Pablo tiene colgada una escarapela en que apenas cabe su cara regordeta. Es de esos solitarios que andan la calle con un botón clavado en la camisa, anunciando: "Pregúnteme cómo ganar dinero desde su casa". Nos mira hasta la cutícula de la uña y dice: "El consumo mínimo es media de aguardiente o de ron. La de aguardiente vale 70 mil y la de ron 80". Le estiro la tarjeta débito, decididos por la de ron. "Le vale un 10 % más con tarjeta", advierte. Le digo que no importa, mientras hago cuentas de cuántas de medias de ron son 80 mil pesos. Dice: "Me va a tener que acompañar a las cabañas porque acá adentro estamos acostumbrados al efectivo y no tenemos PAC". No le quiero ver más la cara, así que le digo a Juan, mi acompañante, que vaya a pagar.
El lugar es una bodega. Me canso de calcular cuántos contenedores podrían caber. Fue idea de algún empresario, con delirio por Las Vegas. Le quiso dar un toque veraniego con la fuente que está al fondo: un bloque de cemento dividido en tres partes, como cuevas, con unas estalactitas por las que cae el agua. En la mitad del lugar está la tarima, larga, con un arco de tubos, ninguno sobre la pista, donde baila una mujer.
Un hombre mira la bailarina con la quijada abierta. Mueve su cabeza rubia siguiendo los pasos lentos que ella da sobre unos tacones altos, repletos de piedras brillantes. Él se levanta de su silla y escurre la mano en el bolsillo. Ella lo mira coqueta, se le acerca, inclina los muslos desnudos al ritmo del jadeo de los parlantes y le pone la cadera en el rostro. Él estira el hilo de su tanga con un dedo y pone un billete de 20 mil pesos. Ella le devuelve una sonrisa, deja caer el cabello largo y negro sobre su rostro, gira para darle la espalda. Sigue bailando. Cuando la música se detiene, desciende por las escaleras y desfila de mesa en mesa. Tiene los senos redondos y duros. Una voz masculina, gangosa, sale de los parlantes al estilo de un locutor de emisora tropical: "Acabamos de ver a la hermosa Paola, con su baile sensual, erótico, seductor. Les pedimos a los asistentes que sean colaboradores con esta hermosa chica y hagan su aporte voluntario".
Las mesas están llenas de tipos con cara de haber estado ocho horas en un cubículo. No se resisten a que Paola reciba el billete y se vaya. Le aprietan las manos, le hablan. Ella ríe y trata de zafarse con delicadeza. Un tipo le toca la nalga. Ella da un paso que la aleje de las manos inquietas, pero él insiste. Paola alza su mirada hacia un extremo de la discoteca y pide ayuda agitando la mano, como si un cucarrón tratara de montársele al tacón. Dos hombresgorilas, barrigones y con chaqueta de Seguridad Privada, se acercan; no hacen nada, pero amenazan con la presencia de sus músculos.
Juan regresa contando lo que le dijo el mesero, cuando lo llevó a las cabañas: "Te vale 50 la hora con tu novia. Si querés con una de las chicas son 170, 50 minutos o el polvo". Le digo: "¿Cómo así? ¿Si te venís antes se acabó la fiesta?". Me dice que sí. "¿Y vos que querés?", le pregunto. Se ríe, no responde.
Es hora de dar nuestro aporte voluntario, pero acá no puedo camuflarme entre la gente como en esas obras malas de teatro en las que el actor, con el sudor escurriéndole el maquillaje, espera sonriente a la entrada. "¿Cuánto le damos?", pregunto. El billete más chiquito que tenemos es de cinco. Paola ya está encima. Juan le estira el billete. "Vas a tener que menudear un billete de diez por de mil", me dice. "¿De a mil pesos? Eso es muy poquito, yo me emputaría", le digo. "Los manes de esa mesa le dieron mil pesos", explica. Me paro avergonzada con el billete. La caja está cerca de la entrada. El tipo que atiende está metido en una pequeña caseta. Como si se tratara de un juego de maquinitas donde ya está listo el menudeo, me pregunta: "¿Por billetes de dos mil?". "Sí", le digo, aunque de a mil duraría para diez tandas. No puedo evitar la emoción, como una niña en un parque de diversiones: tiquetera en mano, obsesionada con el mismo juego.
En la mesa de enfrente, tres chicas conversan. Trabajan aquí, como la mayoría de las que están sentadas en otras mesas. Después de bailar, se visten y regresan. Se ven más jóvenes que cuando están desnudas. Cuatro hombres se les acercan, son extranjeros. Pueden ser chinos, filipinos o peruanos. Las invitan a una copa, les preguntan cosas y ellas se ríen. Imagino alguna propuesta enfermiza porque ellas no les prestan atención. "No nos gusta que nos meen", pienso, exagero.
En el palco —un pequeño balcón que queda a un extremo del lugar—, cuatro hombres sentados en un sofá rojo cargan, cada uno, a una chica. Se les ve sonrientes, afortunados; embutidos en ese juego en que no importa quién es quién. En sus gestos libidinosos veo tranquilidad, desatados de la promesa de una flor, libres de un "Juntos para siempre". Ellas les acarician el rostro y beben de sus copas. Uno de ellos, gringo, se para con la que ha escogido, la segunda de su noche. Bajan del balcón tomados de la mano y desaparecen camino a las cabañas.
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Me quedo sola mientras Juan fuma afuera. De vez en cuando, alguna chica se acerca a pedirme un ron; lo sirvo como una orden: aquí nadie se niega. No me preguntan mi nombre, no me acarician el cabello. Yo no soy una clienta potencial. Algunas llegan con su propia copa y se van, otras toman de la mía. Sorben el trago, dicen "gracias" y se marchan.
La voz gangosa vuelve a los parlantes para anunciar a Natalia, "la mujer que los va a deleitar con su baile". Un coro tribal resuena y aparece en la tarima una mujer blanca con el cuerpo cubierto por una malla negra. Todos se quedan en silencio mientras la voz de Andreas Harde llena los oídos: "If you want, then start to laugh / If you must, then start to cry / Be yourself don't hide / Just believe in destiny". Natalia mueve su cuerpo como si fuera una hoja solitaria danzando en el viento. Nuestros ojos son suyos. Se desliza por el tubo, abre sus piernas como si levitara, y con una mano se quita la malla. Tiene pechos pequeños de pezones rosados. Es La maja desnuda.
Me siento lejos del lugar donde los hombres asisten para que muchachas llenas de curvas les enciendan el falo. Natalia putea como todas las demás, pero me dicen sus ojos claros que ella sabe lo que tiene entre las piernas, el molesto misterio de su naturaleza. "That's not the beginning of the end / That's the return to yourself / The return to innocence". Las demás también la miran, mudas, porque hace lo que ellas no: bailar como si fuera a morir en la pista.
Un rubio la sigue desde abajo, sus ojos alucinan. Mete su mano al bolsillo y le arroja billetes de diez y veinte mil pesos que dan vueltas en el aire y caen sobre ella. Empieza a sonar la segunda canción. Levanta la pierna derecha y la arquea sobre su espalda, apoya el tacón negro sobre su hombro y se acaricia la mejilla con la pantorrilla. Natalia canturrea la canción que sale de los parlantes, una letra de adolescente enamorada: "Pero antes de andar y salir de tu vida / y andar solo / quisiera llorar y sacarme de adentro tus besos, tu cuerpo...". Él, que no deja de seguirla, le arroja otro manojo de billetes. Los hombres están cegados por su belleza. Ella tiene su sexo florecido y abierto, mirando hacia la tierra.
Termina el baile y todos siguen perplejos. Natalia visita las mesas y termina con un grueso fajo de billetes. Cuando se acerca a nosotros me doy cuenta de que nos queda el último billete de dos mil. Se lo entrego con pena, me oigo pidiéndole disculpas, diciéndole que hablemos. Su voz es suave y aguda: "Apenas me vista, vengo". Quién es ella, me pregunto mientras la veo escurrirse hacia el vestier. Salgo y compruebo que hay brisa. Fumo mientras espero. Un hombre con los brazos llenos de tatuajes me dice que se está fumando el segundo cigarrillo, y que hace 20 minutos su primo está en las cabañas con una de las chicas. Tiene acento extranjero. Nació en Colombia pero desde los ocho vive en Estados Unidos: "Yo vine a visitar a los primos. No pensé que me fueran a traer a este lugar. Ellas me tienen impresionado, esta chica parecía del Circo del Sol". Natalia, quiero saber quién es Natalia.
Regreso a la mesa y empiezo a buscarla con la mirada. Está en el palco, con un vestido ajustado, blanco. El gringo que se había llevado a la otra chica le habla al oído. Ella lo toma de la mano, atraviesan las mesas y se dirigen a las cabañas. Juan me cuenta lo que le dijo un hombre afuera: "Ve, ¿este hijueputa es que tiene tres güevas? ¡Es la tercera que se lleva!". Viene la culpa. ¿Por qué salí? Debí quedarme esperando junto al vestier, como monja a la que no le alcanza la hostia y persigue al cura. Natalia no volvió. Deseé que los 50 minutos hubieran sido míos. La imaginé sentada a mi lado, inmaculada, al borde de una cama con sábanas gastadas de tanto jabón. Él me la arrebató, dichoso de clavarse por tercera vez, como si buscara el fondo de un pozo. Aún me pregunto de qué hubiéramos hablado.
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