Creo que nunca supe su nombre y si lo supe, se me olvidó. Bajaba caminando por el parque, desde la séptima hasta la once. Siempre cantaba duro y desafinado. Parecía borracho. A veces eran vallenatos y a veces rancheras. Siempre entre las cuatro y cuarto y las cuatro y media de la mañana. Algunos días hacía las veces de despertador y me obligaba a salir de la cama. Otros, ya con un tinto en la mano, me paraba en la ventana a verlo pasar. Me alegraba el despertar.
Varias veces pensé con miedo que algún vecino de esos que cree que sembrar matas bajitas es una invitación a que “el barrio se nos llene de indigentes”, iba a salir a quejarse o a insultar al señor.
Tampoco supe si en la iglesia le daban desayuno. Supongo que antes de sentarse en la silla de cemento a pedir plata barría el atrio de la iglesia. Alguna vez lo vi escoba en mano. No sé si cada mañana salía de su casa, de un ancianato o de esas piezas en las que se paga el arriendo noche a noche. No sé si tenía una familia o si alguien lo esperaba cada noche.
En su esquina siempre están un vendedor de jugos y frutas; un señor con una chaza pequeña, de esas que se cuelgan al cuello; y un montón de palomas que viven en el parque frente a la iglesia. Ahora que lo pienso, parece más lógico que el desayuno estuviera a cargo del señor de la fruta y no del cura.
Por la mañana él saludaba a esa larga fila de gente que sale al parque a hacer ejercicio. Hablaba con el señor de la fruta y con sus clientes. Reconocía a la mayoría y para cada uno tenía un saludo sonoro que incluía un chiste o al menos un sarcasmo. Parece que muchos eran clientes fijos y le dejaban mil o dos mil pesos. Me imagino que a mediodía pasaban los oficinistas camino a los corrientazos de la noventa y que a ellos también los conocía.
Seguro que debía aprovechar la salida de misa: jubilados que no salen a caminar, pero que van diario a reposar el almuerzo en el servicio del mediodía. Puede que alguna vez haya tenido suerte con esas señoras a las que la muerte las hace ver más elegantes y que salen entre compungidas y altivas de las misas de difunto. Los domingos la iglesia se satura con las familias de bien que seguramente salían con el corazón ablandado y le dejaban algo de plata. Padres de familia que les enseñan la generosidad a sus hijos y nietos, porque “tenemos que agradecer que somos gente bendecida por Dios”.
Soy necia para el ejercicio. A veces me dan ventoleras que me duran un par de meses y salgo juiciosa a diario. Hago una rutina que he aprendido de las señoras mayores: una vuelta al parque y una serie de estiramientos básicos que más que ejercicio parecen fisioterapia. Otras veces salgo con la intención de trotar, me pongo pantaloneta y corro un par de cuadras. Después camino sudorosa y a paso rápido, con la ilusión de que esa gente atlética que ya va por su tercera vuelta piense que yo ya hice lo mismo y que ahora voy en la vuelta de descanso, o de reacondicionamiento, como dirían ellos. También voy a mercar los viernes a la placita móvil que se instala a un lado del parque, llegando a la autopista. En cualquier caso, siempre me quedaba algunos minutos en el separador de la once porque me gustaba oír lo que mi despertador andante le decía a la gente: “hoy va tarde”, “corra que le faltan dos vueltas”, “debe estar oxidado porque hace días no lo veía pasar”, “siga caminando que se ve bonita”, “¿dónde dejó al marido hoy?, “¿hoy tampoco sacó plata?”. Creo que inevitablemente le sacaba una sonrisa a la gente, aunque fuera de esas sonrisas bogotanas que nunca llegan a la superficie.
Yo pasaba por ahí con la ilusión de que pasara la señora política, siempre perfectamente peinada, forrada en una sudadera aterciopelada y con cinco escoltas que caminaban lentamente detrás mientras ella creía que iba trotando. Nunca pude saber qué saludo le dedicaba diariamente a esta caravana. También me daba curiosidad saber cómo saludaba al exministro, famoso por un escándalo, que es muy disciplinado y a veces sale a correr con la panza envuelta en una bolsa de basura negra.