No supe dónde nació, de dónde vino, cómo llegó, ni qué edad tenía cuando se integró a la familia. Fue uno de esos arreglos antiguos que pretendían hacer invisible la desigualdad entre quienes se sientan a la mesa y quienes la sirven. Emperatriz llegó a servirla. Desde esa infancia sin edad aprendió a cocinar, a tender las camas, a limpiar; de la mano de Rosa, mi abuela, aprendió las reglas del servicio y la etiqueta, y con ese aprendizaje entró al mundo en el que su “madrina” la cultivó. La niña se convirtió en su sombra, la seguía por todos los rincones para ayudar en la costura, en el planchado, en la organización de la vida familiar. Emperatriz imitó los gestos de Rosa y con ella aprendió las palabras.
Rosa murió cuando Emperatriz era apenas una adolescente. Sin ella, dejó de reconocerse y de sentirse útil. Nadie supo con certeza a qué oscuro laberinto descendió, pero poco a poco se retiró de su vida como si fuera un préstamo al que se le ha vencido el plazo. Al principio se atribuyó su ausencia a la tristeza. Pero cuando hubo que vestirla y peinarla, prepararle la comida y dársela en la boca, la explicación del sufrimiento no bastó. Entonces dijeron que el daño de Emperatriz no estaba en el corazón sino en la cabeza. De esa fragilidad emocional o mental se hicieron cargo mi abuelo, todavía de luto por la muerte de Rosa, mis cuatro tías, mi madre y mis dos tíos. Unos decían que la cuidaban para devolverle la cordura, otros para retener su alma. Hasta que la mayor de mis tías se casó con un psiquiatra, y cuando le hablaron del caso de Emperatriz el doctor dio un diagnóstico tajante: está loca. El doctor había estudiado en Buenos Aires y hablaba con el aplomo de quien ha visto mundo: “si no sale de esta casa se va a morir”.
Las hijas no querían que se fuera. Emperatriz había sido la cómplice de Rosa, la mano derecha de sus bromas, el eco de sus risas. Veían en esa muchacha de piel oscura y pelo rizado la valentía de dejarse llevar por la tristeza. Los hijos se opusieron, temían que fuera maltratada. El abuelo confió en el criterio de su yerno y sentenció que debía irse.
La llevaron a la casa de amigos, y durante meses nadie la visitó. La distancia le sentó bien; lejos de la familia Emperatriz recobró el ánimo. Empezó a comer sola, a vestirse, volvió a cocinar, se la escuchó reír. Cuando tías, tíos, mamá y abuelo fueron a visitarla se dieron cuenta de que había vuelto en sí. Entonces le ayudaron a conseguir trabajo. En un ambiente distinto, dijo el doctor, que no fuera una familia, donde no hubiera jóvenes, donde sus jefes no hablaran su lengua. Emperatriz fue a trabajar en la embajada americana.
Empezó como personal de limpieza, pero al reconocer sus dotes de cocinera el ama de llaves de la embajada la puso como ayudante de cocina. Finalmente, Emperatriz tomó el lugar de su jefe y fue la cocinera de la casa del embajador de Estados Unidos en Quito. Allí trabajó el resto de su vida, hasta retirarse.
Yo la conocí desde muy niña, la veía cuando venía a casa y cuando íbamos a visitarla a su departamento. Tenía un porte impecable, los modales que Rosa le había enseñado; las tías comentaban que su sazón era un regalo divino. El cuento de su vida pasaba de boca en boca en un hilo delgado que separaba su enajenación de su tristeza. Pero todos celebraban su historia y el prodigio del amor que le había tenido a Rosa. Cuando le pregunté a mi mamá por qué Emperatriz se había vuelto loca, me dijo que no sabía, pero que si alguna vez hablaba de Rosa en presencia de ella, mirara en sus pupilas la sombra de una mujer que se había ausentado de sí misma. Yo lo hice, quería conocer a la loca de la familia. Cuando le pregunté por mi abuela en los ojos de Emperatriz asomó enorme su tristeza, y me dijo que con su muerte Rosa se había llevado su único pasado.