaban los genitales ante pirámides oscuras de sangre, en un paroxismo sagrado que asombró a los primeros europeos, aunque ellos adoraban un Cristo doliente y macerado cuya figura lastimosa presidía un panteón abigarrado de seres estrafalarios que se habían dejado asar con alegría, habían caminado cantando a la boca de los leones, se habían sometido a penitencias escabrosas y se habían echado ceniza en la cabeza, humillando el pobre cuerpo en los raptos de confusión y remordimiento.
La animadversión entre la ficción del espíritu hipotético, invisible y eterno, y el frágil cuerpo real, concreto y mortal, es universal y arcaica. Tal vez porque el cuerpo, compañero inevitable, nos condena a la búsqueda de compañía contra el crimen de la soledad, y nos impone esta certeza: la de que está destinado a desaparecer con su nombre, su apelativo y sus sueños. El cuerpo nos pertenece a medias. Es un compañero cuyas carencias debemos atender, un desvalido camarada que siempre está exigiendo cuidados, que suda y ventosea y tose cuando quiere y se yergue cuando le da la gana. El estornudo fue para los griegos antiguos lo mismo que entre los chibchas la manifestación de un dios, de otro que creían albergar y el hombre de hoy sigue deseándose salud cuando ataca el reflejo. Esta cortesía prolonga un asombro ante lo incomprensible de las costumbres corporales. Guardián del enigma del alma con un destino marcado, estuche del espíritu, el cuerpo nos obliga a establecer extrañas relaciones con nosotros mismos y divisiones innecesarias entre los seres.
La Contrarreforma agudizó la antigua enemistad con el cuerpo hasta extremos intolerables. Y extremó la condena de sus placeres más inocentes, incluido el baño, como transgresiones inadmisibles. Pero al mismo tiempo, en compensación, fueron tiempos cuando el traje que lo resguarda de la mirada ajena se convirtió en una forma del sibaritismo, en un elemento simbólico que ayudaba a refrendar unas singularidades, unos estados de ánimo y unas jerarquías. El vestido no solo cubre las llamadas vergüenzas de la carne, útiles, placenteras y deleznables. También las descubre y subraya, las destaca en el coqueteo y las exalta en las plumas del traje de gala. En la perplejidad, pronto comenzaron a ser vistos en Occidente como un problema los cardenales gozones del Renacimiento que desvestían a sus primas hermanas y a sus sobrinos, y amaban la opulencia, los armiños, el frufrú de las sedas, las hombreras para mejorar la estatura, los volantes para remedar la levedad en los físicos demasiado pesados. Entonces la gente dejó de vestirse solo para cubrir la cosa física y comenzó a hacerlo también para atraer las miradas, para ser deseada, en fin, por el puro goce, convertido en fin. El vestido tapa los defectos reales o inventados de la carcaza física al mismo tiempo que ostenta las cualidades secretas.
La culpa donde habitaba el cuerpo, los tormentos morales que causaba y las perversiones que nacen de su disimulo morboso también trajeron por contraste un juego de dichas inesperadas. Entre las cuales cuenta la gloria del pecado, de la conciencia del pecado. La exclusión valorizó el cuerpo y por las facultades de la imaginativa, según expresión de los viejos teólogos, el tobillo entrevisto y el hombro ofrecido con calculada discreción, se convirtieron en primicias de una revelación más minuciosa, hasta que el devastador y devastado siglo XX se empeñó en socializar el desnudo en un vano intento por rescatar su inocencia extraviada desde la expulsión del paraíso, y por vencer por la vía de la desfachatez las imposiciones de la moral y el falso pudor de los escribas y los fariseos.