1959. Todo empieza con la visita a una señorita convaleciente por los rezagos de una piedra en la vesícula. Su amiga aparece con una palidez envidiable. A un médico que andaba de visita le preocupa una posible anemia. Y comienza la gira de exámenes, cultivos, diagnósticos de claustrofobia y sospechas de enfermedades contagiosas que al fin ahuyentaron a los galenos. Todo termina sin muerto.
Carta abierta a los galenos
Rocío Vélez de Piedrahíta.
Fotografías tomadas de The Public Domain Review
Lamentaría que el lector tratara de identificar cualquiera de los médicos, consultorios o tratamientos de que trato a continuación. Aún cuando todas las anécdotas que relato están basadas en casos reales no corresponden en conjunto a ningún caso concreto y la semejanza con los que el lector conoce, es mera coincidencia. Pero no está por demás que los discípulos de Hipócrates sepan cómo los vemos los pacientes, cómo nos caen los remedios y qué opinamos los ignorantes sobre los prodigiosos adelantos de la medicina.
Al Honorable Cuerpo Médico de Medellín
en el día de su primera sesión
Muy apreciados señores: Mi amiga Rosita está agonizando. Me dirijo a Uds. con el mayor respeto para exponerles su caso, y si por desgracia es demasiado tarde para salvarla, les suplico se sirvan tomar las medidas necesarias para que no vuelva a repetirse tan lamentable historia.
Durante treinta años había gozado Rosita de una salud admirable e ignoraba totalmente las relaciones que existen entre los médicos, las drogas, el presupuesto y el cuerpo humano. Sus conocimientos y los míos sobre ese caso particular pueden resumirse así:
El cuerpo se compone de dos brazos, dos piernas, un tronco y una cabeza. Las dos últimas partes están llenas de piezas raras y muy delicadas.
Los órganos se dividen en pares y nones: si la enfermedad ataca uno de los órganos pares, extraen o apuntan la pieza dañada y la reponen con un vidrio, madera, platino, caucho, tripa de gato, etc., etc. Si el órgano afectado es de los nones, la persona debe empezar a preparar su alma para salir de este valle de lágrimas.
El conjunto lo sostienen los huesos; el cerebro lo mueve, el alma le da la vida. La sangre no sé para qué sirve.
Estando así las cosas, nos fuimos un día Rosita y yo a visitar a una amiga a quien le habían sacado una piedra de la vesícula. Nuestra visita coincidió con la de su médico, el Dr. Académico, hombre muy pausado y gentil que no concebía otro tema de conversación que el de las enfermedades y que no recordaba haber visto, ni aún en los mejores museos europeos, nada más bello e interesante que un tumor que había extirpado hacía cuatro años.
El Dr. Académico es especialista en anemias y observó inmediatamente la palidez de Rosita. Se la hizo notar a toda la concurrencia y acto seguido empezó a explicarnos detalladamente los síntomas, tratamientos y consecuencias de aquella enfermedad. No aseguró que si se descuidaba o se ignoraba podría traer males terribles y aún la muerte. Cuando salimos de allí Rosita estaba lívida y me dijo que se sentía un poco débil. De común acuerdo resolvimos hacer una cita con el Dr. para que le recetara algún jarabe y evitar una enfermedad.
El Dr. le dijo por el teléfono que era inútil presentarse al consultorio sin llevar un análisis de la sangre. Fuimos pues en ayunas a un laboratorio y le sacaron a Rosita un cubito de sangre que a simple vista nos pareció de muy buen color.
Dos días después nos presentamos al consultorio. La sala crujía de gente aparentemente sana y descubrí no sin asombro que el Dr. daba citas desde la ocho de la mañana y con intervalo de un cuarto de hora, a pesar de que llegaba diariamente al consultorio a las diez y tardaba lo menos media hora con cada cliente.
La pared de la sala de espera estaba cubierta de diplomas enormes en los cuales un sinfín de universidades en nombre de la república de Colombia y de otros países latinoamericanos aseguraba que el Dr. podía curar a mi amiga. Después de dos horas de espera nos recibió. Él sentía mucho tener que decirnos lo que nos iba a decir, pero era mejor enfrentarse a la verdad: un ser normal posee 5 millones de glóbulos rojos por milímetro cúbico y Rosita solamente tenía 2 millones. Tenía la hemoglobina bajita. La hemoglobina es (digámoslo de alguna manera) la tintura del glóbulo rojo; tenerla bajita indicaba que los glóbulos de Rosita ni siquiera tenían color. La anemia de Rosita era perniciosa, la peor de todas, y en grado tan agudo que el Dr. solamente por no alarmarnos no la comparaba con una leucemia pero… Además tenía la colesterina alta. No entendí bien la larga y detallada explicación que sobre la colesterina y sus mágicas funciones nos dio el Dr., pero saqué la conclusión de que tenerla alta dificulta la circulación de la sangre, o mejor dicho predispone la persona a la arterioesclerosis. Empecé para mis adentros a preguntarme ¿qué sería ese líquido rojo obscuro que le había sacado a Rosita en el laboratorio? porque al parecer, sangre no era.
—Como el tratamiento es muy lento y delicado, quisiera hacerle una historia completa para no correr el riesgo de recetarle una droga inadecuada a su organismo. Veamos: ¿De qué murieron sus abuelos? ¿Su nacimiento fue normal? ¿Sabe Ud. si a su señora madre le pusieron pentotal durante su nacimiento? ¿Algún miembro de su familia padece de lepra o ataques epilépticos? ¿Toma Ud. limón? ¿Cuántos al día? ¿De qué tamaño?...
Rosita empezó a malhumorarse y siguió contestando sin saber qué decía a las preguntas más absurdas. Por fin, le recetó un jarabe para los bronquios, una pomada para las piernas y unas inyecciones intravenosas. Le dijo además que fuera donde el Dr. Barriga, especialista de la digestión.
Creyendo que la había confundido con otra persona Rosita preguntó:
—Doctor ¿y la anemia?
—Precisamente mi señorita. Estoy preparando el organismo para que pueda resistir el tratamiento. Como la medicina ha adelantado tanto, esta enfermedad que antes demoraría meses en curarse, hoy se acaba en tres día mediante esta droga, pero como es muy fuerte hay que preparar el organismo, pues de lo contrario la persona quedaría paralizada o loca. No creo que su aparato digestivo esté en condiciones de recibir este medicamento y por eso quiero que la vea el Dr. Barriga, pero esté Ud. tranquila que es muy amigo mío, gran especialista y en un momento le pondrá al día su estómago.
El Dr. Barriga (también por teléfono) le dijo a Rosita que era inútil presentarse sin los análisis y cultivos del caso, con lo cual mi amiga tomó la primera purga de una larga serie que debía seguir.
Su consultorio era de tipo dramático: Había un cuadro enorme que representaba a la muerte jalando por los pies a una mujer que se agarraba desesperada al cinturón del médico. Este, con un sol detrás de la cabeza, barba imponente y además majestuoso, aparta con una mano a la muerte y con la otra sostiene a la mujer. No sé si los médicos poseedores de copias de esta dramática ilustración habrán observado que la dama en cuestión (si se olvida su trágico ademán) lejos de estar enferma o débil, parece la personificación misma de la salud y la belleza. Debajo de este cuadro había un óleo pequeño que representaba a una mujer frente al espejo. El mérito del artista consiste en que visto de lejos, el conjunto representa una horrible calavera. En la pared de enfrente una copia de la operación de una mujer por Rembrant y en el suelo dos escupideras loceadas. El conjunto cubierto de una espesa capa de mugre de color grasoso, y en la puerta una cosa que parecía una mancha de sangre. El dueño de este lúgubre lugar era un hombre jovial, alegre y conversador, que empezó por ofrecernos tinto y cigarrillo; después de hablar media hora sobre política, libros y películas sin tener en cuenta que en la sala de espera había diez personas, le dijo a Rosita:
—Pues mi señorita, su situación es bastante fregada. Así superficialmente puedo decirle que tiene abundantes colonias de chiguelas, salmonelas, amibas, y tricocéfalos. Me da la impresión de que Ud. no digiere las farináceas y nada bueno le digo sobre su páncreas...
—¿Mi qué?.
—El páncreas normalmente ataca las amibasas, al pasar estas substancias por ahí; el suyo no: las deja pasar. Yo voy a hacerle un tratamiento conjunto del estómago y el páncreas para que le resulte menos largo y molesto. Eso sí, me gustaría que antes fuera donde el Dr. Noch para un chequeo del corazón. Yo soy muy cuidadoso con el corazón y no me gusta correr riesgos. Ud. sabe que las drogas que matan los parásitos son muy eficaces, pero algunas veces el corazón nos las resiste. Voy a llamar ya mismo al doctor para que la reciba inmediatamente. Mientras él da su diagnóstico, vaya empezando a tomarse estas pildoritas de terramicina. Probablemente los primeros días se va a sentir un poco mareada pero no se preocupe que es normal. Más adelante puede que le den escalofríos y un desaliento terrible. No vacile en acostarse y sobre todo no se preocupe.
El Dr. Noch tenía en la puerta un letrero que decía: “Entre sin tocar”, tal vez para que no molestaran a la señorita que estaba haciendo crochet. Me desconcertó ver las paredes decoradas con tres óleos tan absolutamente obscenos y tendenciosos que por un momento creí que nos habíamos equivocado de puerta. La señorita me aseguró que ese era el consultorio de Noch y que ella era la que preparaba para el radiocardiograma. Dejó el tejido con un suspiro y después de acostar a Rosita en una tarima, empezó a ponerle parchecitos húmedos en las piernas y en los brazos. Me asusté un poco cuando la vi conectando alambres eléctricos a una cajita negra por una punta y por la otra a los parchecitos que tenía encima mi amiga. Pero mi miedo se volvió terror cuando le dijo:
—No se mueva porque eso hay veces que hace chispa. Además yo solamente hace ocho días que estoy aquí y no sé manejar bien el aparato.
Dichas estas palabras nos dejó solas y encerradas. Rosita se puso a temblar de miedo; se cubrió de un sudor frío y empezó por primera vez en su vida a sentir las palpitaciones del corazón. Yo no me atrevía a tocar nada y me asomé a la puerta para ver si pasaba alguno para pedir socorro. Cuando ya habíamos perdido las esperanzas de que viniera alguien y yo creía que de un momento a otro Rosita se iba a electrocutar, entró un doctor, gordo, viejo, impecable y perfumado que sin mirarnos siquiera se sentó frente a la máquina y empezó a moverle tuercas y botoncitos, con lo cual el aparato empezó a chirriar y se le prendían y apagaban lucecitas de colores. Yo me atreví a preguntar si aquello no era peligroso; sin mirarme y en el tono más burlón dijo:
—Mi señorita, esta máquina es lo más perfecto que existe hoy en día. Me llegó hace una semana y me costó 30.000.oo pesos.
No pude menos de pensar con cuánto tendría que colaborar Rosita para acabar de pagar el aparato. Rosita, que ya estaba descontrolada, no oyó la explicación y siguió temblando de miedo. La máquina empezó de pronto a arrojar un papel lleno de rayitas en las cuales leía el médico la terrible tensión en se encontraba la infeliz. Con voz despreciativa y ademán protector dijo por fin:
—Propiamente no tiene Ud. ninguna enfermedad, su caso no merece interés y puede hacerse el tratamiento del Dr. Barriga. Sin embargo creo de mi obligación decirle que su pulsación no es normal (claro que no), me parece su metabolismo alto y su presión bajita. Yo no me ocupo de estos casos de segundo orden, pero le aconsejaría que se tomara estas cositas que voy a prescribirle, que no monte en avión, que suba muy lentamente las escalas y que procure no quedar embarazada durante los próximos dos años.
Escribió unos garabatos, dejó el papel junto a mí y salió. Entonces Rosita se puso a llorar a los gritos. El doctor regresó, la miro con curiosidad y le dijo:
—Tenga la bondad de seguirme.
Tenía un socio psicoanalista que trabajaba en el mismo local. Nos introdujo y le dijo en voz baja a su compañero: “Histerotraumatismo, claustrofobia, alucinaciones, delirio de persecución, melancolía”. Nuestro asombro fue tal que yo me quedé sin hablar y Rosita dejó de llorar.
El Dr. Buenaventura estuvo muy amable. Trató a Rosita como a una niña de cinco años. Le preguntó con gran interés y en la forma más concienzuda si prefería el color azul o el rojo. Si dormía mejor sobre el lado derecho o sobre el izquierdo. Si recordaba haber pasado en su infancia una noche a la intemperie. Si su papá quería a su mamá; si sus padres la querían a ella, si ella quería a sus padres y si la vista de un objeto puntudo le producía ganas de llorar. A todo lo que Rosita contestaba, sonreía diciendo: “claro, claro, muy natural, eso lo explica todo…”
Por último dio el diagnóstico; Rosita tenía una idea equivocada sobre la relación que había entre ella y el cosmos. Le dio explicaciones sobre la configuración delicadísima del cerebro, sus increíbles reacciones, su exquisita sensibilidad. Le recetó unos ejercicios después de las comidas, y le ordenó un encefalograma para poder iniciar el tratamiento. Le recomendó sobre todo mucha calma y que no se alarmara por los resultados del encefalograma: cualquier cosita que ella tuviera en el cerebro, ahí estaba él para curarla.
Los médicos iniciaron entusiasmados sus tratamientos conjuntos. Para subir la hemoglobina, gotas antes de almuerzo y comida. Para bajar la colesterina, píldoras después del desayuno y el “algo”. Para el páncreas, inyecciones interdiarias; para digerir las farináceas, cápsulas entre comidas. Para subir la presión una cucharada cada 6 horas durante una semana sin interrumpir durante la noche. Para evitar cualquier infección algo así como doscientos mil millones de unidades de penicilina intramuscular. Otros en la nevera. Otros en un lugar seco y tibio. Este debía agitarse antes de usarse, aquel tenía gotero especial y otro había que protegerlo de la luz.
Claro está empezamos a equivocarnos. El de cada tres horas se pasó para sobre las comidas. Una inyección intravenosa se la puse en la cadera, el remedio del lugar seco fue a parar a la nevera y un frasquito que tenía un caldito gris estalló porque lo rebullimos antes de tomárselo. Una cajita italiana en que Rosita guardaba la camándula, quedó destinada a cargar las píldoras que tenía que tomarse en cine, en la peluquería, en misa, etc., etc.