Andrés Neuman,
Cómo viajar sin ver,
Madrid, Alfaguara,
2010.
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En 2007 Andrés Neuman ganó el premio Alfaguara por su novela El viajero del siglo. La editorial programó un viaje promocional machacante por toda América Latina, que comenzó en Buenos Aires y terminó en San José, pasando por Miami y el DF. Pues bien, Neuman decidió hacer un cuaderno de viaje, con unas sencillas pero estrictas normas: no escribir nada sobre la promoción del libro: nada de entrevistas, encuentros con otros escritores, detalles del viaje promocional. No tomar notas para pulirlas después, terminaría cada entrada allí mismo, en el cuaderno, en el hotel. No poner puntos aparte en las entradas: cada una es un párrafo.
El resultado es este libro, que agarra lo que el autor alcanzó a ver por el rabillo del ojo de los países visitados. En el fondo, atravesando todos los países, dos noticias: la expansión —real o imaginaria— de la gripa AH1N1 y el golpe de Estado a Zelaya en Honduras. De resto, pequeñas noticias e incidentes en cada país, que Neuman fue consignando y comentando en su cuaderno. El resultado es inigualable: acompañar a un viajero inteligente, curioso y gracioso por toda América Latina. Sorprende por su ingenio y nos hace reír con sus ocurrencias.
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En la esquina de Independencia y Defensa, un joven cartonero inspecciona bolsas de basura. Está poco abrigado. Sólo lleva puesta una camiseta de la selección argentina.
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Nos lavamos las manos. Nos lavamos las manos. Desde el estallido de la gripe A, no dejamos de lavarnos las manos. Por fin nuestras costumbres coinciden con nuestros principios.
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Los montevideanos son porteños sin histeria.
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Onetti muerto se porta mucho mejor.
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En un restaurante peruano de Santiago, pido una Causa Colonial y una corvina A lo Macho. Me dan ganas de brindar por la Malinche y Oscar Wilde.
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Me dispongo a entrar en San Francisco, una de las iglesias más antiguas del continente. Un militar armado me cierra las puertas en las narices. Me dice que ya es hora de cerrar, que volverán a abrir por la tarde. Hoy es domingo y Dios tiene sus horarios, ejército mediante. Al principio me siento frustrado. Después pienso que así funciona la literatura: entrar habría sido menos narrativo.
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La publicidad en los carteles bolivianos parece cumplir una función comercial y otra terapéutica. Casi todos los eslóganes invocan el progreso, el futuro, el desarrollo. Además de productos, venden autoestima nacional.
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Lima desteñida, reflexiva, indeterminada. Hacer matices del gris es el arte limeño.
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Acaricio un ejemplar original de Trilce. Leo en la contraportada: “Talleres Tipográficos de la Penitenciaría. Lima. 1922”. Y ya no soy capaz de seguir leyendo.
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Ya había estado en Quito y noto que, al principio, eso me impide mirarla. Fingiré que nunca había estado aquí. Quizá viajar es eso: fingir que nunca antes habíamos visto nada.
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Sea quien seas, hagas lo que hagas, pienses lo que pienses, en Venezuela no se puede no hablar de Chávez. Esa es quizá su mayor opresión y su mayor conquista.
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Japón se inunda. España se incendia. En Iowa graniza. Apago la televisión. Se hace de noche.
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Llega al restaurante la imitadora de políticos del programa radiofónico La Luciérnaga. Es simpática y come por varios, como si cada una de sus voces pidiera alimento. Nos cuenta el diálogo que sostuvo una vez con Uribe. “¿Usted es la de los cuenticos?”, le preguntó el presidente. “No”, contestó ella, “yo soy la de los chistes, el de los cuenticos es usted”.
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