Terminé acostumbrándome a las requisas hasta el punto de extrañarlas. Una noche iba caminando por esa acera larga que hay entre la estación Envigado y el Éxito y vi que una moto de la policía se detenía delante de mí, a unos cinco metros; mientras los agentes se bajaban llegué a su lado, levanté las manos y me dispuse a la rutina. Pero los policías no me determinaron. Esperé con las manos arriba para salir de una vez del asunto, pero voltearon y me miraron extrañados.
—¿Qué le pasa pelao? —me dijo el policía bajito y churrusco que venía manejando la moto.
—¿No me van a requisar?.
—¡¿Usted fue que se engüevonó o qué?! ¡No ve que estamos haciendo un retén! ¡Muy gracioso maricón! ¡Te abrís, te abrís! —gritó el otro.
Me abrí. Caminé hasta mi casa sintiéndome, por primera vez en mucho tiempo, liviano, puro, inocente, fuera de sospecha. Esos policías iban a detener a otros sospechosos que andaban en carros y en motos y que no eran yo. Y me fui pensando que el enamoramiento de los policías no era exclusividad mía sino patrimonio de un sector de la sociedad representada por los ciudadanos que no tenían plata o poder o un patrón poderoso y que por alguna señal externa (la ropa, el aire descarriado, la falta de higiene, la carencia de rumbo fijo, los modos de barrio, los prejuicios del tombo), ameritaban sospecha. Cualquiera que tuviera cara de ser capaz de orinar en la calle o fumarse un bareto en un parque podría también ser un delincuente y era susceptible de ser detenido para que de pronto no lo fuera a hacer; “se lo llevaron por intento de sospecha”, decíamos nosotros. Así los policías podían gastar sus energías y el presupuesto de la Nación buscando sospechosos menores para poder dejar tranquilos a los verdaderos culpables de todo que eran los jefes de sus jefes, los dueños del pueblo y del departamento y del país, quienes jamás de los jamases llegarían a ser considerados como sospechosos porque eran ellos los que determinaban quiénes eran dignos de sospecha.
Y más atrás, mucho antes de los policías y de Pablo Escobar, la primera persona que me empezó a ver como sospechoso fui yo mismo; en los primeros años de primaria, en el colegio La Salle, por intermedio del hermano Horacio. Él nos explicaba, enfática y redundantemente, que todos nacimos siendo pecadores porque Adán y Eva habían pecado y que por tanto de entrada ya veníamos a este mundo sucios, malintencionados, merecedores de desconfianza. Y su insistencia en el asunto era casi una conminación a cultivar como virtud ese ánimo achicopalado del culpable, del perro apaleado, del sí señor agente, para que Dios y el rector del colegio y nuestros padres y el alcalde de Envigado y Pablo Escobar o cualquiera que tuviera el poder en ese momento nos quisiera más. O no nos matara.
Y si fuera aún más atrás en la historia de mi condición sospechosa tendría que ir a la historia de mi madre y a la de los padres de mi madre y esto se volvería una historia de Colombia que nos llevaría hasta los tiempos de la conquista. Lo cierto es que nunca me pude explicar por qué, si todos éramos culpables, solo había un sector de la población a quienes nos lo recordaban con tanto énfasis, hasta tatuárnoslo en el alma; y otro sector que parecía desconocer esa doctrina pero que de todas maneras la cultivaba para seguir tatuándosela en el alma a los sospechosos de siempre.
Aunque de nada me ha servido intentar comprender esas cosas porque de todas maneras me siguen requisando en todas partes. Este artículo, por ejemplo, lo empecé a escribir en mi cabeza, mientras los agentes de inmigración en el aeropuerto se tomaban su tiempo para sacar y revisar concienzudamente, una a una, las cosas que contenía mi maleta (descubriendo prendas que no me acordaba haber empacado y hasta encontrando cosas que daba por perdidas, como unas medias de rombos que no había vuelto a ver). Sí, después de tanta historia, a estas alturas sigo siendo el que soy sin poder ser otra cosa: el de la fila de las requisas, el foco de la mirada oblicua de los celadores, el bocadillo del policía que justifica su día, el emoticón que la gente de bien le puso a sus pavores sin nombre. Uno más de los millones de sospechosos que caminamos por las calles de las ciudades y que seguiremos siendo objeto del recelo hasta que se reconozcan los verdaderos culpables que todos conocemos.