Un embajador es siempre un espía que trabaja al descubierto. Debajo del vidrio de su escritorio todos los diplomáticos tienen recortada una receta sencilla: vini, vidi, dixi. No deben esconder sus intenciones sino mostrarlas con gracia y naturalidad. Y tener una gabardina un poco más cara que los detectives. Si el embajador es además un escritor, pues ya se sabe que habrá un libro de postales infames, susurros terribles y anécdotas risueñas. Algo más sabroso que ese estilo de cable telegráfico que nos ha dejado ver Wikileaks.
Al final de la hegemonía conservadora, en los años 20 del siglo pasado, Colombia tuvo un embajador-escritor que dejó su versión en un diario de campo. Todo el mundo en Bogotá sabía que Alcides Arguedas, embajador de Bolivia con aires de barón francés, estaba tomando nota mientras visitaba a los políticos, bebía con los periodistas o jugaba bridge cada semana con las damas de pluma en la cabeza. Uno de esos Holguines bogotanos se lo dijo muy claro una noche de "koktail": "Yo sé que algún día va usted a publicar un libro sobre Colombia". Cinco años después, en 1934, estaba empastado el libro de Arguedas: La danza de las sombras. Apuntes sobre cosas, gentes y gentezuelas de la América española.
Ser embajador, así fuera de Bolivia, y ser escritor, así fuera una figura del indigenismo naciente, le abrió las puertas del pequeño club con sede en el palacio de gobierno y sus alrededores: "… me fue posible conocer de cerca y aún íntimamente muchos secretos de la vida social y política colombianas, ganar la confianza de gentes prestigiosas y vivir a mi sabor en el tibio regazo de una sociedad culta, refinada y hospitalaria". Las primeras páginas entregan un sorbo con los planos abiertos del álbum del escritor sobre la sociedad que habitaba esa ciudad "de lluvias menudas, gris, nieblas en los montes, lodo en las calles y tedio en el corazón".
Para soportar esa Bogotá triste y estrecha que según Arguedas empujó a José A. Silva hasta el suicidio, los habitantes de la capital encontraron el remedio infalible del alcohol: "Entre tanto voy encontrando en Colombia cosas que no pensaba ver. Por lo pronto: ebrios. Los hay de toda condición y categoría social y se les encuentra, mañana y tarde, en los bares, en los clubs de sociedad, en las cantinas y aún en las calles. La costumbre del koktail es una manía y casi nadie puede sustraerse a ella. El pueblo bebe chicha y aguardiente; las gentes de sociedad wisky, brandi y champaña". Pero la ciudad necesitaba otro ingrediente para ahuyentar el tedio y sacudir a los borrachos: "Junto a las cifras de alcohol consumido, añade también El Figaro, la de las prostitutas inscritas en los registros de la policía sanitaria y que pasan de 4000 en Bogotá… Alcohol y mujeres… ¡Qué dos ebriedades tan terribles!".
El circo que completa el entretenimiento en la ciudad del Águila Negra, mientras se espanta a los mendigos con un ejemplar de la prensa liberal, está formado por tres espectáculos novedosos: la radio "que pone a nuestros montañeses en contacto íntimo y diario con los sucesos del mundo"; el cinema, "religión moderna que abre nuevos horizontes a la imaginación", y la pasión por los deportes, que "infunde entusiasmo a las gentes de poca imaginación y hasta les hace concebir ilusiones de grandeza… hoy no hay villorrio en los Andes que no tenga sus héroes de la pelota, la raqueta, el boxeo".
El verdadero deporte nacional es la política y Colombia está en vísperas de una elección presidencial. Arguedas, que ha participado en los debates en La Cigarra —cafetería que hace las veces de Congreso alterno—, El Tiempo y los salones de Palacio, hace elogios sobre un clima político en que lo más grave es el chiste malicioso y la maledicencia contra el presidente Abadía Méndez y su fortuna. El más temido polemista de la época apenas tiene un lápiz: Ricardo Rendón, que mira al embajador como si fuera una piedra o un mueble envejecido y que dibuja tres veces por semana una escena que es el cruel termómetro de la política del momento. Arguedas está fascinado por la figura del caricaturista: "Es un bohemio a la manera de los héroes de Mürger, auténtico pero sin melena ni barbas crecidas… Prefiere las tabernas en callejas solitarias, las cafeterías en rincones ignorados. Es un vago ingenuo y sencillo, como Verlaine, si valen ciertas comparaciones manoseadas".
Los tiempos son verdaderamente mansos en la política, lo que el ilustrado visitante llama "un milagro de civismo". Ejemplo es la vista preferencial a una manifestación de apoyo a Olaya Herrera desde una ventana del Capitolio: "Era, en verdad, una marea humana desbordando por la calle Real…Estaban representados todos lo gremios, desde la plutocracia aristocrática del Jockey Club y el Gun, hasta los clubs de los aurigas y carniceros de la villa…No se oyó ni un grito destemplado contra los adversarios, ni una voz discordante".
Sin embargo no todo era cordialidad y respeto. Un sentimiento de paranoia acompañaba a los conservadores que se sentían cerca de perder el poder: "Si suben los liberales al gobierno, han de perseguirnos a los católicos, nos han de arrebatar nuestros bienes y hemos de tener que hacer una revolución para mantener la integridad de nuestras conciencias y el patrimonio de nuestros hijos". En las huestes godas abundaban los poetas con el fusil en bandolera. Uno de ellos, Ismael Enrique Arciniegas, disparó al oído del embajador esta frase categórica: "Hay diez mil fusiles conservadores y habrá que descargarlos antes que rendirlos". Otro contertulio, escritor en tinta azul, remataba con desdén por las elecciones: "En Colombia no cae un régimen con papelitos". ¿Alguna semejanza con la reciente amenaza de debacle nacional por el fin de un mandato de ocho años?
El Vaticano era todavía un jugador clave en la política colombiana. El poeta Valencia y el general Vásquez Cobo dividían al partido conservador, y el Nuncio apostólico era el indicado para resolver la disputa. Un informante le contó a Arguedas las primeras palabras del Valencia a su contradictor dentro de partido cuando se reunieron en la finca La Esperanza: "Roma locuta est, causa fenita est". Se refería a las instrucciones llegadas de Roma aconsejando no dividir el partido y hacer coalición en torno al candidato de mayorías parlamentarias. Ese ruido de campanas en las campañas hace decir al boliviano: "En Colombia pueden y valen más las mitras y los bonetes que las bayonetas y los sables".
Al final Olaya Herrera fue el ganador y a Valencia, segundo en la carrera, no le quedó más que dolerse de su mala fama de poeta: "Las gentes me consideran un hombre incapaz de acción y de observación de los problemas fundamentales del país. Para hacer desaparecer ese libro de poemas yo he publicado un tratado de veterinaria, he construido casas, he cavado los campos y hasta he invitado a las gentes a mis haciendas para que me vean en lazar un potro a la carrera. ¡Todo inútil! Sigo siendo el autor de Ritos, es decir, el soñador".
Tal vez la derrota de Valencia se podía intuir desde unos días antes, cuando Arguedas estuvo invitando a todos sus amigos bogotanos a un recital de Porfirio Barba Jacob en el Teatro Colón. La Atenas Suramericana parecía desdeñar a los poetas: "¿Versos?... Déjenos tranquilos por Dios", le responden los cachacos al literato boliviano. Arguedas cree que el nombre del poeta hará el milagro, pero para sus compinches de sombrero Barba Jacob es apenas "un bohemio, un andarín… ¡Dicen que es un indio!". El embajador no condena definitivamente el gusto poético de la capital: "Es la pura apariencia, lo exterior, la epidermis, en fin, porque estas gentes colombianas no pueden vivir sin una melodía interior".
La misión diplomática termina como es justo. Bolivia ha dejado de vender su estaño y no hay presupuesto para sostener la inútil legación en Colombia. Todos los periódicos agitan su primera página en elogios al embajador: "Pudiera decirse que Bogotá encontró en A. A., a pesar suyo, un tipo de letrado que la subyugó por la ordenada simetría de su espíritu, por la templanza de sus ideas y por el señoría de sus labores". En el tren, Bogotá despide a "A. A." con el mismo telón con el que lo había recibido: "Ansiosos se abren los ojos para contemplar por última vez este paisaje de la sabana bogotana, que se aleja al paso del tren y se presenta bajo el cielo gris que destila una lluvia lenta, fina y persistente".
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