Negociando con el enemigo
Antonio Navarro Wolff. Ilustración: Verónica Velásquez
Para empezar a entender de qué se trata el final de un conflicto empecemos por decir un par de palabras acerca de su naturaleza. Cuando alguien está alzado en armas, está en guerra. Al contrincante se le llama “el enemigo” y se actúa en concordancia. Desde el punto de vista de los insurgentes “el enemigo” no es solo la fuerza pública sino, sobre todo, los miembros de la clase dirigente a quien esta defiende.
Gaitán los llamaba “la oligarquía” y ese término nos parecía muy apropiado. Ellos eran “el enemigo”. A ellos queríamos quitarles el poder usando un viejo recurso de la política colombiana: el alzamiento en armas. Se lo habíamos aprendido a liberales y conservadores a lo largo de la historia de Colombia.
La primera vez que tuve que ver con un proceso de negociación fue en 1984, cuando intentamos un proceso de paz con el gobierno del presidente Belisario Betancur. Acordamos un Diálogo Nacional que desde el principio vimos que no iba a ser diálogo ni mucho menos nacional. Veíamos a la contraparte gubernamental tomándonos del pelo y nosotros hicimos lo mismo. Yo era el jefe del equipo de negociadores del M-19 y estaba en las ciudades con permiso del gobierno, poniéndole el pecho a la brisa. El asunto me costó la pierna izquierda y casi la vida en un atentado en mayo de 1985 en Cali, así que no quedé muy entusiasmado con la idea de repetir la experiencia.
Ya viviendo en el exterior Carlos Pizarro me pidió que ayudara a resolver el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado; acepté el encargo y sin mucha convicción nos inventamos una reunión en la Nunciatura Apostólica de Panamá. Pero durante la reunión las cosas empezaron a cambiar y aparecieron algunas perspectivas de acuerdos. A la reunión asistieron representantes de gremios y grupos de poder de Colombia. La discusión fue álgida pero finalmente adquirimos el compromiso de pedirle a Pizarro que pusiera en libertad a Gómez, lo cual sucedió unas pocas semanas después.
El escepticismo sobre la posibilidad de que el acercamiento condujera a un proceso de paz no cedía por completo. Por eso cuando supimos que Pizarro se había reunido con Rafael Pardo en el sur del Tolima nos pareció que estaba dando pasos muy largos y riesgosos.
Meses después, mientras estaba reunido con Pardo en un hotel de México, adonde se habían trasladado las conversaciones, mataron al comandante Afranio Parra en Bogotá; me paré de la mesa en el acto. ¿Cómo dialogar si mataban a nuestros compañeros?
Pizarro siguió conversando con el gobierno en el Cauca y me pidió que fuera a acompañarlo. Solicitó autorización para que yo pudiera entrar al país y el gobierno dijo que no. Le parecía que yo era muy duro en la mesa. De todas maneras entré por la trocha. No se imaginan la cara de Rafael Pardo cuando me vio en Santo Domingo, Cauca, pocas semanas después de su negativa a facilitar mi ingreso. Me preguntó cómo lo había hecho y le respondí que por fax (le hubiera dicho que por Internet pero entonces no la habían inventado). Con el paso de las semanas fuimos conociendo a Rafael y cambió la tirantez inicial. Le valorábamos que no siempre decía sí, pero cuando lo hacía cumplía su palabra. Hoy somos buenos amigos.
Rosemberg Pabón, quien también estaba en el exterior, no se convencía de las bondades del proceso. Le pedimos que viniera, también por la trocha, y avisamos en Yumbo que estaba con nosotros en el campamento donde se realizaban las conversaciones. Se vinieron como diez buses de sus antiguos estudiantes y amigos, pues había sido profesor del Colegio Mayor en esa ciudad, y entre todos lo convencieron de que la paz era el camino.
Al final de 1989 llegamos a unos acuerdos sobre la favorabilidad para participar en las elecciones, medidas que nunca se concretaron en el Congreso por el hundimiento de una reforma constitucional. Nos quedamos con las manos vacías.
El diciembre de 1989 fue de incertidumbre. ¿Dábamos el paso a cambio de nada y respondíamos a lo que sentíamos era un clamor de la opinión pública a favor de la paz?
En el ranchito donde nos quedábamos en el centro del campamento, en Santo Domingo, Pizarro y yo pasamos largas vigilias discutiendo los pros y los contras. Finalmente optamos por una solución curiosa. Estábamos tan convencidos del apoyo de la opinión nacional al proceso de paz que decidimos salir, sin firmar aún el acuerdo con el gobierno, a corroborar nuestro pálpito en Bogotá. Queríamos confirmar cuál era el real ambiente de opinión hacia la paz y hacia el M-19 en las ciudades colombianas.
Fue una decisión arriesgada. Si nos pasaba algo al primero y segundo comandantes el proceso se frustraba del todo y el ‘Eme’ quedaba descabezado. Pero nosotros nos la jugamos, lo propusimos, y el gobierno nos respondió con un sí más que entusiasta. Dado el fracaso de diciembre en el trámite de la reforma constitucional por culpa del Cartel de Medellín, temía que nos fuéramos a devolver a la guerra.
Fuimos en helicóptero hasta Cali para tomar allí un avión a Bogotá. Cuando aterrizamos vino hacia nosotros un militar en traje de fatiga, un coronel, creo, y yo pensé: este viene a chingarnos. Puse la mano sobre la pistola que traía bajo la camisa, pero el oficial nos dijo sonriendo y estirando la mano: “bienvenidos a la democracia”. Lo recuerdo como si fuera ayer.
El resto fue una vorágine. En Bogotá la gente se paraba en las esquinas a ver pasar el carro donde viajábamos Pizarro y yo. De ahí en adelante no hubo reversa, ni siquiera cuando pocos meses después los del Cartel de Medellín mataron a Carlos Pizarro en un avión en vuelo, por ser candidato presidencial, no por ser ex guerrillero, valga la aclaración. La paz era tan popular que decidimos quedarnos dando la pelea a pura lengua. Y aquí estamos.