A finales de los ochenta, cuando Medellín era la locación de las peores escenas de guerra de su historia, un sacerdote claretiano se empeñaba en mostrar el cine que no pasaba por las salas comerciales, y en alentar a los jóvenes realizadores para que llevaran sus cuentos por caminos menos trillados. El empecine de este padre, Luis Alberto Álvarez, lo condujo a dictar cursos de guion y hasta a regalar anécdotas para que sus pupilos las pusieran en escena, por lo menos en papel. Álvarez recordó que en sus años adolescentes un primo suyo se había escapado de su casa para evitar una muenda que le iba a propinar su madre por el mal comportamiento.
Leonidas Córdoba Sevillano era el nombre de ese muchacho que a la postre, después de viajar a dedo hacia el Sur, se convertiría, aupado por un medico naturista, en El Gran Sadini: un hipnotizador de plaza pública cuyos prodigios se difundieron a tal punto que a los 16 años ya era célebre por inducir al sueño colectivo, a pleno sol, a cientos de personas del Viejo Caldas y el norte del Valle. La historia, con ecos de heroicidad y viaje de iniciación, no dejó de rondar en la cabeza de un director de cine durante más de veinte años, Gonzalo Mejía. Tal vez porque a Mejía también le había picado el deseo de huir de su casa, y porque las jornadas opresivas del colegio, el anhelo de ir al mar, o simplemente de escapar de la rígida moral que se vivía en el Medellín de los sesenta, eran asuntos que él quería ver en escena algún día, aunque tuviera que hacerlo con las uñas.
El sueño empezó a cobrar forma luego de que obtuviera un apoyo del Ministerio de Cultura en el 2007. Con ese ligero empujón y nada más, Gonzalo Mejía emprendió la producción: convocó a actores naturales del Bajo Sinú, hizo talleres de actuación un año antes del rodaje, montó un minucioso dispositivo para poner en pantalla a sesenta personas en un fandango, por ejemplo, y luego contactó a actores consagrados como Jairo Camargo y Fausto Cabrera. Con apenas 28 personas en el equipo de filmación y otras de la comunidad, entre las que figuraban un hipnotizador de Caucasia y varios músicos populares, finalmente se logró rodar, durante noventa días, la historia de Sadini, aunque en lugares distintos a los de la saga original.
“Yo me llevé la película para la costa porque me parecía más bonito y además porque no manejaba el interior del país. También me iba a volar con mi hermanito, y por eso, cuando encuentro el argumento del Gran Sadini, el relato verídico, me doy cuenta que es un poco la historia de nosotros. Yo no necesité guion, ya la tenía dentro. La película es como un caballito de Troya en el que me meto para decir cosas mías. En la dirección no tuve que marcar demasiado a los actores sino que todo se fue dando, a medida que íbamos construyendo la relación de grupo en los ensayos. Controlé las locaciones que ya conocía desde mi época de adolescente en la que nos íbamos siempre para el mar.
La costa, para los de mi generación, siempre fue Córdoba. Y en esos viajes que hacíamos rumbo al mar había una especie de desprendimiento de toda esta rigidez de la cultura nuestra.
En San Bernardo del Viento tuvimos una relación muy linda con la gente. Mi sueño era que el viaje del Gran Sadini terminara allá, en esa playa. Había toque de queda decretado por los paramilitares, pero, como teníamos el apoyo de la alcaldía, pudimos rodar tranquilos”.
Es notoria la fresca presencia de los ribereños actuando sus vidas en un mercado de Lorica o en parajes de San Pelayo. Conmueve además esa poética naturalista en la que también el paisaje alcanza la presencia de un personaje de la fábula.
Al respecto, Víctor Gaviria, con quien Mejía había producido cortos en los ochenta, dice: “es una película que no tiene la presencia del conflicto armado y por eso es como contar el mundo antes de eso, algo que conmueve mucho. Se nos había olvidado cómo éramos antes.
A nosotros en Medellín nos interesaban cosas como eso de conocer la costa o ir a bañarnos a un río. Esas son unas vivencias que se perdieron o que están por allá esperando... Ya vos no te podés meter tan fácil en esas arcadias, sobre todo en un país tan llevado del putas. Por eso da mucha nostalgia ver esta película, mirar esos paisajes, oír hablar chilapo: la libertad del mar”.
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En alguna de las escenas el protagonista, Sebastián Escobar, debe atravesar agujas en la piel de un aldeano. Para lograrlo fue necesario que un hipnotizador profesional le transfiriera el mando al propio actor, según cuenta Gonzalo Mejía, para inducir al otro personaje al sueño controlado. Tal proeza puede sonar inverosímil, pero en el cine casos se han visto, como el de Werner Herzog, el director alemán que decidió no perder tiempo en ensayos e hipnotizar a los actores de esa misteriosa cinta llamada Corazón de cristal.
La historia real de Leonidas Córdoba, después de que se fugó de la casa, y durante los años en que se convirtió en El Gran Sadini, siempre había sido un misterio sobre el cual nadie se atrevía a preguntar en la familia. Hasta el día en que Silvia Córdoba, una sobrina del personaje, se acercó al guionista y director para decirle: “mi tío te quiere conocer”. Y fue así, muchos años después de que ocurriera su aventura, que El Gran Sadini, en persona, un veterano aunque espigado personaje, de pelo entrecano, se acercó al director. Apenas cruzaron las mínimas frases rompehielos. El hipnotizador dijo haber tenido mucha suerte en asuntos de mujeres. Luego extrajo una foto del bolsillo y se la enseñó a Mejía. En ella se veía al taumaturgo en plena acción, trepado en una tarima con un puñado de personas hipnotizadas a su alrededor. En la imagen lucía un aspecto que parodiaba al de Elvis Presley. “Contame el guion”, le dijo Leonidas, antes Sadini. Mejía entonces abundó en pormenores. Y fue en ese momento cuando el otro le propuso que fueran juntos a su casa para que contara esa historia, que era un tabú, a toda su familia.
Mejía le reclamó: “¿Cómo voy a contar su historia si usted todavía no me ha contado nada?”. Aún así, el poder de persuasión del Sadini hizo que el propio Mejía relatara la versión de los hechos a una familia que durante años se había preguntado por esa época no revelada en la que el personaje se había perdido del mapa. La verdad que se impuso entonces, para remendar el agujero del pasado, no fue otra que la ficción que había escrito Mejía para su película.
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El director de El Gran Sadini relata que tuvo la cautela de salir de la casa antes de que, acuciosos como estaban los familiares, le preguntaran por algún detalle insoluble en el relato, que ni siquiera quien lo había vivido estaría dispuesto a responder.
Con Sebastián Escobar, que encarna al protagonista, y con el grupo de actores que Mejía logró convencer para que fueran sus compañeros de viaje, la cinta se torna también en un milagro de la persistencia de una idea que estuvo en la retina de su creador por más de dos décadas. Parece decirnos una vez más que el cine en Colombia es de los empecinados, de los que logran con su terquedad lo que ningún inversionista privado pondría en riesgo.
Como si se hubiera contagiado del poder de sugestión del personaje que inspira el filme, Gonzalo Mejía ha logrado la adhesión de un elenco de talentos, un equipo técnico e incluso un músico norteamericano como H. Scott Salinas. Este último no dudó en trabajar durante ocho meses para componer la banda sonora. Luego, al insertarla en la película, según apunta el director, fue como convertir el agua en vino.
Después de noventa días de rodaje y dos años de preproducción, El Gran Sadini espera hipnotizar de nuevo a las audiencias de los festivales y los circuitos comerciales. Un buen augurio fue la ovación que le brindó un público de ochocientas personas, en el auditorio Getsemaní, durante el último Festival Internacional de Cine de Cartagena.
La película se lanzará durante el Festival de Cine Colombiano.
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