Número 26 - Agosto de 2011
Algún gracioso que solo monta en bus nos dijo un día que el Metro de Medellín tenía su propio himno. Le dijimos que mejor sacara la Tarjeta Cívica y dejara su animadversión contra el bendito tren. El hombrecito lo juró, dijo que un amigo empleado de Metromed, supernumerario de vagones y revisor de papeleras le había cantado una estrofa en una borrachera inesperada.
Durante varios días intentamos inventar la música de ascensor acostado y recrear la letra virtuosa de la Empresa de Transporte Masivo del Valle de Aburrá. El mismo borracho que nos enganchó con el canto soltó su invento entre babas: "Oh, libertad que transportas las hermanas de mi taita". Lo dejamos ahí. Además de mentiroso y ebrio, tonto.
Pero había alguien con curiosidad prodigiosa entre los presentes. Una mujer, por supuesto. Un día, al frente de la taquilla, se dijo: ¿y por qué no? Tomó el riesgo, le preguntó a la mujer detrás del vidrio si era cierto que el Metro, esa empresa maravillosa, tenía el himno que se merecía: "Por qué no lo ponen en las estaciones", le dijo con la seriedad que pudo. La señora que no era boba, la miró con sorna, sabía que se burlaba de su uniforme y su empleador. Pero abrió su billetera, sacó una tarjeta plastificada y la deslizó en el cuenco de aluminio reservado a los tiquetes. La miro con una frase en los ojos: "ahí le dejo un regalo para sus burlas. Hasta para eso somos ejemplares". Tenía en sus manos el himno imposible. Le tomó una foto con su teléfono y se despidió con una reverencia. Cultura Metro.
Cuando nuestra espía llegó con las estrofas fue recompensada con copas. El borracho de la historia fue reprendido por no ser convincente. Y el himno decepcionó. Su existencia era un absurdo delicioso. Su realidad era solo el colmo de patetismo.