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No ocurrió como cuando un geólogo sueco descubrió los restos molares del espécimen que habría de llamarse Hombre de Pekín; restos que en principio habían sido identificados con huesos de dragón por los lugareños chinos: esta vez, el botín osteológico no se reveló como un prodigio escondido en las entrañas de una comarca remota o en un mágico reino subterráneo. A diferencia de ello, el cerro del hallazgo estaba plantado con evidencia casi ofensiva frente a la oficina universitaria de su explorador (tan visible, la montaña, que Tomás Carrasquilla alguna vez pidió que se la cercenara como a una verruga indiscreta), y sus caminos ya habían sido recorridos mil veces por las botas de los guaqueros y de los amantes de los "paraísos artificiales". Nuestro arqueólogo, bohemio e irrigado por muchas sangres criollas, tampoco procedía de un linaje científico como el que ilustraba a Richard Leakey cuando buscaba restos de australopitecos en el lago Turkana, en Kenia.
Sea como fuere, de este modo o del otro, Gustavo Santos Vecino fue quien, en 1993, dio con los antiguos restos humanos que dormían bajo la tierra rojiza del cerro El Volador, eminencia que se levanta sobre el mismo ombligo —o punto cero— de Medellín. En tumbas de pozo con cámara lateral, cuyas bóvedas de barro fueron labradas con la idea de que replicaran el techo pajizo del cálido hogar, los pretéritos pobladores de este pedazo del Aburrá sepultaron a varios de sus congéneres, cuyos huesos, casi en migajas y vestidos con cenizas (algunos de ellos abandonados hace 16 siglos en la que se creyó última morada), lograron asomarse a la vida citadina en las propias goteras del siglo XXI.
La naturaleza presumiblemente sagrada del sitio del hallazgo, tanto como el apellido del arqueólogo, habrían permitido la broma de usar, por segunda vez, el nombre que se dio a un famoso yacimiento antropológico europeo: La Chapelle-aux-Saints. Pero Santos, de suyo hosco, no fue más allá de la clásica metáfora de las "viviendas de los muertos" y eligió sustantivos flacos y adjetivos técnicos en su informe, donde habló de "estructuras funerarias" y "restos óseos". Ni siquiera se dejó impresionar por el hallazgo, en la misma zona, de una réplica en pequeña escala —pero en rutilante oro— de una mantis religiosa; el investigador dejó a un lado ensoñaciones macondianas y fijó de modo sobrio la historia más antigua de la comarca en que hoy se levantan la Universidad Nacional y la embotelladora de Coca-Cola: "De los restos óseos humanos fue posible identificar principalmente las coronas de las piezas dentales. También se identificaron algunos fragmentos de huesos largos y planos, y un fragmento de vértebra.
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Casi todos los restos humanos se hallaron calcinados. El análisis de estos restos mostró que una tumba [...] contenía un entierro colectivo de (por lo menos) seis adultos y dos niños de aproximadamente siete años de edad". Aunque parezcan las palabras de un expediente judicial de los actuales tiempos de verdades (crudas) y reparaciones (inútiles), en este caso no había ni el menor riesgo de que aparecieran casquillos de bala en la muestra.
Con independencia del mucho o nulo indianajonesismo de las investigaciones de El Volador y de la pompa o sequedad verbal de su divulgador, gracias a la pátina legendaria que solo dan los siglos y al prestigio conferido por el roce con las herramientas del romántico oficio arqueológico —hay quien habla, por ejemplo, del "palustre de oro"—, los restos sembrados en el cerro son —o deberían ser— otros más entre los objetos cálidos y simpáticos que dan cuerpo a la conciencia histórica del medellinense contemporáneo. Para que la oportunidad no quede en el aire, los arqueólogos de hoy —alumnos todos del Santos científico— se preparan para dar a conocer los nuevos descubrimientos de esta interminable novela prehispánica: de acuerdo con pesquisas recientes, es posible que el antiguo Hombre de El Volador hubiera construido un largo túnel cerca de la cima del cerro. Ante los primeros trabajos de despeje en la amplia abertura que se antoja como su boca —un redondel de poco menos de un metro y medio de diámetro—, las especulaciones más tentadoras ya se dejan escuchar: alguien —sabio, vagabundo o visionario— ha dicho que el pasadizo caía hasta el actual San Germán. Parecidas historias se cuentan para El Picacho y el Cerro Nutibara, donde algunos curiosos —incluso académicos— han creído ver vestigios de galerías antiguas. Eso, por no ir hasta Cusco, desde donde, según las leyendas, partía un túnel secreto que cruzaba los Andes. Descartando lo que haya de delirio, es claro que un enigma legítimo se erige en nuestro valle.
A nuestro protagonista arqueológico solo le falta un nombre que lo haga famoso en una Medellín harta de escándalos sórdidos y ávida de secretos valiosos. Aquí usamos, muy en broma, el de Hombre de El Volador. Con el mismo entusiasmo también podrían esgrimirse los de Hombre de la Mantis y Hombre del Túnel, si no es que la afilada plomada del punto cero sugiere una etiqueta más risueña o, incluso, obscena. En nombre del nombre pedimos un manifiesto que formalice el bautizo, antes de que el asunto caiga en las manos y mente sosas de la cultura oficialista o de los periódicos de parroquia.
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