Si no fuera porque un hombre se fugó de la cárcel, aún estaría encerrada con más de siete mil presos. Quizá oyendo al trío de delincuentes que se volvieron serenateros tras las rejas, o contando a los clientes que hacían fila para que el brujo del patio les predijera cuándo llegaría la libertad. Viendo las monerías del mimo que afuera pecó por su silencio y adentro entretenía a los niños del cacique; o tal vez, sonrojándome con los piropos que me gritaban a través de los barrotes: "¡Eh Ave María mona, parece una bolsita de lentejas: chiquitica y rendidora!".
Si regresara al último semestre universitario cuando decidí dónde hacer mi práctica profesional, me entregaría otra vez a la peor prisión del país. No elegí ningún diario o canal de televisión porque no tendría la libertad de crear sino la obligación de reproducir información y de codearme con la fuente oficial. Y justo ese año, a la Facultad de Comunicación Social de la UPB llegó una insólita petición del Centro de Medios de la Cárcel Bellavista.
Me advirtieron que trabajaría de tú a tú con bandidos, que no haría buenos contactos, que recibiría propuestas indecentes, que mi jefe sería un guardián de bolillo y que no habría presupuesto ni para pagarme los pasajes. Quedé encantada con el preámbulo y acepté. Pero antes de firmar el contrato puse una condición: ¡libertad! Les advertí que quería buscar historias y encontrar personajes, escribir guiones y grabar cortometrajes donde los presos fueran los protagonistas.
No tuvieron otra opción que aceptarme, nadie más mandó la hoja de vida. Hice una convocatoria abierta a través del canal interno de televisión, pegué afiches en las carteleras y nombré corresponsales para que regaran el rumor en cada patio. Casi treinta reclusos se anotaron. Les presenté a los Hermanos Lumière y a Chaplin y terminamos hablando de Woody Allen y Kusturica en el cineclub.
Se cumplió el semestre de práctica que me exigía la universidad y no quería irme. Llevaba diez felices meses de cárcel cuando un preso se fugó, hubo un motín, al guardián que era mi jefe lo relevaron del cargo, cerraron el canal y yo quedé en el aire. Toqué las puertas de la prisión, no pedía nada a cambio, solo quería terminar mi proyecto pero ya estaba por fuera.
Aunque no me dejaran entrar seguí yendo a Bellavista. Por mis contactos me enteré de que los fines de semana prohibían entrar con zapatos para evitar que los visitantes ingresaran al penal con armas, celulares, droga o dinero entre las suelas. Al saber que en las afueras alquilaban chanclas decidí ir a conocer personalmente a las autoras materiales de este curioso oficio.
—¿Cómo es esto de alquilar chanclas? — le pregunté a la primera que me topé.
—Esto está muy duro, ya casi no da
—me respondió con un dejo de rabia—; estoy que me retiro.
—¿Por qué?
—Imagínese que me roban las chanclas. Las mujeres llegan, escogen las mejores para entrar de visita, me entregan sus zapatos rotos y sucios para que se los guarde, y cómo le parece que a la salida no vuelven, se van con mis chanclitas puestas y me dejan estas pecuecas. ¿Ah?
Por esos días se abrió un concurso donde se premiaría un video de un minuto y decidí participar con esta historia de arrendamientos menores. Volví con un equipo de producción y un par de actrices disfrazadas, una de visitante vivaracha y otra de alquiladora bonachona. Aunque quise recrear la escena tal cual, tomé ciertas licencias de la ficción que se alejaban de la realidad. A la que haría de alquiladora de chanclas le inventé un pregón musical, diferente al original.
Y para que las chanclas cobraran protagonismo, en vez de empacarlas en una bolsa negra, como suelen hacerlo, las colgué a lo largo de un palo que la actriz sostuvo detrás del cuello como si cargara una cruz. A ninguna de las alquiladoras de chanclas reales le informé qué haría, tampoco pedí permiso para grabar, llegué como Carolina por su cárcel y delante de todas dije: "¡Acción!".
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Las señoras miraban estupefactas, no entendían qué pasaba, quiénes éramos, ni por qué una forastera las remedaba con ese estúpido pregón y un palo de escoba a cuestas. Nunca antes en la historia una alquiladora de chanclas fue así. "¡Payasas!", "¡Pendejas!", vociferaban. Y una señora de ojos azules salió en defensa del gremio e interrumpió el acto. Se acercó a la protagonista, la corrigió y luego me regañó: "¡Así no somos las alquiladoras de chanclas!".
Ese día dirigí una escena del crimen en contra de las alquiladoras de chanclas. Les herí el orgullo y violenté su identidad. Los medios de comunicación siempre llegaron a Bellavista a cubrir las malas noticias, a informar sobre el muerto o a registrar el amotinamiento. Pero nunca le dieron la palabra a una alquiladora de chanclas. Y es que es un oficio de doble filo. En el fondo está hablando de nuestras vergüenzas, de los eternos problemas y de cómo la criminalidad y el hacinamiento son tan duraderos que originan un negocio rentable y sostenible en el tiempo.
Pero también es un honor contar con el ingenio de estas mujeres que a través de sus chanclas hablan de la recursividad y la idiosincrasia colombiana, que prefiere rebuscársela e inventarse oficios informales en vez de ilegales. Ellas tienen sentido de pertenencia a una cárcel que les da trabajo, y están orgullosas del servicio que prestan a las familias de los presos. Comprendí que antes de pasar por la representación esta labor necesitaba ser expuesta. Y en lugar de que una actriz hablara por ellas, debían ser las mismas alquiladoras las que alzaran sus voces y sus chanclas.
Entonces volví a Bellavista con las manos arriba y busqué a la dama que me prendió el bombillo con un regaño. Le dije que quería resarcir mi daño y hacer algo serio sobre su trabajo. Y con un "hágale mami que yo le ayudo", me dio la bienvenida al gremio y me hizo una inducción. Recibí un curso magistral sobre historia y evolución del alquiler de chanclas. Aprendí sobre temporadas altas, combos y promociones. Me presentó a otras colegas que ofrecían su sueño, y trasnochaban desde el sábado para vender los mejores puestos de una fila de casi un kilómetro que se prolongaba hasta el mediodía del domingo.
Y conocí a las paqueteras, las que prestaban un servicio de mensajería transportando almuerzos y kits de aseo de afuera hacia adentro. Inicialmente me propuse resaltar esa mentalidad emprendedora y hacer una parodia al documental institucional en el que ellas mismas, con toda su informalidad y desparpajo, presentarían la misión, visión y valores corporativos del negocio. Elegí a 'La Zarca', a 'La Titi' y a María como personajes principales. A través de este trío de cincuentonas risueñas conoceríamos la dinámica del gremio. 'La Zarca' alquilaba chanclas, 'La Titi' vendía puestos en la fila y María prestaba servicio a domicilio a los hombres que viven tras las rejas.
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Escribí sus historias y me presenté al concurso del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico de Colombia.
La propuesta resultó ganadora del estímulo para realizar el documental ¡Se alquilan chanclas! Y cuando ya tenía casi todo para iniciar el rodaje, a María la capturaron. Un hombre la contrató un domingo para entregar un recipiente repleto de comida a un recluso. María se disfrazó de visitante como lo había hecho durante quince años desde que decidió especializarse en el transporte de paquetes reja a reja. Se puso las chanclas, alistó su cédula y el permiso de ingreso. Antes de que llegara al patio, un guardián requisó los alimentos y descubrió que varios chorizos estaban rellenos de cocaína. María abrió los ojos, María se agarró las greñas, María trató de explicarlo. Que era una trampa. Que era paquetera. Que era parte del gremio Bellavista. Que era inocente. Nadie le creyó. Esa misma noche 'La Zarca' me llamó llorando: "Caro, a María le metieron un paquete chileno".
Lo de María no estaba previsto en la cátedra de riesgos profesionales que me había dictado 'La Zarca'. Sabía que lidiaban con la pecueca ajena y los hongos de los pies. Que en las afueras a veces había balaceras, homicidios, riñas. Pero lo de María no tenía antecedentes. El buen nombre del gremio quedó en entredicho cuando el fiscal que legalizó su captura la señaló como "un peligro para la sociedad". Las compañeras de celda de María le advirtieron que era un caso perdido, que no tendría cómo demostrar que ese paquete que llevaba consigo no era suyo, que era mejor declararse culpable para que le rebajaran la mitad de la pena. Como María no aceptó los cargos la realidad nos citó en la acalorada sala donde se realizó el juicio.
María solo contaba con sus colegas y un abogado de oficio para demostrar que, a pesar de ser una sociedad anónima, tenían décadas de trayectoria, estrategias de marca picarescas, un descabellado portafolio de productos y servicios, además de grandes riesgos profesionales. La fiscal tenía pruebas forenses, documentos y testigos que confirmarían que en este gremio no había colegas sino cómplices, que en vez de trayectoria tenían prontuario, que no tenían apodos sino alias y que el negocio de alquiler de chanclas era la fachada de una empresa criminal.
Los guardianes de la cárcel y el investigador de la Policía Judicial que declararon en contra, desconocieron al gremio y se refirieron a su trabajo como "el presunto oficio", negando la posibilidad de que existiera el servicio de mensajería. En su indagatoria aseguraron que la conducta de María obedecía al modus operandi de las mulas que proliferan en Bellavista. Pude haber excluido a María de la película para continuar con el plan estimado, pero no podía dejarla sola en este caso. Hasta yo estaba involucrada en la historia, y mi proyecto no solo sería una prueba de su inocencia sino también de la existencia de su oficio.
Al igual que 'La Zarca', 'La Titi' y las colegas, yo también recibí una citación del juzgado penal para comparecer y declarar bajo la gravedad del juramento todo lo que sabía acerca de las alquiladoras de chanclas. El juez me advirtió que si no decía la verdad incurriría "en delito de falso testimonio sancionable con prisión" y me preguntó: "¿Jura decir la verdad y nada más que la verdad?".
Este caso se me salió de las manos, ya estaba implicado mi corazón. No solo dije lo que sabía sino también lo que sentía. Confesé que las alquiladoras de chanclas eran mis heroínas, y en un arrebato de cursilería terminé llorando en plena indagatoria. Me dolía que esa mujer a la que conocí libre estuviera al borde de una condena de doce años.
Hasta aquí puedo contar pues tengo el deber de guardar silencio. Cuando termine el documental se sabrá qué pasó al final del juicio. Solo garantizo que cuando lo vean nunca olvidarán que Medellín, la cuna de Juanes, la que vio crecer al maestro Botero, la que vio morir a Gardel, también es la ciudad de las alquiladoras de chanclas.
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