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     Número 37 - Agosto de 2012


ARTÍCULOS / CRÓNICA
Carmelo y Malena
Mauricio López. Fotografías David Sánchez
Fotografía David Sánchez

Fue una mañana de lluvia tenue, si acaso un lagrimeo. Las pequeñas gotas, sin embargo, bastaron para teñir de melancolía aquel domingo 12 de agosto, día final de los Juegos Olímpicos de Londres y de la Feria de las Flores 2012.

En las redes sociales los defensores de caballos rogaban por un diluvio monumental que impidiera la cabalgata. Pero no llegó, y ni falta que hizo. Igual el aguardiente puede más que el agua.

Para el comienzo del desfile equino hacía un calor terrible y nauseabundo, pues los rayos solares se entremezclaban con el olor a boñiga que subía desde ambos lados de la Autopista Regional, la fetidez del río y el sudor de los más de seis mil binomios.

A lo largo de los 9,5 kilómetros del recorrido, entre las estaciones Ayurá y Poblado del Metro, no había mucho lugar donde ubicarse para observar el supuesto homenaje al "principal medio de transporte" de la "arriería antioqueña". Desde la madrugada miles de personas habían separado improvisados palcos al lado de la Regional o al borde del río, motivados por el licor, la comida chatarra y la promesa de admirar la indomable "raza" antioqueña cabalgando sobre el orgullo alentado por una semana de trovas, flores y fiesta.

Terratenientes, políticos, mayordomos, finqueros, niñas bien, niñas mal, traquetos, equitadores, primíparos y dueños de fondas imaginarias se exhibían a lomo de frisones, percherones y pintos, absortos en su inútil pose de aristocracia pueblerina y bebidos de ron, whisky y aguardiente, licores que camuflaban en botellas de agua mineral o bebidas energéticas para esquivar las reglas del evento.

Los curiosos llegaban por cientos y se aplastaban al pie del camino para ver la caballada que había comenzado su procesión pasado el mediodía. Los puentes y escaleras del Metro sirvieron de tribunas a quienes llegaban tarde, logrando que el Metro perdiera su acostumbrada compostura. Abajo la Autopista vivía su propio caos. Cientos de venteros ambulantes serpenteaban entre la multitud cargados de latas de cerveza, cajas de cigarrillos, chicles y sombreros.

Con la excusa de la Cabalgata, en los alrededores de la Regional se formó un mercado persa, o mejor, un zoco marroquí donde podía adquirirse de todo, desde sustancias alucinógenas hasta leche en polvo para bebé. Las empresas de licores y alimentos montaron sus toldos cerca del recorrido para cumplir con sus saldos, atrayendo a la clientela con voluptuosas modelos y ritmos musicales "modernos". Apenas 1.500 policías cuidaban el revoltijo de gente, carros y equinos.

Juan Guillermo Mesa, director del evento, brindaba feliz a un costado de la estación Ayurá, viendo cómo su desfile envolvía a la masa en un jolgorio animado por el reguetón y las rancheras. Atragantados con pedazos de pollo frito, chicharrón y aguardiente, los "arrieros" paisas saludaban el paso de las mulas y caballos, e iban dejando una estela de boñiga y vómito de borracho por todo el camino. Relinchaban los unos y se reían los otros.

En medio de semejante barullo de tetas y caporales galopantes sobresalía Malena, una yegua alazana de cuatro años con hermosa crin y perfecta cola. Su jinete, una preciosa joven de 19 años, iba embutida en un jean Diesel y una camisa blanca escotada que permitía ver la cima de sus tetas redondas y bronceadas. La "amazona" tenía el habitual antifaz de las gafas de sol y llevaba un sombrero blanco con cintillo rojo cubriendo su pequeña cabeza.

Fotografía David Sánchez

Malena avanzaba por el pavimento y los senos de la joven rebotaban graciosamente al vaivén de su fino trote. El galápago de cuero negro, sin grupa ni pechera, hacían el conjunto más liviano y singular.

La elegancia de Malena invitaba a recordar al inefable Marengo de Napoleón, y sus ojos negros y profundos al mismísimo Janto de Aquiles. La belleza de aquel animal era tan atrapante como la fealdad de su más cercano acompañante. Y es que al lado de la hermosa yegua marchaba forzosamente un caballo tordo, apurado de mala gana por su amo borracho, a quien después de dos vueltas la Policía pudo retirar a empellones. El pobre caballo fue llevado de inmediato a uno de los ocho puntos de control veterinario, resoplando entre babaza. Su dueño tuvo que ser detenido durante un par de horas, mientras le bajaba la rasca.

Carmelo —tal era el nombre del tordo—, además de estar famélico presentaba una hinchazón en su estómago. Los veterinarios de la Remington determinaron que se trataba de un fuerte cólico y que si al animal no se le trasladaba de inmediato a una clínica, podría morir.

"El desfile es muy traumático para la mayoría de los equinos, por lo largo y por el fuerte calor", atinó a explicar Jorge Cardona, jefe veterinario de uno de los puntos de control. Luego, como para sí mismo, añadió en voz baja: "y si para colmo tienen malos dueños…".

Cardona observaba con tristeza a Carmelo, al igual que los demás veterinarios, quienes atendían a otros cincuenta equinos maltratados por el calor, el recorrido y sus amos desbocados. Al final de la tarde habían atendido más de 210 caballos y mulas por diferentes enfermedades, percance que los alegres visitantes no advirtieron ante la distracción que suponían las tetas de las incontables "potrancas" que presumían de jinetes. Carmelo agonizaba en la soledad de un establo improvisado al pie de la estación Aguacatala, mientras Malena galopaba llevada por su preciosa dueña. Gustavo Orozco, del Club Rotario de Medellín, continuaba vendiendo gallardetes a sesenta mil pesos cada uno, como si nada, concentrado en arrumar billetes en sus bolsillos, con una socarrona risita de duende que llamaba a la desconfianza. En tres horas vendió 5.714.

Carmelo no lucía ningún gallardete en su cárcel de heno y melaza mientras la vida se le iba poco a poco en forma de baba gris y pegajosa. Sus ojos se hundían en un letargo viscoso. Su dueño no regresó. Carmelo se quedó solo, quizá escuchando, a lo lejos, el trote elegante de su Malena. UC