Hace más de treinta años — para ser exactos, la noche del miércoles 19 de octubre de 1983—, mi hermano y yo escuchamos un partido del Medellín entre las cobijas. ‘El Poderoso’ jugaba contra el Tolima en el Atanasio Girardot y logró poner el marcador 2-2 con un gol tardío de Carlos ‘El Tigre’ Acevedo, un uruguayo que pasó sin mucho ruido por la historia del equipo rojiazul. El que por entonces hacía la magia y, en consecuencia, copaba las portadas de los periódicos, era León Villa, conocido más adelante —cuando se vistió con las rayas verdes del vecino de patio— como ‘El León de Campo Valdés’; porque la noche de marras recibió del locutor el remoquete —más sencillo pero al mismo tiempo más solemne— de ‘Maestro colombiano’. Esa jornada de octubre, alargada clandestinamente hasta las diez y cuarto de la noche a despecho de la temprana rutina colegial que nos esperaba al día siguiente, fue una de mis primeras experiencias importantes con la radio al oído; por lo menos, la que aparece en el primer lugar de mi tramposa memoria. Yo tenía nueve años.
Sobra decir que en los años ochenta la transmisión por televisión de los partidos de la liga colombiana era impensable, como no se tratara de la última fecha del octogonal final, día en el que, casi invariablemente, solíamos ver a los diablos del América dar la vuelta olímpica. En 1985 ocurrió algo salido del libreto y fue que, para adormecer al país mientras los rockets del ejército se clavaban en la mole del Palacio de Justicia, el presidente Betancur autorizó la transmisión de no sé qué partido o resumen inédito de goles. Por razones que se me escapan, ese mismo noviembre, el recién nacido Teleantioquia retransmitió un partido en que Medellín había vencido 1-0 al Cali; por supuesto, mi hermano y yo lo habíamos escuchado por radio la noche anterior, y más que el gol de cabeza de Luis Carlos Perea —otro que saltó al solar ajeno— nos había quedado en la cabeza una expresión usada por ‘El Espectacular’ Jorge Eliécer Campuzano para describir cómo ‘Ormeño’ Gómez había atajado un remate letal del ‘Checho’ Angulo: “¡A contrapierna!”. Nunca nos lo confesamos el uno al otro, pero cuando pudimos ver la jugada en la transmisión diferida sentimos que, contada en la radio, la acción de nuestro arquero había sido más audaz.
El transistor de casa era el radiorreloj que nuestro padre, in artículo mortis, le había dejado a mamá como regalo de Navidad en 1980. El aparato solía estar en su alcoba, salvo por alguna situación de excepción; sobre todo, que ella estuviera agobiada por sus pertinaces jaquecas y, además, que el partido que nos interesara acabara demasiado tarde. Otra cosa era cuando se trataba de escuchar las transmisiones de las etapas de la Vuelta a España o el Tour de Francia: entonces mi hermano estaba autorizado de antemano para instalar el radiorreloj en nuestra habitación desde la noche anterior, pues las emisiones comenzaban en la madrugada, y como él y yo ya estábamos en bachillerato —por lo menos así fue a partir de 1986—, íbamos al colegio en la tarde y no era forzoso aprovechar todas las horas oscuras para dormir. Por lo que respecta a mi madre, a ella le bastaba su reloj biológico para levantarse a la hora exacta en que debía despachar a nuestra hermana mayor. Recuerdo particularmente el alba del 4 de mayo de 1987, cuando el radiorreloj se encendió automáticamente a la hora programada y pudimos saber que, en la carrera ibérica, Néstor Mora se había fugado y marchaba con una ventaja de nueve minutos sobre el pelotón; cuando clareaba lo capturaron, pero hacia las nueve de la mañana ‘Lucho’ Herrera despertó, se alzó sobre la bicicleta, sembró a los demás en la carretera y se enfundó la camiseta amarilla en la meta de Lagos de Covadonga.
Como no mediaran los dolores de cabeza maternos o las grandes vueltas ciclísticas europeas, lo habitual era que mi hermano y yo nos acomodáramos junto al radiorreloj en la propia alcoba de mi madre. Como en 1986 —por lo que se ve, el año de nuestra mayoría de edad— nos hicimos visitantes asiduos del estadio, lo que restaba por oír en la radio eran los juegos de visitante del Medellín, la mayoría de las veces en la voz provinciana de Rodrigo Londoño Pasos. Un juego quedó particularmente grabado en mi memoria: un 2-2 frente a Millonarios en Bogotá, jugado un mediodía de sábado por motivos que ahora no recuerdo, y en el que los uruguayos Rafael Villazán y Yubert Lemos anotaron por el DIM; goles que, por lo excepcional de la programación sabatina, escuchamos narrados por la voz histérica de Luis Fernando Múnera Eatsman. Pero no solo nos convocaban los partidos: también los magazines futboleros nocturnos, cuyos debates, regularmente acalorados, nos parecían el colmo del atrevimiento periodístico, de modo que los escuchábamos con el delicioso sentimiento de estar degustando lo prohibido. Jamás olvidaré que en esa misma temporada del empate con Millonarios, en Gente, Deporte y Punto, Iván Mejía Álvarez pronosticó que Medellín sería el campeón. Se entenderá que, si a la fecha no odio a ese ríspido comentarista, no es solo porque deteste afiliarme a las causas populares. Dicho sea de paso — quizá haya quién no lo sepa— el campeón de 1986 fue América; no podía ser de otro modo.
Escuchar los partidos en la radio fue, para mi hermano y yo, una liturgia que se extendió hasta el siglo XXI, y si terminó fue solo porque yo salí de casa a principios de 2001, cuando, plenamente consciente de lo que hacía, decidí compartir mi vida con una hincha del club de las franjas verdes. Como nos fuimos a vivir a Santa Lucía, al mismo tiempo que me enteraba de las gestas de mi equipo, podía escuchar —con todo el recelo del caso— los murmullos eufóricos que venían desde el Atanasio Girardot y por los que Nancy, mi esposa, se interesaba particularmente. Sin la tutela de mi hermano fui haciéndome un energúmeno, y llegó el día en que quise tumbar las paredes a puñetazos cuando los goles rivales caían en el último minuto. Así sucedió cuando, en el cuadrangular final del primer semestre de 2004, Chicó nos derrotó 3-2 en la agonía del reloj. Por fortuna, en ese torneo —y sin que mediara ningún vaticinio— Medellín alcanzó el título tras derrotar a su eterno vecino de patio. Ya por entonces menudeaban las transmisiones televisivas, y como, además, las emisiones de Fox y ESPN nos habían civilizado con el arte de la narración mesurada y el comentario conciso, la transmisión radial —cuyos protagonistas eran, en buena parte, solistas cavernícolas— fue quedándose relegada, y casi se la olvidó cuando las cámaras de Une coparon toda la programación de la Dimayor. Por entonces, se me antojaba que mi suegro — conectado por walkman a los alaridos de Múnera Eatsman al mismo tiempo que veía los partidos de su equipo— era un anacronismo sobre dos pies o, por lo menos, un romántico empedernido, anclado a las emociones auditivas de los viejos tiempos.
Juan Manuel, mi hijo menor, llegó al mundo en la época del auge de los partidos por televisión. En el segundo semestre de 2009, cuando apenas ajustaba cuatro años, tuvo su primera rabieta frente a la pantalla chica al presenciar cómo el DIM —por entonces casi invencible— se doblegaba por tres goles ante Millonarios, en la fría Bogotá. Por lo visto, yo había hecho un excelente trabajo inconsciente como maestro iracundo frente a los malos resultados de nuestro equipo, al que por fortuna mi hijo se aficionó a pesar de los genes adversos que le venían por el linaje materno; genes que, con fatalidad, habían enquistado en el alma de Laura, nuestra primogénita.