Me llegan muchos correos, la mayoría de personas o entidades que no conozco, y casi nunca los leo. En estos días me llegó una propaganda de Sergio Fajardo y su grupo. No leí el texto porque sólo con el título se sabía el contenido. Parece que el hombre hizo un recorrido, no en helicóptero, como hacen normalmente los candidatos, sino en carro. Hice clip en el video y aparecía Fajardo apoyándose en un bastón. Decía que es necesario entregarle a la gente la dignidad que siempre se les negó, que los habitantes de Urabá nunca habían tenido agua potable…, etc., etc. Entonces vi como en otro video paralelo imágenes de las polvorientas calles de San Juan de Urabá, Uveros, Damaquiel, Zapata, Mulatos, Necoclí, Arboletes y Turbo, pueblos que empezaron a conformarse a finales del siglo XIX con gentes —negros, mulatos y uno que otro indio— provenientes de Barú, Santana, Bocachica y Pasacaballos, descendientes de esclavos que huían del despojo. Al parecer eran tierras en donde el caucho, la ipecacuana y la tagua se producían de manera silvestre. En el primer cuarto del siglo XX barcos alemanes frecuentaban sus costas en procura de ipecacuana y tagua, esta última llamada también marfil vegetal, era utilizada en la confección de botones para uniformes militares.
La violencia de los años cincuenta pasó por allí. De Turbo, donde tenía un teatro rudimentario, salió mi abuelo huyéndole a la muerte. Estuvo unos meses en Bogotá mientras pasaba la amenaza, y antes de que terminara el baño de sangre, se instaló en San Juan de Urabá. Mis tíos, que suman casi treinta, nacieron unos en Turbo y otros en San Juan de Urabá. Yo nací en Zapata, un caserío, corregimiento de Necoclí, cuyas playas salvajes, llenas de troncos, raíces y semillas que arroja el Atrato, resultan poco atractivas para el turista.
La única forma de llegar a estos pueblos era a través del mar. No había comunicación con la Capital del Departamento. Embarcaciones de madera, algunas hasta con tres y cuatro camarotes, traían de Cartagena todo lo que no se producía en la región y se iban cargadas de coco, plátano y ñame. Más o menos en la década del sesenta empezaron a llegar candidatos presidenciales a prometer carreteras, acueductos, escuelas y hospitales. Llegaban en avionetas que aterrizaban en potreros adecuados como pista, pero que eran en realidad dormidero de burros. Prometían de todo, y para afianzar las promesas bautizaban niños a diestra y siniestra. De Turbo a Arboletes hay muchos ahijados de Alfonso López Michelsen, apodado El Pollo, un personaje que según algunos periodistas lambones, cuando hablaba, ponía a pensar a todo el país. ¿Qué fue de aquellos niños bautizados? ¿Qué pasó con ellos en los años de la violencia paramilitar? ¿Fueron víctimas o victimarios?
En los meses de invierno se llenaban los aljibes de las familias prestantes. El resto recogía el agua en pequeños tanques de hierro o en latas de aceite Supremo —esas que el Joe Arroyo cargaba en su infancia porque los políticos prometían y prometían pero nunca cumplían y el agua siempre había que irla a buscar lejos del barrio Nariño— y se llenaban las tinajas. Como los techos eran de palma el agua de los más pobres era amarilla como el aguapanela. El verano era otro cuento. Los ricos vendían el agua en latas de aceite Supremo y los que no podían comprar tenían que tomar agua de pozo, también llamada agua gorda, agua que se compartía con los burros y los cerdos. Mi abuelo tenía un aljibe y un motor que producía energía eléctrica. Era considerado rico. Pero él sabía que a medida que se alejaba de San Juan se iba desdibujando, devaluando y en Montería, por ejemplo, ya era pobre. Nunca vendió agua.
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Por eso al ver el video de Sergio Fajardo se me vinieron a la mente, como en otro video, imágenes de Zapata, de San Juan, de Damaquiel y de Uveros, pueblos olvidados, burlados, cada uno con sus caciques, a los que se les floreaba el culo cuando llegaban sus jefes políticos, y a cambio de cualquier migaja, un empleo para un hijo o un sobrino en la capital o en la Caja Agraria se dejaban follar por el jefe. Así ha sido la política en todo el territorio nacional, una política que huele a mierda.
La primera vez que vi a Cartagena fue desde el mar. Me arrancaron de Zapata como se arranca una mata que se quiere sembrar en otra parte. Un año estudiando y más o menos como a finales de octubre, en vacaciones, hacíamos el viaje de retorno. Nos embarcábamos en el muelle, cerca a La Torre del Reloj, en el Paseo de los Mártires. El viaje duraba tres y hasta cuatro días. En la playa estaba mi madre esperándonos. Un bote nodriza nos llevaba a la orilla. Todas las vacaciones, durante los años que duró la escuela, hicimos ese viaje.
En algún momento empezamos a viajar en bus hasta Montería. Luego tomábamos un carro pequeño porque parte de la carretera eran trochas, caminos que habían hecho los burros, esos ingenieros que hoy están siendo remplazados por motos. De Arboletes a San Juan el viaje se hacía a pie o en pequeños botes a motor si el mar no estaba picado. Había gente en San Juan que no conocía los carros. Si un camión destartalado lograba entrar al pueblo salían de las casas a perseguirlo. Cualquier día, después de robársela como veinte veces, le echaron tierra a la trocha y la aplanaron con unos rodillos. Habrían de pasar muchos años para que la asfaltaran. Los alcaldes terminaban su mandato con una o dos fincas, un carro y muchas cabezas de ganado.
Por esa época hombres armados intentaron matar a mi abuelo. Le hicieron como doscientos tiros. Cinco hombres jóvenes disparándole a un anciano de setenta y cinco años sólo porque en medio de las baratijas había una caja fuerte. Se defendió con una vieja escopeta de perdigones y dio de baja a uno de los asaltantes. Desde ese momento la muerte se volvió cotidiana. Llegó la guerrilla, llegaron los paramilitares, la pequeña parcela desapareció para dar paso a la gran propiedad y la gente siguió tomando agua gorda, agua de pozo.
Más o menos como en 2002 recibí parte del contenido de la caja fuerte. Eran un diccionario de Salvat en cinco tomos, faltaba uno. Alguien lo empeñó y mi abuelo lo guardó durante veinte años. Cualquier día metí los tomos en una bolsa y en una librería de libros usados que hay frente a la Universidad de Antioquia los cambié por La luna y la ducha fría, el bello poema de Víctor Gaviria.
Nunca más volví a San Juan, ni a Turbo, ni a Zapata. Todos esos pueblos me producen escalofrío. La gente es buena, pero tres décadas de violencia manchan el corazón. Ojalá que esta vez la política no huela a mierda, que hombres, mujeres y niños tengan por fin un poco de dignidad, que no tomen más agua gorda, agua de pozo.
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