Para S.M.
Pese a que los sillones del consultorio eran mullidos, no encontraba postura para evitar el tirón en la cadera, ni la forma de acomodar el vientre; los pechos enormes caían sobre la barriga que nacía del esternón, y todavía le pesaban.
Estaba llegando al séptimo mes. Quedaban ocho semanas y… ¡Por fin! Lo imaginaba con alivio y miedo, con impaciencia. Había perdido demasiadas cosas con el embarazo. Nada era gratificante. Menos aún la idea del niño. No podía ni imaginarse cuidándolo, cargándolo. Aunque de eso no debía preocuparse por ahora, ya encontraría a alguien que se hiciera cargo.
Tenía que concentrarse en este último tramo y dejar de pensar en lo que hubiera sido. En lo que habría pasado si hubiera seguido su corazonada después de despegarse de su escuadra al escuchar la explosión y, como todos correr hasta el caserío en el claro de la selva. Pero al ver a la niña con cuerpo de mujer arrinconada en esa vivienda venida abajo, no se contuvo. Supo que corría el riesgo, lo sintió como nunca, pero prefirió dejarse arrastrar por la ebullición en el centro del estómago, la tensión que dolía entre las piernas: ese zumbido en los oídos que le venía con la ansiedad de frotar un cuerpo contra el suyo. Ahí estaba ella con los ojos de tierra clavados en el piso. No tuvo ni siquiera que correr. Se le tiró encima, le envolvió la cara con la camisa y, mientras la usó, pensó en el trapo con que limpiaba el fusil.
Hubo embarazo, pero esta vez le tocó a él.
Otros habían sido los tiempos en los que solo las mujeres se preñaban, otros los años…
Cada vez se oía más en la televisión que de la cópula entre hombre y mujer eran ellos quienes se embarazaban. Todavía era un espectáculo mirar en la calle hombres como él, con pelos en el pecho, acomodándose los senos para que la carne no se les escapara por entre los botones de la camisa. Hombres con traje y la corbata en caída horizontal, hombres caminando como patos.
La ciencia no ayudaba. No sabían si era el estado de ánimo, las hormonas, los ciclos menstruales de las hembras, las condiciones de la copulación; para él fue simple mala suerte lo que hizo que le tocara llevar en su cuerpo el huevo fecundado.
Con eso de que los derechos reproductivos eran de la sociedad y no de quienes se embarazaban, las leyes eran un estorbo. De manera clandestina y sorteando algunos peligros buscó otras soluciones, pero lo único que logró fue descubrir que todos los abortos terminaban mal, que el parto en los varones había pasado a ser un procedimiento de alto riesgo y que con la novedad de los machos preñados la medicina había retrocedido dos siglos. Supo además que la mayoría de los muertos eran políticos y empresarios que pagaron para ocultar su traición conyugal y en el intento fueron víctimas de la mala práctica de sus amigos los médicos, muchos de los cuales también sufrían embarazos no buscados.
Un ecologista ex guerrillero salió a declarar ante la prensa las virtudes del embarazo. Cuando un periodista le preguntó si sabía quién era la madre, gritó un par de insultos que dada su condición sonaron a disparate. Luego confesó que estaba confundido, que no lo sabía, pero aseguró que él era un verdadero hombre y que si las mujeres lo habían hecho, él podría hacerlo solo. El reportero dijo que el ecologista se fue a vivir al campo, se alimentó de productos que él mismo cultivó y se opuso a tener al hijo en un hospital. Meses después el mismo periodista dio la noticia de que el muy pendejo había muerto en el parto.
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Hasta la iglesia dejó de hablar de la abstinencia y el derecho a la vida luego del escándalo del arzobispo que agarraron en Panamá escondiendo el embarazo bajo la sotana. Lo llevaron al Vaticano, donde dicen que llevan a todos los curas preñados. Había rumores sobre un hacinamiento en la casa papal, y de que la iglesia estaba implementando una nueva inquisición.
Era mejor no pensar en esas cosas, quitaban el sueño y en las horas de vigilia le daban mucho miedo. Morir era algo que había temido de otro modo; lo había sentido con la soberbia que da el oficio de matar; ahora se doblegaba ante la idea de parir.
Una mujer joven entró al consultorio con una pequeña e interrumpió el tren de sus ideas. Le hablaba despacio a la niña mientras buscaba un lugar dónde sentarse. Él le miró el trasero y advirtió la prudencia de la mujer que evitó mirarlo cuando giró hacia el espejo enorme donde se reflejaba la sala de espera. Casi no reconoció su perfil. Dos días sin afeitarse y su imagen era todavía más ridícula. Le costaba reconocerse en ese cuerpo: los enormes pechos, la barba, las manos peludas, la panza; y ese cansancio permanente por el peso de un bulto que no se podía sacar de encima ni descarga en el piso aunque fuera por un rato. Con esa pinta, ¿qué autoridad podía tener? Nunca más sería el mismo. Nadie lo tomaría en serio.
Cierto que también había aprendido a ver las cosas de otra manera, como que los calzoncillos pequeños, esos que siempre pensó que solo usaban los maricones, eran más cómodos, y que valía la pena gastar dinero en un buen sostén más que en un par de jeans. Disfrutaba además las ventajas de las faldas holgadas.
La puerta del consultorio se abrió y apareció la doctora.
Era su secreto. No se había atrevido a contar a nadie que su médico era una mujer. Un hombre habría sido demasiado humillante. ¡Bastante tenía con reconocerles a los maricas las ventajas de sus gustos en el sexo!
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Pero esta médica sabía lo que hacía. Una sola vez dudó de quedarse en su consulta. Fue en la primera cita, cuando ella empezó con las preguntas. Que si el embarazo era fruto de una relación estable, que cuál era su oficio ¡Qué mierdas le importaba a ella su vida privada! Pero la doctora le dijo que si no contestaba podía irse. Cosa que no era tan fácil. A ella se la habían recomendado. Además, él averiguó que era la única médica a quien todavía no se le había muerto ningún paciente varón en el parto. Por eso la dejó seguir con las preguntas: que si en los años de servicio en el ejército fue promiscuo, que si solía usar condón, que si tenía historia de enfermedades venéreas. Que si tenía contacto con la madre. Él no pudo responder, ella entendió.
Entonces cambió. Desde ese día los chequeos mensuales fueron encuentros mecánicos. Él se acostaba semidesnudo en la camilla y ella anotaba datos en la carpeta. Le palpaba el cuerpo con los guantes de látex, sin una expresión de simpatía o de disgusto. Trabajaba como una obrera de maquila, poniendo y quitando piezas.
Cada mes él reportaba un nuevo síntoma, un cambio siempre inesperado en el cuerpo, un dolor que lo asustaba. Cada mes ella anotaba su peso, le tomaba la presión, medía el grosor del cuerpo. El hacía preguntas, ella contestaba con monosílabos.
Nunca se ha sentido tan solo como en esos últimos siete meses. Nunca tan rechazado. Tan necesitado. No tiene con quién hablar, a quién decirle lo que siente, lo que le está pasando. Es como estar en el calabozo, pero sin paredes. Esta vez no es la sanción de su superior, o el castigo del enemigo, sino la condena de su propia especie.
Cuando más solo se siente es cuando las mujeres de su familia tratan de consolarlo y le dicen que todo va estar bien, que no tenga miedo, que cuando llegue el momento sabrá qué hacer porque todo es cuestión de instinto.
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